domingo, 9 de febrero de 2025

Fin del trayecto

La estación de tren era un lugar de espectros vestidos de terciopelo negro, cargados con maletas de un peso innombrable. Cada rincón del andén vibraba con un rumor como de abejas atrapadas en botellas. Era una mañana gris de 1923, el humo de las máquinas se enroscaba con pereza entre los pilares de hierro, pero nadie allí parecía notar el frío, ni la hora, ni siquiera el paso lento del tiempo. Sólo existía el control de billetes, a cargo de un hombre alto, enjuto, de ojos pequeños y brillantes como vidrio roto.

Minosse, le llamaban. Aunque muchos pensaban que se trataba de un apodo, otros juraban que era su nombre de nacimiento. Siempre estaba ahí, con su libreta de piel cuarteada y un lápiz gastado, anotando, verificando, susurrando. Parecía conocer de memoria cada nombre, cada rostro que aparecía frente a él y nadie podía tomar asiento en un vagón sin pasar por sus ojos fríos y aquella voz que arañaba las paredes. “Destino final, por favor,” pedía sin una pizca de humanidad, y los pasajeros, bajo el peso de esas palabras, parecían envejecer en un instante.

Un niño intentó entrar al primer vagón, aquel donde se decía iban los afortunados, los que viajaban sin cargas ni angustias visibles. Minosse apenas lo miró antes de murmurar, con tono de sentencia, “Ése no es tu lugar. Sigue adelante.” Al niño lo arrastraron dos figuras vestidas con trajes impecables hasta el siguiente vagón, donde rostros rígidos y ojos hundidos dormitaban entre relojes sin manecillas. Se decía que quienes subían allí vivían atrapados en un instante suspendido, sin llegar nunca a despertar del todo, sin caer nunca en el sueño.

Las puertas se cerraron tras el niño y entonces Minosse volvió a tomar nota, tachándolo con deliberada lentitud en su lista. Un hombre con un sombrero desaliñado lo miraba con terror y cuando llegó su turno, apenas podía sostener el billete que temblaba entre sus dedos. Era un hombre de buenos modales, ex banquero caído en desgracia, alguien que alguna vez sostuvo el mundo en la palma de la mano y que, ahora, en algún rincón de su conciencia, sospechaba que ese tren no tenía fin ni destino.

—¿Al menos, a qué velocidad vamos? —se atrevió a preguntar, creyendo que tal vez así podría medir su propia condena.

Minosse levantó la vista lentamente y su mirada le heló hasta la médula.

—Depende de ti, pero nunca lo suficientemente rápido para olvidar ni lo suficientemente lento para arrepentirse.

Y sin más, lo asignó al vagón tercero, donde hombres y mujeres de mirada vacía permanecían eternamente ocupados en cuentas sin sentido, en el lamento de sus errores, revisando documentos antiguos que parecían perderse en un laberinto de cifras y detalles que nadie entendería jamás.

Los vagones se extendían sin fin, uno tras otro, cada uno más sombrío y árido que el anterior. Había uno en particular, el cuarto, en el que los pasajeros parecían acurrucarse como insectos bajo un peso invisible. En este vagón, el aire era espeso y los viajeros escuchaban constantemente sus propios pensamientos amplificados, sus deseos desbordándose como voces insidiosas que nunca se callaban. Gritos mudos, miradas torcidas, recuerdos que se repetían con la precisión de una maquinaria infernal. Nadie escapaba de sí mismo allí, y, aunque algunos lo intentaron, ninguno sobrevivió al propio eco de sus pensamientos.

El tren continuaba su marcha lenta pero imparable. En los vagones traseros, ya sin luces, otros viajaban en una oscuridad tan densa que parecía tener cuerpo. Allí se veían sombras que no pertenecían a ningún ser vivo, meras siluetas de lo que alguna vez fueron, atrapadas en algún error insondable, en culpas que no se borraban. Desde la ventanilla, si uno se atrevía a mirar, se percibían apenas reflejos que nunca coincidían con el rostro del que miraba. Alguien murmuró alguna vez que, al final del viaje, los reflejos abandonaban el tren, quedando libres mientras los cuerpos seguían atrapados en él para siempre.

