La estación de tren era un lugar de espectros vestidos de terciopelo negro, cargados con maletas de un peso innombrable. Cada rincón del andén vibraba con un rumor como de abejas atrapadas en botellas. Era una mañana gris de 1923, el humo de las máquinas se enroscaba con pereza entre los pilares de hierro, pero nadie allí parecía notar el frío, ni la hora, ni siquiera el paso lento del tiempo. Sólo existía el control de billetes, a cargo de un hombre alto, enjuto, de ojos pequeños y brillantes como vidrio roto.
Minosse, le llamaban. Aunque muchos pensaban que se trataba de un apodo, otros juraban que era su nombre de nacimiento. Siempre estaba ahí, con su libreta de piel cuarteada y un lápiz gastado, anotando, verificando, susurrando. Parecía conocer de memoria cada nombre, cada rostro que aparecía frente a él y nadie podía tomar asiento en un vagón sin pasar por sus ojos fríos y aquella voz que arañaba las paredes. “Destino final, por favor,” pedía sin una pizca de humanidad, y los pasajeros, bajo el peso de esas palabras, parecían envejecer en un instante.
Un niño intentó entrar al primer vagón, aquel donde se decía iban los afortunados, los que viajaban sin cargas ni angustias visibles. Minosse apenas lo miró antes de murmurar, con tono de sentencia, “Ése no es tu lugar. Sigue adelante.” Al niño lo arrastraron dos figuras vestidas con trajes impecables hasta el siguiente vagón, donde rostros rígidos y ojos hundidos dormitaban entre relojes sin manecillas. Se decía que quienes subían allí vivían atrapados en un instante suspendido, sin llegar nunca a despertar del todo, sin caer nunca en el sueño.
Las puertas se cerraron tras el niño y entonces Minosse volvió a tomar nota, tachándolo con deliberada lentitud en su lista. Un hombre con un sombrero desaliñado lo miraba con terror y cuando llegó su turno, apenas podía sostener el billete que temblaba entre sus dedos. Era un hombre de buenos modales, ex banquero caído en desgracia, alguien que alguna vez sostuvo el mundo en la palma de la mano y que, ahora, en algún rincón de su conciencia, sospechaba que ese tren no tenía fin ni destino.
—¿Al menos, a qué velocidad vamos? —se atrevió a preguntar, creyendo que tal vez así podría medir su propia condena.
Minosse levantó la vista lentamente y su mirada le heló hasta la médula.
—Depende de ti, pero nunca lo suficientemente rápido para olvidar ni lo suficientemente lento para arrepentirse.
Y sin más, lo asignó al vagón tercero, donde hombres y mujeres de mirada vacía permanecían eternamente ocupados en cuentas sin sentido, en el lamento de sus errores, revisando documentos antiguos que parecían perderse en un laberinto de cifras y detalles que nadie entendería jamás.
Los vagones se extendían sin fin, uno tras otro, cada uno más sombrío y árido que el anterior. Había uno en particular, el cuarto, en el que los pasajeros parecían acurrucarse como insectos bajo un peso invisible. En este vagón, el aire era espeso y los viajeros escuchaban constantemente sus propios pensamientos amplificados, sus deseos desbordándose como voces insidiosas que nunca se callaban. Gritos mudos, miradas torcidas, recuerdos que se repetían con la precisión de una maquinaria infernal. Nadie escapaba de sí mismo allí, y, aunque algunos lo intentaron, ninguno sobrevivió al propio eco de sus pensamientos.
El tren continuaba su marcha lenta pero imparable. En los vagones traseros, ya sin luces, otros viajaban en una oscuridad tan densa que parecía tener cuerpo. Allí se veían sombras que no pertenecían a ningún ser vivo, meras siluetas de lo que alguna vez fueron, atrapadas en algún error insondable, en culpas que no se borraban. Desde la ventanilla, si uno se atrevía a mirar, se percibían apenas reflejos que nunca coincidían con el rostro del que miraba. Alguien murmuró alguna vez que, al final del viaje, los reflejos abandonaban el tren, quedando libres mientras los cuerpos seguían atrapados en él para siempre.
Minosse hacía su ronda incesante, entrando y saliendo de cada vagón, cuidando de que nadie abandonara el lugar que le había sido asignado. Jamás mostraba una pizca de compasión o duda; era un juicio ambulante que jamás se permitía cambiar de veredicto.
Hubo quienes trataron de sobornarlo, algunos con dinero, otros con lágrimas, y unos pocos con promesas de secretos imposibles, pero Minosse los observaba como quien mira una piedra en la carretera. «Lo que ofrecen no tiene aquí valor alguno», decía, con una sonrisa helada, dibujada en los labios.
Y así, el tren continuaba su camino, en algún lugar que solo Minosse conocía, bordeando paisajes cambiantes de ciudades desiertas, bosques de árboles muertos, mares de humo. Los pasajeros, inmersos cada uno en su particular vagón, comenzaron a perder noción del tiempo, como si las estaciones del año ya no existieran, como si el reloj interno de cada uno se hubiese detenido en el momento exacto en que Minosse les señaló su sitio.
Una mañana, un hombre nuevo abordó el tren en medio de un silencio espeso. Era un hombre ordinario, sin secretos ni crímenes evidentes, pero Minosse lo miró y supo, como siempre, dónde colocarlo. Lo dirigió al último vagón, donde el vacío era absoluto, y el hombre, al tomar asiento, sintió un escalofrío helado en el pecho. Allí, solo en la oscuridad, oyó por primera vez el sonido de un latido, profundo, inhumano, acompasado como el tic-tac de un reloj antiguo. Y comprendió, sin que nadie se lo explicara, que aquel tren nunca se detendría.