domingo, 29 de diciembre de 2024

Las seis llamadas

(Parte 1)

La lluvia, aquel día, no caía; más bien, reptaba por los cristales, dibujando caminos erráticos que parecían burlarse de la lógica. Estaba sentado en el rincón más oscuro de mi apartamento, ese donde la lámpara arrojaba su luz con desgana, como si también ella estuviera cansada de mis días grises. Tenía 25 años, aunque a veces sentía que mis huesos pertenecían a un tiempo más antiguo, cargado de polvo y derrotas.

El teléfono quebró el silencio con un timbre áspero, como un cuchillo atravesando un lienzo. Descolgué sin esperanza, esperando la trivialidad que suele traer consigo el sonido del mundo. Pero no. Del otro lado, una voz de terciopelo y certeza me habló:

—Hola, soy Laura, de la editorial Lumen. Hemos leído tus relatos y queremos publicarlos.

Mis pensamientos se detuvieron, suspendidos como insectos atrapados en ámbar. Las palabras resonaban, pero su significado se negaba a asentarse. Publicar, mis relatos... ¿cómo podía eso ser real? Laura continuó, describiendo cómo habían tropezado con mi blog y cómo mi voz, según ella, merecía llegar a más personas.

El teléfono se convirtió en un puente, en un túnel que conectaba mi tedio con algo luminoso e imposible. Colgué en estado de estupor, como quien despierta de un sueño demasiado vívido. Esa tarde, la lluvia dejó de ser solo agua; se volvió una ovación sutil.

Abandoné la oficina donde mi alma había estado encadenada y me sumergí en la escritura. Pasaba días enteros construyendo mundos en cuadernos ajados, y mis dedos tiñendo el papel de un frenesí inesperado. Mis primeros libros fueron tímidos ecos, pero suficientes para alimentar mi hambre de significado. Y con el tiempo, el rumor de mi nombre creció, colándose en círculos literarios que antes solo soñaba.

Años después, otra llamada vino a romper el silencio. Esta vez, el timbre era más irónico, un chasquido burlón. Contesté, rodeado de estanterías repletas de libros, testigos de mi evolución.

—Buenos días —dijo una voz plana—. Le llamo de Plus Ultra Seguros. ¿Está satisfecho con su compañía actual?

Sonreí, porque solo el absurdo podía contestar a tanto vacío.

—No mucho, para ser honesto. Ninguna póliza puede cubrir los riesgos de estar vivo.

El silencio que siguió fue un lienzo, una pausa cargada de posibilidades. Al final, la operadora, en un gesto inesperado, abandonó su guion y tuvimos una conversación sincera. Estudiaba trabajo social, me dijo, y esta llamada era solo un peaje que tenía que pagar en su camino. La conversación se transformó en algo humano, tangible, como si dos desconocidos compartieran un paraguas en medio de la tormenta.

Cuando colgué, algo en mí se había ablandado. Tal vez la magia estaba en las cosas pequeñas, en las grietas por donde se filtra la luz.

Y luego llegó la tercera llamada. Eran las tres de la madrugada cuando el teléfono, ese oráculo insomne, decidió hablar de nuevo. Desperté con el corazón martillando, la cabeza envuelta en un velo de sueños mal tejidos.

—Hola, cariño —dijo una voz imposible. Era mi madre.

Mi pecho se contrajo, el aire se hizo un lujo inalcanzable. Ella había muerto hacía años, pero allí estaba, su voz tan viva como los susurros del viento.

—Mamá...

—Siempre estoy contigo —respondió con ternura.

La conversación flotó en un espacio ajeno al tiempo. Me habló de lucha, de miedo, y de cómo cada paso, por insignificante que pareciera, era un acto de amor hacia el mundo. Sus palabras eran un bálsamo, pero también una despedida.

Cuando la acabó la llamada, el silencio que quedó fue monumental. Miré el registro de llamadas; no había nada, solo el eco de algo que trascendía lo tangible.

Esa noche no dormí. La ciudad se extendía más allá de mi ventana, un océano de luces y sombras que respiraba en su indiferencia. Me prometí que mis palabras tendrían un peso, una resonancia. Escribiría no solo para mí, sino para tocar las vidas que pudieran cruzarse con las mías.