Minosse hacía su ronda incesante, entrando y saliendo de cada vagón, cuidando de que nadie abandonara el lugar que le había sido asignado. Jamás mostraba una pizca de compasión o duda; era un juicio ambulante que jamás se permitía cambiar de veredicto.

Hubo quienes trataron de sobornarlo, algunos con dinero, otros con lágrimas, y unos pocos con promesas de secretos imposibles, pero Minosse los observaba como quien mira una piedra en la carretera. «Lo que ofrecen no tiene aquí valor alguno», decía, con una sonrisa helada, dibujada en los labios.

Y así, el tren continuaba su camino, en algún lugar que solo Minosse conocía, bordeando paisajes cambiantes de ciudades desiertas, bosques de árboles muertos, mares de humo. Los pasajeros, inmersos cada uno en su particular vagón, comenzaron a perder noción del tiempo, como si las estaciones del año ya no existieran, como si el reloj interno de cada uno se hubiese detenido en el momento exacto en que Minosse les señaló su sitio.

Una mañana, un hombre nuevo abordó el tren en medio de un silencio espeso. Era un hombre ordinario, sin secretos ni crímenes evidentes, pero Minosse lo miró y supo, como siempre, dónde colocarlo. Lo dirigió al último vagón, donde el vacío era absoluto, y el hombre, al tomar asiento, sintió un escalofrío helado en el pecho. Allí, solo en la oscuridad, oyó por primera vez el sonido de un latido, profundo, inhumano, acompasado como el tic-tac de un reloj antiguo. Y comprendió, sin que nadie se lo explicara, que aquel tren nunca se detendría.

domingo, 2 de febrero de 2025

La geometría invisible de mi juicio

Nací durante el verano de 1979, bajo un cielo que, según cuenta mi madre, parecía un telón teñido de azul violento. Mi primer recuerdo es el del zumbido de una abeja atrapada entre los pliegues de una cortina amarilla. Tenía cuatro años y, mientras mi padre intentaba liberarla, yo pensaba que aquella abeja era un mensaje cifrado. Ahora sé que mi mente, siempre inclinada a los atajos, ya practicaba el arte de decidir rápido, casi sin pensar, un mecanismo que más tarde entendería como la base de muchas trampas mentales.

A los siete años, mi abuelo me llevó al rastro de Madrid. Allí vi un reloj que costaba 100 000 pesetas, junto a otro de 20 000. «El segundo es una ganga», le dije susurrando, para que no nos oyera el vendedor, mi abuelo se rio y me contestó: «ambos son una pérdida de dinero». Esa fue la primera vez que mi mente se dejó influir por la primera información que recibe, como si lo demás orbitara alrededor de esa ancla inicial. Más tarde, en la adolescencia, esto se repetiría al elegir amigos o libros; me bastaba la primera impresión para decidir su valor, equivocándome más veces de las que puedo contar.

A los 19, me enamoré por primera vez. Perdí algo más que tiempo y tranquilidad; me perdí a mí mismo. Cuando finalmente rompimos, me aferré al pasado con una fuerza absurda. Me dolía tanto la idea de perder lo que habíamos construido, que prefería no soltarlo, aunque fuera evidente que ya no quedaba nada que salvar.

La universidad fue otro campo de batalla mental. Quería ser ingeniero, pero una película sobre un arquitecto bohemio me convenció de que debía diseñar edificios imposibles. Fue la viva imagen lo que me sedujo, tan poderosa que ignoré otras opciones mucho más sensatas. Lo curioso es que, aunque me arrepiento de aquella elección, también aprendí a construir más que casas; construí historias, metáforas y puentes que, como este relato, cruzan desde lo irracional a lo racional, para llegar a lo íntimo.

A los 30, trabajaba en una consultora. Cada proyecto parecía sencillo sobre el papel, pero siempre se alargaba semanas, a veces meses. Éramos víctimas de un optimismo desmedido: subestimábamos lo que realmente nos llevaría completar cada tarea. Por entonces, yo ya leía a Kahneman y comprendía cómo nuestra mente diseña escenarios futuros ideales que rara vez se ajustan a la realidad.

El peor error de mi vida sucedió a los 39. Invertí todos mis ahorros, unos 50 000 euros, en un negocio de drones porque llevaba años convencido de que era una gran idea. Mi entusiasmo me hizo buscar solo pruebas que confirmaran mi decisión y descartar las que advertían del riesgo. Perdí el dinero, pero obtuve una lección imborrable: la mente puede ser un aliado traicionero. Tal y como Wittgenstein resumió de una manera tan certera: «Nada es tan difícil como no engañarse a uno mismo».

Hoy, con 45 años, vivo entre decisiones que aún se tambalean entre el presente y el futuro indeterminado. Cada mañana, cuando tomo café y planeo el día, y luego, a lo largo de este, intento no dejarme arrastrar por mis impulsos. A veces lo consigo. En ese esfuerzo por comprender mis propias trampas mentales, he aprendido algo: la vida se construye entre lo inmediato y lo eterno, y aunque mi cerebro me engañe, el viaje merece la pena.


domingo, 26 de enero de 2025

El teorema del último suspiro

En el sótano de la vieja biblioteca, donde los libros crepitaban como brasas olvidadas, Rodolfo descubrió un manuscrito anómalo: «Los axiomas de lo imposible». Cada página vibraba con fórmulas que desafiaban la cordura, planteando ecuaciones donde la realidad se rompía como un cristal demasiado tenso. Había un capítulo titulado «Divisiones prohibidas» y otro, aún más críptico, llamado «El límite de la eternidad» Vivida. Fascinado, Rodolfo decidió probar.

En su primera prueba, eligió una ecuación banal: 69 dividido entre 3. Lo que apareció frente a él no fue un número, sino una criatura, un tríptico humano. Tres cuerpos unidos por la espalda, con caras que compartían una sonrisa única, como si se dividieran un solo pensamiento alegre. Era imposible comunicarse con ellos; hablaban en ecos matemáticos. Rodolfo intentó acercarse, pero los seres desaparecieron al unísono, como el rastro de una ecuación borrada de una pizarra.

Intrigado, pasó al segundo capítulo, que parecía requerir más que números. Había nombres, fechas, incluso retratos de ancianos de más de 110 años. Uno de ellos era su tía Justina, quien a sus 114 años no solo seguía viva, sino que insistía en hornear pasteles imposibles: tartas de sabores que no existían en este mundo. Según el libro, esas personas eran errores estadísticos, individuos que, al exceder la edad razonable de la muerte, escapaban de las leyes de la entropía. Justina, decían las ecuaciones, ya no podía morir.

Rodolfo, poseído por la fiebre de lo irreal, fue a visitarla. Justina estaba horneando una tarta de «olor azul». Le habló del libro, pero ella solo reía:

—¿Morirme? ¡Si ya me he olvidado cómo hacerlo! —dijo mientras giraba sobre sus pies en un extraño vals, su sombra proyectando formas geométricas imposibles.

De vuelta en casa, Rodolfo decidió combinar los capítulos: dividir el tiempo de Justina en tres partes iguales, como si fuera la criatura trina. Escribió febrilmente en las páginas del manuscrito, y de repente todo el universo pareció quebrarse.

El tiempo se plegó y él despertó en el cuerpo de un anciano de 117 años. Pero no podía moverse. Frente a él, un Rodolfo joven leía el manuscrito, buscando la forma de dividir su vida. Al final, y demasiado tarde, terminó por darse cuenta: él era Justina, como siempre había sido.

domingo, 19 de enero de 2025

Una historia común y corriente en el espejo


CRUZ:

ÉL

A veces la miro mientras duerme. No porque sienta ternura, ni porque quiera tocarle el rostro como antes, cuando mi amor era urgente y excitante. La miro porque en su rostro dormido hay una calma que no encuentro en el mío, un vacío que envidio. Me pregunto si será feliz en esos sueños que se le escapan al amanecer.