(Parte 2)

El teléfono volvió a sonar años después, esta vez trayendo no promesas, sino ruinas. Tenía 35 años y una vida que, vista desde fuera, parecía un éxito perfecto. Pero al otro lado, Marcos, mi gestor de patrimonio personal del banco, con voz de mármol, anunció que mis inversiones se habían volatilizado, arrastrándome con ellas.

Colgué, no sabiendo si reír o llorar. El suelo que había construido con tanto esfuerzo se deshacía bajo mis pies. Mis días se llenaron de sombras y palabras que no llegaban. Cada página era un campo estéril, y el mundo se volvió ajeno.

Otra llamada, meses después, me encontró en la penumbra de mi casa casi vacía. Era otra operadora, con ofertas vacías y un entusiasmo aprendido. Pero ya no tenía fuerzas ni para el sarcasmo.

—Nadie puede asegurarme contra las pérdidas que realmente importan —dije, y colgué.

El teléfono dejó de ser un aliado; se convirtió en un enemigo, un recordatorio de todo lo que se desmoronaba.

Hasta que una noche, la última llamada llegó. Mi madre de nuevo, pero esta vez su voz no traía consuelo.

—Nada saldrá bien —sentenció, helando mi sangre.

Colgué antes de que pudiera decir más, pero sus palabras quedaron tatuadas en mi mente. Esa noche, el vacío fue absoluto.

Sin embargo, la vida, caprichosa y obstinada, tiene formas extrañas de responder. Una tarde, en el parque, una anciana desconocida me recordó, con unas pocas palabras, que la lucha no era en vano. Volví a escribir, primero con timidez, luego con fervor.

Las seis llamadas fueron puntos de inflexión o heridas que también eran puertas. La vida, pensé, no es un cúmulo de éxitos o fracasos, sino el arte de responder al eco de las cosas que no podemos controlar. Y mientras mi pluma siga trazando líneas, tal vez aún haya algo por descubrir.


domingo, 22 de diciembre de 2024

No sé cómo explicarte que debes preocuparte por los demás


En 2020, durante aquellos días de encierro, cuando el mundo parecía desmoronarse tras las ventanas cerradas, intenté hablar con otros en mi situación sobre lo esencial, lo que nos define como humanos: el peso de vivir en sociedad. Pero a menudo, me encontraba con un muro. Un vacío frío. ¿Cómo explicarle a alguien por qué debería importarle lo que sucede más allá de su piel?

Acepto pagar más por los alimentos si eso asegura que quien los prepara pueda alimentar a su propia familia. No me importa entregar una parte de lo que gano para financiar escuelas y hospitales, incluso si a veces uso servicios privados. Porque creo que la dignidad no debería ser un privilegio. Si eso te parece absurdo, vivimos en planos de la realidad diferentes, separados por un abismo de valores irreconciliables.

La pobreza no debería ser una condena en un mundo donde los recursos existen, pero ¿cómo hablar de justicia con alguien que ni siquiera puede imaginar la necesidad ajena? Hay cosas que no se pueden explicar. La empatía no es un concepto que se argumenta; se siente o no. Y cuando esa indiferencia se convierte en bandera, en discurso político que aplaude la desigualdad y la protección exclusiva de lo propio como si fuera un mérito, el diálogo se vuelve no solo inútil, sino un doloroso ejercicio de desgaste.

A veces intento apoyarme en razones prácticas: mejores salarios, educación para todos, acceso universal a la salud. Son pilares que sostienen a cualquier sociedad que aspire a prosperar. Pero si la simple idea de que nadie pase hambre, de que cualquiera pueda aprender o sanar, no significa nada para ti, no tengo más argumentos, ni palabras que añadir. El monólogo al vacío no es para lo que estoy hecho.

Esa actitud de «yo estoy bien, lo demás no me importa» es una infección que lleva siglos carcomiendo nuestras sociedades, aunque ahora la vemos más nítida, amplificada por el eco despiadado de las redes. No obstante, siempre estuvo ahí, agazapada y, en algunos momentos, tímidamente disimulada. 