El desayuno es mecánico. Nos cruzamos en la cocina como dos engranajes que giran en la misma máquina, pero que nunca llegan a rozarse. Le digo que tengo una reunión temprano, que me esperan en la oficina. Ella asiente, ni siquiera pregunta. Pienso que debería inventar una excusa más convincente, pero parece que ya no importa.

Conduzco sin rumbo, esquivo autopistas y elijo caminos largos, carreteras secundarias donde no hay prisa. Me detengo en una estación de servicio, compro un café y un sándwich que dejo a medio comer. La radio suena de fondo, desgranando noticias que nada me importan y que solo sirven para tapar el silencio. Hoy me pregunto si ella sabe que estoy huyendo. Si sospecha que esas reuniones urgentes no existen, si imagina mis horas vacías sentado en un banco frente al mar mirando el horizonte.

La verdad es que no sé qué quiero. La quiero, sí, pero ¿de qué sirve querer sin esa chispa que lo encendía todo? Quererla no basta, no me basta a mí.

ELLA

Los sábados por la mañana son los peores. Lo veo salir temprano, con esa misma mirada cansada que lleva desde hace meses. Nunca me dice exactamente a dónde va, y yo no pregunto. No porque no quiera saber, sino porque temo la respuesta.

Paso las primeras horas del día limpiando la casa, ordenando cosas que ya estaban ordenadas. Me entretengo con pequeños rituales: regar las plantas, doblar la ropa. A veces me detengo frente al espejo del pasillo y me miro fijamente, buscando algo en mi propio reflejo. ¿Sigo siendo la misma? ¿La mujer de la que él se enamoró? No estoy segura.

A mediodía me preparo un café y me siento junto a la ventana. Afuera, la vida sigue su curso: una pareja pasea de la mano, un niño corre detrás de un balón, un perro ladra. Yo miro todo como si fuera una espectadora en una obra que no me incluye.

Hace tiempo que dejé de esperar que las cosas cambiaran. Tal vez también estoy huyendo, pero no tengo carreteras, ni estaciones de servicio. Mi huida es más sutil: el libro que leo para perderme en otras vidas, el teléfono que reviso buscando mensajes que no llegan.

Lo quiero, pero esa palabra se siente pequeña, insuficiente. A veces me pregunto si él también siente este vacío, si sabe que hace meses, quizás años, vivimos juntos pero en mundos distintos.

ÉL

Hoy volví tarde, más tarde de lo habitual. Al entrar, noté la casa más silenciosa de lo normal. Me quité los zapatos en la entrada, intentando no hacer ruido, aunque no sé por qué. Ella estaba en el salón, con las piernas cruzadas, leyendo.

Le dije “hola” en voz baja, y ella me respondió con una sonrisa ligera, casi automática. Me senté frente a ella, pero no dijimos nada. Quise preguntarle por su día, hacer un comentario banal sobre el libro que estaba leyendo. Sin embargo, las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta, como si no fueran bienvenidas en ese silencio cómodo y extraño que nos envolvía.

ELLA

Cuando lo vi entrar esta noche, algo en su mirada me pareció diferente. No supe qué era, pero me detuve un momento en su rostro, buscando un rastro de aquel hombre que solía abrazarme sin motivo, que reía conmigo hasta que nos saltaban las lágrimas de puro regocijo.

Quise decirle algo. Preguntarle si estaba bien, si necesitaba algo. Pero el espacio entre nosotros dibujaba un abismo imposible de cruzar. En lugar de eso, volví la vista al libro que tenía entre las manos, aunque no estaba leyendo realmente.

Nos quedamos así un rato, como si el salón fuera un cuadro congelado: dos figuras en el mismo lienzo, sin tocarse.

EPÍLOGO (AMBOS)

Nos acostamos en silencio, como siempre. La habitación está a oscuras, y entre los dos cuerpos hay un espacio vacío, invisible, que pesa más que cualquier palabra.

Ella no duerme. Lo sé porque su respiración no ha cambiado. Yo tampoco puedo dormir. Me doy la vuelta hacia la pared, y escucho cómo el despertador en la mesilla marca los segundos, como si quisiera recordarnos que el tiempo no se detiene, aunque nosotros sí lo hayamos hecho.

Cada uno tiene una pregunta que no se atreve a formular. Cada uno guarda un secreto que el otro intuye, pero que prefiere no confirmar.

En algún rincón de la noche, nuestras mentes se cruzan en un punto imposible, como dos líneas paralelas que se encuentran solo en la imaginación. Pero cuando el amanecer llegue, sabremos que ese instante fugaz se habrá desvanecido, y la distancia seguirá siendo el único idioma que compartimos.


Y CARA

ÉL

Cada mañana me despierto antes que ella, no por obligación, sino por costumbre. Me gusta este momento, cuando la casa está en silencio y el sol apenas insinúa su llegada tras las cortinas. Me quedo un rato mirándola dormir, el ritmo tranquilo de su respiración, los mechones de cabello revueltos sobre la almohada. Es extraño: después de tantos años, aún siento la necesidad de memorizarla, como si temiera que algún día estas imágenes se desdibujen.

Me levanto con cuidado para no despertarla. En la cocina, preparo café, el suyo con leche, el mío solo. El aroma llena la casa, y me gusta imaginar que ella lo percibe aun dormida. Cuando entra en la cocina, con ese andar pausado y descalzo, siempre me sorprendo. ¿Cómo puede alguien parecer tan hermosa con el cabello alborotado y la cara aún marcada por las sábanas?

Le doy su taza y la observo mientras da el primer sorbo. Hay algo en ese gesto cotidiano que me reconforta, como si en esos pequeños rituales estuviera escrita toda nuestra historia.

ELLA

Me despierta el olor del café. Sé que lo prepara cada mañana, antes incluso de que yo abra los ojos, como si quisiera que el día comenzara con algo dulce. Me quedo un rato en la cama, escuchando los ruidos suaves de la casa: el agua corriendo, el crujido del suelo bajo sus pasos. Esos sonidos me dan paz.

Cuando entro en la cocina, lo veo esperándome con mi taza. No importa cuánto tiempo pase, siempre se las arregla para hacerme sentir especial, incluso en los detalles más pequeños. Le doy las gracias con una sonrisa, sé que no hace falta decir nada. Su mirada basta para entender que no lo hace por obligación, sino por sentida voluntad.

A veces me siento culpable de recibir tanto, porque pienso que no devuelvo de la misma manera, poseída por un síndrome del impostor marital, pero él siempre encuentra la forma de hacerme sentir que lo que tenemos es un equilibrio perfecto.

ÉL

Hoy no trabajamos, y eso me alegra de una forma especial. Salimos a caminar por el parque después del desayuno, algo que hacemos cada vez que tenemos un día libre los dos. Me gusta cómo su paso acompasa al mío, cómo su mano busca la mía sin pensarlo.

A medida que paseamos, hablamos de todo y de nada: de los libros que estamos leyendo, de una película que queremos ver, de la exposición a la que iremos la semana que viene. A veces me detengo a mirarla mientras habla, porque hay algo en su entusiasmo que me asombra y obliga a poner los pies en la tierra. Ella no se da cuenta, pero yo me quedo ahí, atrapado en ese momento, pensando en lo afortunado que soy.

Al final de la caminata, siempre encontramos un banco donde sentarnos. Ella saca el libro que lleva en el bolso, y yo simplemente me quedo observando el mundo alrededor, sintiendo cómo el tiempo pierde urgencia mientras estoy a su lado.

ELLA

El parque siempre ha sido nuestro refugio. Me encanta caminar junto a él, hablar de cosas que no tienen importancia, pero que, por alguna razón, siempre nos hacen reír. Hay una conexión en esos momentos que no puedo explicar, como si el mundo desapareciera y solo existiéramos nosotros.

Hoy llevé un libro, pero no he pasado de la primera página. Lo miro de reojo mientras él observa a las palomas. Tiene esa expresión serena que me enamoró desde el principio, como si estuviera en paz con todo. Es extraño, pero aun después de tantos años juntos, siento mariposas en el estómago cuando lo veo así.