Sé que no deseo destinar energía para convencer a quien no quiere escuchar, a quien celebra la indiferencia y el egoísmo social como si fuera fortaleza. He aprendido que no todo muro merece ser escalado. Y a veces, el acto de inteligencia más grande es guardar silencio y seguir caminando, con la esperanza de que, en algún rincón del futuro, alguien más entienda lo que nosotros no pudimos decir.

domingo, 15 de diciembre de 2024

El eco de la última súplica

Aquella noche, sentí que mis pies cruzaban el umbral de una catedral invisible. El aire era pesado, denso, como si estuviera hecho de cenizas y plegarias suspendidas. Apenas el primer acorde rozó mi piel, comprendí que no había llegado ahí por casualidad. Algo más, algo profundo y antiguo, me había llamado.

Introitus: et lux perpetua luceat eis

El aire era una ceniza lenta flotando en un salón de espejos rotos. Cada fragmento reflejaba una pupila distinta, un ojo que ya no me pertenecía. El primer susurro de las voces me hizo cerrar los ojos. No eran palabras lo que escuchaba, sino un lenguaje más antiguo que el tiempo, una súplica que parecía surgir desde dentro de mí. «Dales descanso», decían, pero también era mi propio anhelo de reposo, de soltar el peso que llevaba en los hombros y que nadie parecía ver. El sonido no era un consuelo, sino una mano firme que me obligaba a mirar hacia el abismo.

Cuando las notas comenzaron a enredarse en un torbellino de voces, supe que no habría escapatoria. Era como si el suelo temblara bajo mis pies; cada giro de la música desenterraba en mí algo olvidado. Rostros, momentos, errores. Todo giraba en torno a un clamor único: «Ten piedad». Lo gritaban las voces, lo gritaba yo, sin atreverme a abrir la boca.

En la penumbra, mis manos se hundían en un mantel de terciopelo negro. Estaba sola, o tal vez no; la soledad siempre lleva consigo un eco. Mi pecho, una caverna donde resonaban los tambores de un juicio interminable. ¿Quién era el juez? ¿Quién el condenado?

Kyrie eleison. Christe eleison. Kyrie eleison.

Cada paso que daba sobre aquel terreno quebraba el mundo. Las raíces de los árboles se alzaban como manos esqueléticas, y un viento seco me arrancaba trozos de piel, llevándose también las memorias adheridas a ella. Quedé reducida a un alma desnuda, vulnerable y traslúcida. Fue entonces cuando los vi: un desfile de figuras sin rostro, con cuerpos hechos de humo, cargando cálices dorados.

Y luego llegó el fuego. Sentí que las llamas del juicio acariciaban mi piel, pero no eran solo castigo; había belleza en el horror, una belleza que me dejaba sin aliento. Era un incendio de todo lo que creía ser, dejando solo cenizas que, al mismo tiempo, brillaban como brasas vivas. Las trompetas parecían anunciar que todo había terminado, y a la vez, que algo nuevo comenzaba.

Confutatis maledictis, flammis acribus addictis.

El desfile avanzaba hacia un abismo que palpitaba como un corazón vivo. Me invitaron a seguirlos, y yo, presa del vértigo, obedecí. Caminé hasta el borde, donde las llamas se mezclaban con un río de cera derretida. Lacrimosa dies illa. Allí estaban mis recuerdos, encapsulados en burbujas que estallaban al contacto con el fuego. Cada estallido liberaba un grito.

Entonces, un murmullo más suave, un canto que no juzgaba ni exigía. «Recuerda», decían las voces, como si lo único que pudieran ofrecerme fuera la memoria. Recordar, no solo los dolores, sino también los instantes de ternura, las veces que amé sin miedo. Sentí que la música me hablaba como lo haría una madre: severa y amorosa, con una mano que acaricia mientras la otra señala el camino.

La luz llegó al final, pero no fue un estallido glorioso. Era un resplandor tenue, como la promesa del amanecer en medio de la noche más oscura. Las voces repetían sus súplicas, pero ya no había desesperación en ellas. Habían aceptado el destino, no con resignación, sino con la certeza de que en la oscuridad también hay una forma de verdad.

El fuego cesó. La figura en llamas se desintegró en polvo, y del abismo surgió un árbol, sus ramas cargadas de frutos que brillaban como ojos. Me levanté, más liviana que antes, con la certeza de que, aunque había perdido algo, lo que quedaba era suficiente.

Cuando la última nota se desvaneció, sentí que mi respiración estaba sincronizada con el silencio que la seguía. Miré a mi alrededor, y aunque estaba rodeado de otras almas, me sentí solo, pero no de un modo triste. Era una soledad sagrada, como si al fin hubiera encontrado algo en mí que no necesitaba de nadie más.

Caminé de regreso a casa con la sensación de haber estado en otro mundo, en un lugar donde el dolor, el miedo y la esperanza se entrelazan para formar algo irrepetible. Esa noche no dormí. No podía. El eco seguía vivo en mi pecho, como si cada latido fuera otra nota de aquella música que, sin pretenderlo, había despertado algo en mí que ya no podría acallar.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Botones, relojes y bolsillos: el legado cultural en los rituales diarios

Los detalles nimios de cada día nos recuerdan que la historia no solo es un álbum de batallas o inventos. Se cuela en los recovecos del vestir, de la mesa, de los gestos que hacemos sin pensar. Ahí está, por ejemplo, la diferencia silenciosa de los botones en las camisas, en cómo una chaqueta de hombre se abotona al lado derecho y una de mujer, al izquierdo. Este capricho, inofensivo y anacrónico, fue esculpido en tiempos de espadas y caballos, donde un hombre debía poder desenvainar con la diestra y una mujer, acaso en sus fantasías ecuestres, debía sujetarse el vestido mientras montaba de lado. ¿Qué nos dicen estos detalles? ¿Es una broma histórica o una protesta disimulada de las costumbres?

Imaginemos un espejo mañanero, donde un hombre y una mujer se enfrentan a estos botones ajenos y confusos. Él, sin pensarlo, se abrocha su camisa de la derecha; ella, de la izquierda, en un gesto tan repetido que pierde todo significado. Este pequeño acto, rutinario y automático, no parece importar. Y, sin embargo, ahí está el peso de siglos de rituales y adaptaciones a roles que hoy solo nos resultan curiosos. ¿Cuántas otras cosas en la vida siguen esta misma lógica? Las llaves de los coches giran en sentido contrario al reloj; las cremalleras cierran hacia arriba; los zapatos se atan de derecha a izquierda. Cada uno de estos gestos tiene, escondido en su naturaleza más esencial, un vestigio de tiempos que se nos escapan.

En Occidente, estos detalles se multiplican y fragmentan el día. Pensemos en los bolsillos: en los pantalones masculinos, abundan y son profundos, un refugio de pertenencias; en las prendas femeninas, son un susurro, un engaño, diminutos, a veces falsos, como si el vestido de mujer rechazara la idea de carga y utilidad, como si una mujer debiera flotar, ligera, sin lastres. Así también ocurre con las sillas de las cafeterías, las copas de vino, los nombres de perfumes; cada objeto cotidiano está teñido por una serie de intenciones invisibles, pero persistentes, que acusan antiguas ideas sobre fuerza y fragilidad, acción y espera, espada y telar.

Hasta los relojes parecen haber sido diseñados para dividirnos. A los hombres, se les atribuye el gusto por los grandes relojes de acero, dispositivos que hablan de puntualidad y autoridad, como si cada tic tac fuera una llamada a la conquista de algún propósito desconocido. En cambio, a las mujeres se les asignan relojes delicados, joyas en miniatura, tan ornamentales que el tiempo se vuelve casi decorativo, como si las agujas pudieran detenerse en un punto sin nombre, en algún instante hecho solo para ser contemplado, pero no medido.