ÉL

Por la tarde, volvemos a casa. Ella insiste en preparar la cena, aunque le he dicho que puedo hacerlo yo. Al final, terminamos cocinando juntos. Nos movemos en la cocina como si fuera un baile que conocemos de memoria: yo corto las verduras, ella mezcla las especias. 

Cuando la cena está lista, encendemos unas velas en la mesa. No necesitamos ocasiones especiales para celebrar; sin buscarlo, hacemos que cada día sea extraordinario cuando estamos juntos.

ELLA

Después de cenar, él insiste en lavar los platos. Me siento en el sofá y pongo música. Lo escucho tararear mientras le oigo cacharrear en la cocina y no puedo evitar sonreír.

Cuando termina, se sienta a mi lado, y yo apoyo mi cabeza en su hombro. Es un gesto simple, pero tiene un peso que me llena de tranquilidad. Hablamos un rato más, sobre cosas pequeñas y sobre sueños grandes. Le digo que quiero viajar, conocer lugares nuevos, y él asiente, como siempre, dispuesto a acompañarme.

ÉL

Nos acostamos tarde esa noche. En la cama, ella se queda dormida casi de inmediato, como siempre que llega cansada. Yo, en cambio, me quedo despierto unos minutos más, mirándola. Sé que esto puede parecer cursi o exagerado, pero no me importa. Para mí, cada día con ella es un recordatorio de lo afortunado que soy.

ELLA

Mientras duermo, creo sentir su mirada, esa que siempre me ha hecho sentir la mujer más amada del mundo. No lo sé con certeza, pero algo en mi interior me dice que él nunca dejará de mirarme así, incluso cuando los años tiñan de blanco nuestras cabezas y nos cubran con su peso.

EPÍLOGO (AMBOS)

Estamos lejos de ser perfectos. Hay días en los que discutimos, en los que el cansancio pesa más que el amor. Pero siempre volvemos al centro, a ese punto donde nuestros silencios son cómodos y nuestras palabras sinceras.

No sabemos qué nos depara el futuro; aun así, tampoco importa. Lo único cierto es que, mientras estemos juntos, cada día será un comienzo.

domingo, 12 de enero de 2025

Alphainfluenzavirus y servidor

 

Entre los últimos días de diciembre pasado y los primeros de este año, pasé una incómoda gripe A en casa. Echándole memoria y ganas de convertirlo en una narración medianamente pasable, aquí va, con muchas licencias, el relato de esos días.

Día 1: El contagio latente.

En el interior del avión, el aire que circulaba se transformó en un río invisible formado por partículas contagiosas suspendidas. La mujer, sin la prevención de usar mascarilla, tosía como si quisiera escapar de su alma. Yo respiraba de forma contenida, deseando fervientemente que los sistemas de renovación del aire y sus filtros alejasen de mí, lo que sabía no traería nada bueno en los próximos días. Horas después, un leve cosquilleo en la garganta se manifestó: la primera señal del mal. En mi cerebro, anidaba, despertada por la más mínima molestia, la sensación de malestar, la incomodidad amorfa.

Día 2: La entrada al laberinto.

La garganta era ya una franja áspera, áspera como papel de lija. Las piernas y la espalda dolían levemente, como si las vértebras se hubiesen oxidado durante la noche. Los brazos pesaban: subirlos, solo para levantar la taza del desayuno, parecía un desafío titánico. Entre doloridos sueños y el borracho cansancio, ampliándose como una sombra mental, imperaba la certeza de que todos los movimientos eran inútiles.

Día 3: El golpe de tambor.

La cabeza latía al ritmo de un tambor antiguo; cada latido de ruido en el mundo aumentaba la intensidad del dolor. La luz y el ruido se volvían feroces enemigos. El pecho sonaba hueco, forzándolo a inhalar y exhalar ruidosamente, como dentro de una caverna donde se escuchaba un eco de tos seca. La nariz, convertida en una barrera, me obligaba a inhalar por la boca, dejándole una sequedad abrasadora. Como si de un cuerpo extraño dentro de sí mismo, me sentía como una máquina decrépita. El hambre y la sed me abandonaron, dejando atrás un absurdo vacío.

Día 4: el pantano.