Pero estos objetos, estos gestos, no son más que capas en una lasaña cultural que llamamos presente. Las sociedades se han alimentado de estas capas durante siglos, capa sobre capa de simbologías, hasta formar una pasta densa que pocos se atreven a analizar. La cultura occidental es, entonces, una acumulación de estratos infinitos de la historia, donde cada capa se superpone a la anterior y oculta sabores olvidados, guiños a eras en las que éramos otros. Ahora, en cada pequeño gesto, se despliegan estas capas como las hojas de un libro viejo: aquí está el susurro del siglo XVIII, el guiño del Renacimiento, la furia de la industrialización, la ironía de la modernidad.

Y así vivimos, enfundados en camisas de botones confusos, sujetando relojes que hablan con voces arcaicas, cargando una herencia de mil detalles que pesan sin pesar, que importan sin importar.

domingo, 1 de diciembre de 2024

A la sombra de un mundo que fue

No recuerdo con claridad el último día que vi el sol. Sé que era otoño porque los árboles estaban perdiendo sus hojas, pero el aire aún olía a tierra húmeda. Después todo se volvió confuso. Una mañana, tras varios días de ir perdiendo el sol intensidad en el cielo, ya no hubo amanecer. Se había apagado. Nadie sabe cómo ocurrió ni por qué, pero esa fue la última vez que vivimos en un mundo que aún tenía sentido.

Al principio, la gente no quiso creerlo. Parecía absurdo que algo tan fundamental, tan inmenso, pudiera desaparecer de repente. Nos aferramos a la idea de que el sol volvería, que todo era temporal. El gobierno decía que se trataba de un fenómeno atmosférico, una especie de eclipse. Pero los días, o lo que fueran esas horas de una penumbra enfermiza, se alargaban, y con el tiempo comprendimos que no había ninguna explicación, que el sol estaba muerto.

La oscuridad lo envolvía todo. La temperatura cayó rápidamente. La gente intentó sobrevivir como pudo, encendiendo generadores, quemando todo lo que estuviera a mano. Las ciudades, que ya no dormían por la ausencia de ciclos naturales, se convirtieron en un caos. Nosotros tuvimos suerte. Aún teníamos nuestra casa en el campo y algunas provisiones, pero cada día era más difícil mantenerse cálido, más difícil ver, más difícil respirar.

Con el tiempo, el hambre se convirtió en nuestra mayor preocupación. Las reservas de alimentos empezaron a agotarse y salir a buscar más era un suicidio. Mi esposa, Sara, intentaba mantener el ánimo de los niños, pero era imposible ocultarles la verdad. Incluso ellos sabían que estábamos solos, que afuera no había más que oscuridad y muerte. La desesperación empezó a hacer mella en nosotros. Los animales fueron los primeros en desaparecer. No solo por el frío; el hambre los obligó a devorarse entre ellos. Luego, nosotros hicimos lo mismo. Comimos lo que quedaba de nuestras gallinas, nuestras vacas. Un día, Sara sugirió que saliéramos a cazar. La miré en silencio, sin saber qué decir. No había nada que cazar. Solo sombras.

Las noches se volvieron más largas, aunque ya no había forma de distinguirlas de los días. Encendíamos una fogata con lo poco que teníamos y nos sentábamos alrededor, mirando las llamas como si fueran nuestra única conexión con lo que antes había sido el mundo. Afuera, el frío era insoportable, y dentro, las paredes comenzaban a congelarse. Recuerdo una tarde, o lo que debía ser una tarde, en la que los niños dejaron de hablar. Estaban tumbados bajo las mantas, sin moverse, demasiado débiles para hacer algo más. Sara intentaba alimentarlos con lo poco que quedaba, pero ya no querían comer. Solo querían dormir. Nosotros, en cambio, no podíamos permitirnos ese lujo. Sabíamos que dormir significaba morir.

El día en que Sara me confesó que ya no podía más, supe que el final estaba cerca. Me dijo que había pensado en llevarse a los niños con ella. Que no quería que sufrieran más. Al principio, me enfadé. «¡No puedes decir eso!», grité. Pero luego entendí que estaba siendo egoísta. Tal vez lo mejor sería que todos nos fuéramos juntos, en paz. Pero yo no podía. Aún no. Esa misma noche, la encontré llorando en silencio junto a la cama de nuestros hijos. Sus cuerpos pequeños apenas respiraban. Se veía tan frágil, tan rota. La abracé sin decir una palabra. Ella sabía lo que yo pensaba. Sabía que yo nunca me rendiría. Lo había prometido, aunque no hubiera razón alguna para creer que todo mejoraría.

Poco a poco, fuimos quedándonos solos. Los vecinos, aquellos que habían sobrevivido al principio, ya no estaban. Algunos se habían marchado, buscando un milagro en otros lugares. Otros simplemente desaparecieron. La gente no hablaba de ello, pero todos sabíamos lo que pasaba. No había forma de seguir con vida en un mundo sin luz, sin comida, sin esperanza. Los cuerpos comenzaron a acumularse en las calles, en los caminos. Nadie los recogía. A veces, en las pocas ocasiones en las que me aventuraba fuera de nuestra casa, veía las siluetas de aquellos que habían decidido acabar con todo, colgando de los árboles como frutos secos. El aire olía a muerte, a desesperación, pero no había otra opción que seguir adelante.

Sara fue la siguiente en irse. Me desperté una mañana —si es que aún podía llamarse así— y la encontré tendida en el suelo, junto a los niños. Estaban tan quietos, tan fríos. Ya no sentía miedo, ni tristeza, ni rabia. Solo vacío. Ella había cumplido con su promesa y yo no había sido capaz de detenerla. Quizás, en el fondo, lo sabía. Sabía que no podíamos seguir, que este mundo ya no tenía lugar para nosotros. Pero yo seguí. No sé por qué. Tal vez fue el instinto, tal vez la terquedad. Había construido un refugio en el sótano, sellado lo mejor que pude para mantener el frío afuera. Me alimentaba de lo que encontraba, en su mayoría cosas que otros habían dejado atrás en su huida. Conservas, algunas verduras marchitas, incluso carne, si es que podía considerarse como tal. Pero nada podía llenar el vacío que me dejaba la soledad.

Las estaciones ya no existían. Solo había frío, un frío constante que se filtraba en los huesos y hacía que cada día pareciera eterno. Vivir en la oscuridad se había convertido en la norma. A veces olvidaba cómo era la luz del sol, cómo se sentía el calor en la piel. Incluso los recuerdos parecían desvanecerse, como si también estuvieran hechos de sombras.

Hoy me he despertado y siento que algo dentro de mí se ha roto finalmente. Mi cuerpo está demasiado débil, mis manos tiemblan y apenas puedo mantener los ojos abiertos. Creo que ya no me queda nada. He decidido salir por última vez. Caminaré hacia el bosque, el mismo donde solíamos jugar con los niños antes de que todo se volviera negro. Quizá encontraré la paz allí, o quizá simplemente desapareceré, como todos los demás.

domingo, 24 de noviembre de 2024

El valor de escuchar, de tender puentes, es el coraje de entender al otro


Ser de mente abierta ha moldeado mi vida de maneras inesperadas, pero también me ha mostrado un rostro inquietante de la sociedad. Desde siempre, he creído que dialogar con quienes piensan distinto es esencial para crecer, para entender mejor el mundo en toda su complejidad. Pero cuanto más lo hago, más me doy cuenta de que esa disposición a escuchar al otro, lejos de ser admirada, puede convertirse en un arma de doble filo. A veces, el precio de la apertura es el rechazo de aquellos con los que te identificas más o tienes más afinidad.

Recuerdo cuando la información política era algo que consumíamos en privado. Podías leer un periódico, ver las noticias, reflexionar, todo en la intimidad de tu espacio personal. Era un momento de conexión entre tus pensamientos y el mundo. Hoy, esa intimidad parece haber desaparecido. Ahora, lo difícil es evitar que lo que leemos, lo que compartimos y con quién nos relacionamos sea visible para todos. Nos exponemos constantemente y con ello, quedamos vulnerables a los juicios de los demás.

Este cambio me lleva a preguntarme: ¿qué sucede cuando alguien de nuestro círculo, de nuestra «tribu», decide tender un puente hacia las ideas del otro lado? ¿Lo admiramos por su valor, por su capacidad de escuchar? ¿O lo castigamos por atreverse a cruzar una línea que, en estos tiempos, parece infranqueable?