La fatiga y debilidad se convierten en un barro invisible que me engulle. Mi cuerpo entero está atascado en el lodo; cualquier intento de moverse me hunde más. Mi nariz gotea con la misma densa y pegajosa congestión de antes, como si alguien hubiera rellenado mi cráneo con cera tibia. La mente flota, divagando en fragmentos: los aviones, cielos grises y la mujer que tose se convierten en recuerdos que despiertan la rabia. Me deslizo más profundamente en la cama y el tiempo se desvanece.

Día 5: la cuerda rota.

El dolor muscular disminuye para dar paso a una sensación de vacío: mis extremidades son meramente apéndices inútiles de algo inerte. La tos, ahora productiva, trae consigo un eco de metal oxidado y aire espeso. Me arde la garganta al tragar; el agua no sabe a nada, y la comida, a polvo. El malestar general no es más físico, sino existencial: nada significa nada, y cada pensamiento se pierde en una apatía sin fin.

Día 6: la lenta retirada.

El dolor de cabeza disminuye, se convierte en un zumbido lejano mientras siento cómo un enjambre emigra desde mi cráneo. Mis piernas débiles comienzan a responder al impulso de moverme. La congestión nasal disminuye, dejando solo rastros de molestia. Pero mi mente todavía siente que es atardecer todo el día; mi ánimo es igual de sombrío que el de mi nariz hace un par de días. Me bulle el estómago, el primer hambre regresa, pero es tan efímera como una tenue ráfaga de viento.

Día 7: La última neblina.

La tos persista, si bien ahora es apenas un eco de los días precedentes, un perenne recuerdo que se niega a desaparecer. La garganta sigue seca, aunque mucho menos irritada, y eso parece ser el principio del fin. Percibo más liviano el cuerpo, aunque la fatiga sigue siendo un fantasma que no quiere salir de esa casa de carne y hueso. El mundo exterior, observado a través de la ventana, parece al fin algo alcanzable. El espejo muestra la sombra de alguien que sobrevivió a una incruenta y lenta batalla: ¿el fin está cerca? La fatiga mental es un huésped obstinado.

Día 8: El aire fresco.

La enfermedad, al fin, desaparece como un sueño febril, una pesadilla que deja rastros borrosos en la memoria. La tos es un eco distante, la congestión es historia antigua. Pero la mente definitivamente mantiene el eco de la apatía, arrastrada por ocho días de inmovilidad y auto conmiseración perpetua. Respiro hondo, sacudo la cabeza y salgo al aire fresco. La pregunta absurda y silenciosa se quedará flotando en el aire: ¿quién era antes de esta montaña rusa?

Y una reflexión:

El pensamiento mágico gobierna el día a día de muchos de nosotros, por ello, durante la pandemia de COVID surgió enseguida aquella monumental chorrada del «saldremos mejores». Los sociópatas siguen siendo sociópatas, tal cual, y muchos de los otros no aprendieron una simple mierda.

domingo, 5 de enero de 2025

¿Una vida?

Nació Ernesto Ramírez un martes de noviembre, bajo un cielo gris que parecía presagiar su destino. No lloró al nacer; simplemente abrió los ojos con una indiferencia propia de quien no encuentra en el mundo nada que temer ni desear. Fue el tercer hijo de una familia que entendía la vida como una lista de obligaciones: ir a misa los domingos, saludar a los vecinos con sonrisa medida, comer siempre a la misma hora. Desde pequeño, Ernesto aprendió que las respuestas correctas eran siempre las que complacían a los demás. En la escuela, sus cuadernos estaban limpios, su letra era ordenada, pero carecía de esa chispa que hace que una palabra trascienda la página. Nunca hizo preguntas que incomodaran a los maestros ni comentarios que lo señalaran como diferente.

A los diez años, un compañero de clase le preguntó qué quería ser cuando fuera mayor. Ernesto respondió lo primero que había oído de boca de su padre: «Un hombre de bien». La frase, carente de sustancia, le funcionó de escudo durante toda su infancia. Mientras otros niños soñaban con aventuras, astronautas o revoluciones, Ernesto se deslizaba por los pasillos de la vida como una sombra, siempre alineado con el gris de las paredes.

En la adolescencia, adoptó los gustos que marcaban las modas del momento, como quien se pone un uniforme para no desentonar en un desfile. Escuchaba canciones que no le provocaban emoción alguna y veía películas cuyos argumentos olvidaba al instante. Cuando llegó el turno de enamorarse, eligió a Elena, una muchacha sin grandes pretensiones, porque su madre opinó que era «de buena familia». La cortejó con frases extraídas de novelas románticas que jamás había leído y, tras un noviazgo tan rutinario como un horario de trenes, se casaron bajo el mismo cielo gris de noviembre que había marcado su nacimiento.

El matrimonio fue una danza meticulosa de roles predeterminados. Compraron una casa en las afueras, decorada con muebles elegidos por recomendación de revistas y amigos. Los hijos llegaron, dos, niño y niña, como dictaba el consenso general. Ernesto los moldeó con la misma precisión con que uno talla figuras en arcilla blanda: no permitiéndoles preguntas difíciles ni gustos extravagantes. «La vida no es para sobresalir», les repetía, «es para encajar».

Su carrera fue un ejemplo de eficiencia sin brillo. En la oficina, Ernesto era el empleado perfecto: puntual, obediente, incapaz de una idea original. Ascendió lentamente, no por mérito, sino porque nunca dio problemas ni provocó conflictos. Sus superiores confiaban en él para tareas monótonas que requerían diligencia, no creatividad. Si alguna vez se sintió frustrado, lo enterró tan profundamente que ni él mismo pudo recordarlo o sentirlo después.

A los 50 años, durante una cena con compañeros de trabajo, alguien le preguntó qué lo hacía feliz. Ernesto, sorprendido, no supo qué responder. La pregunta lo persiguió durante semanas, pero no porque quisiera buscar una respuesta, sino porque temía que su silencio hubiera revelado algo impropio. Finalmente, olvidó el incidente, como siempre olvidaba cualquier cosa que amenazara con romper la frágil superficialidad de su vida.

El tiempo pasó. Sus hijos crecieron y siguieron el mismo camino: trabajos estables, matrimonios cómodos, vidas desprovistas de color. Ernesto se jubiló un martes, como había nacido. Se le entregó un reloj de oro con una inscripción genérica y un aplauso discreto. Nadie lloró al verlo irse; nadie preguntó qué haría con su tiempo libre. En casa, continuó sus días viendo televisión, leyendo el periódico y ajustándose al horario que marcaban las comidas, los informativos y las visitas a los médicos.

Un día, sin previo aviso, Ernesto sintió un dolor en el pecho. Supo, con la certeza mecánica de quien ha leído los síntomas en un folleto médico, que se moría. Al acostarse en la cama del hospital, miró a su alrededor: Elena estaba allí, los hijos también, pero sus rostros eran como espejos vacíos, reflejando la misma ausencia de emoción que él había enseñado. Nadie lloraba. Nadie hablaba.

En su último aliento, Ernesto pensó en la vida como una habitación blanca: sin muebles, sin ventanas, sin puertas. Recordó las pocas veces que su corazón había latido con algo parecido al deseo: un dibujo que destruyó de niño porque no se ajustaba al modelo de perfección; un paseo solitario bajo la lluvia en que había sentido, por un instante, el anhelo de perderse; una mujer distinta a Elena que alguna vez le había sonreído en el metro. Todas esas imágenes pasaron frente a él como sombras, demasiado fugaces para detenerse a contemplarlas.

Cuando murió, no dejó huella. Ni un libro, ni una idea, ni un recuerdo vibrante en la mente de sus seres queridos. Sus hijos, fieles a su educación, organizaron un funeral discreto, sin grandes discursos ni muestras de emoción. La casa se vació rápidamente; sus objetos personales fueron repartidos o tirados sin ceremonia. En pocos meses, Ernesto dejó de ser mencionado, como si nunca hubiera existido.

En el cementerio, su lápida decía únicamente:

El cielo gris, eterno y ajeno, no pareció notar su ausencia.