Por mi parte, siempre he sentido una admiración profunda por quienes pueden dejar de lado sus prejuicios para escuchar a los demás. Creo que el simple acto de ser receptivo a las ideas ajenas es una muestra de generosidad y de humildad. Significa estar dispuesto a reconocer que no tienes todas las respuestas, que el mundo no es solo blanco o negro, sino que está lleno de matices.

Sin embargo, lo que me he encontrado una y otra vez es que, cuando se trata de política, la historia es distinta. La polarización ha alcanzado tal nivel que, a veces, parece que escuchar al otro es casi un pecado. Lo he visto en personas cercanas, cuando alguien muestra el más mínimo interés por comprender al que está enfrente, inmediatamente se le mira con desconfianza. He visto cómo amigos y conocidos son etiquetados de traidores, lo he sido yo mismo, solo por querer entender a quienes piensan diferente.

Lo más preocupante es que no se trata solo de no estar de acuerdo con las ideas del otro, sino que se espera que las veamos como inmorales. En muchos casos, no se rechazan simplemente los argumentos, sino a las personas mismas, como si el hecho de escuchar fuera ya un acto de complicidad con algo condenable, y este rechazo tiene un costo personal enorme. Lo he sentido en carne propia, y lo he observado en otros. Cuando alguien es receptivo a una idea contraria, muchos de sus pares no lo ven como una virtud, sino como una traición. Aquellos que ven a la otra parte como «mala» o «inmoral» castigan al que se atreve a escuchar, a dialogar. Y esto no se limita a temas abstractos, sino que ocurre en cuestiones muy concretas, desde el derecho al aborto hasta el control de la inmigración o la regulación de las redes sociales y los medios de comunicación. La reacción es casi automática: si alguien escucha al otro, entonces es que está permitiendo lo inaceptable.

He dado bastante vueltas a cómo escapar de esta trampa, con no demasiado éxito. Sería necesario, para empezar, que la mayoría dejase de ver al oponente como una caricatura, cuando empezamos a percibir su humanidad, las barreras se desmoronan. Me he dado cuenta de que, si logramos presentar a la otra persona no como un representante anónimo y prototípico de un grupo, sino como alguien complejo, con sus propios sueños y contradicciones, el castigo disminuye. A veces, basta con saber que a esa persona le gusta pasear a su perro o que disfruta leyendo novelas de ciencia ficción. De repente, el «enemigo» se convierte en alguien con quien podrías tener más en común de lo que creías.

Lo que me queda claro es que, aunque ser de mente abierta puede aislarte en ciertos momentos, sigue siendo una de las mayores fortalezas que alguien puede tener. A pesar de los riesgos, sigo creyendo que vale la pena tender la mano al otro. Escuchar no es rendirse ni traicionar a tus valores y principios, es, al contrario, un acto de valentía. Es reconocer que el otro, por muy diferente que parezca, es también parte de esta aventura humana que compartimos.

Para ampliar información: https://psycnet.apa.org/doiLanding?doi=10.1037%2Fxge0001579

domingo, 17 de noviembre de 2024

La visión de Rafael Yuste acerca del futuro de la realidad y los neuroderechos

Esta entrevista con Rafael Yuste, neurobiólogo hispano estadounidense, toca un tema fascinante y a la vez inquietante: el potencial de la neurotecnología para cambiar nuestra comprensión de la realidad y sus implicaciones éticas. Como él menciona, el concepto del «teatro del mundo», en el que nuestro cerebro genera una representación virtual de la realidad, es una teoría de profundo impacto, que conecta directamente con filósofos como Kant y Platón, y autores literarios como Calderón de la Barca. Tengo una fuerte sospecha de que esta idea revolucionaria tiene una base sólida en la evolución biológica: los cerebros han perfeccionado su capacidad de modelar la realidad externa durante cientos de millones de años para ayudar a los organismos a sobrevivir.

La extrapolación de esta teoría es perturbadora, ya que plantea la posibilidad de que, mediante la manipulación de la actividad cerebral, sea posible alterar esa realidad subjetiva en los seres humanos. Aunque la tecnología para hacer esto ya está disponible en animales, el riesgo en humanos es inmenso, por lo que Yuste insiste en la necesidad urgente de legislar y proteger los neuroderechos. La mente es un santuario personal y debe permanecer inviolable, salvo en casos de intervención médica justificada, lo que hace imprescindible una legislación clara y robusta que defienda nuestra privacidad cerebral. 

El aspecto positivo de las neurotecnologías es igualmente impresionante. El hecho de que puedan ser la clave para tratar enfermedades cerebrales incurables es esperanzador. Como explica Yuste, el alzheimer, la esquizofrenia o la epilepsia son verdaderos desafíos para la medicina actual. La posibilidad de que estas tecnologías revolucionen la psiquiatría y la neurología no solo abre una ventana a mejorar la calidad de vida de millones de personas, sino que podría cambiar por completo cómo entendemos y tratamos las enfermedades mentales. Pensar que estas tecnologías podrían ayudar a comprender mejor la naturaleza de las emociones humanas y los procesos cognitivos que nos definen como especie, resulta tan emocionante como esperanzador.

Una de las propuestas más interesantes es la idea de la decodificación de pensamientos, que permitiría, por ejemplo, escribir directamente a través del pensamiento o incluso reducir los malentendidos mediante una especie de traducción simultánea de ideas. La ineficiencia en la comunicación humana quedaría completamente atrás si pudiéramos transmitir nuestras intenciones sin que el lenguaje fuese una barrera. Aunque suene a utopía de ciencia ficción, Yuste lo presenta como una posibilidad tangible a medio plazo.

No obstante, la cuestión de la privacidad y la protección de los datos neuronales será crucial para evitar que estas tecnologías se utilicen de manera indebida. Yuste es tajante: los datos neuronales deben considerarse tan sensibles como los datos médicos. El ejemplo de la reciente legislación aprobada en California es un paso en la dirección correcta y es alentador ver que en España también se están dando los pasos adecuados para adoptar estas medidas. Esto podría posicionarnos como pioneros en Europa, algo extremadamente positivo y conveniente.

La entrevista se cierra tratando acerca de la relación entre los avances en inteligencia artificial y la neurociencia como otro tema clave. El cerebro humano sigue siendo una fuente de inspiración para los algoritmos de redes neuronales que sustentan la IA moderna. Yuste destaca un hecho asombroso: nuestro cerebro, con un consumo energético ínfimo, gestiona más conexiones que toda la internet global. Si logramos comprender cómo la naturaleza ha resuelto este enigma, podríamos revolucionar el futuro de la tecnología, reduciendo drásticamente su consumo energético, que empieza ya a convertirse en un nuevo problema.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Nihil novum sub sole

Ulrich había dejado Stalingrado como quien se arranca la piel, con los huesos temblando bajo el uniforme raído y la mirada perdida en el blanco infinito del invierno ruso. No había victoria, no había gloria. Solo cadáveres enterrados en hielo y gritos atrapados en las trincheras. Diez años habían pasado desde que la guerra lo tragó, y en su marcha errante hacia Berlín, hacia su Penélope, no había encontrado sino ruinas, sombras de ciudades que ya no existían.

Europa era un paisaje de cenizas. Los caminos se bifurcaban como serpientes muertas, las vías del tren yacían retorcidas bajo cielos plagados de nubes sombrías. Ulrich caminaba entre ellas como un espectro, sin sentir hambre ni frío, como si su cuerpo hubiera abandonado la lucha hacía tiempo y solo quedara su voluntad obstinada. La muerte lo había rondado mil veces, pero parecía negarse a llevárselo, como si disfrutara viendo su lento declinar.

Una noche, mientras bordeaba los escombros de lo que una vez fue Varsovia, una bandada de cuervos lo siguió desde el cielo. Creyó ver en sus ojos el brillo de antiguos dioses, crueles, mofándose de su desgracia. Al caer la tarde, encontró refugio en un edificio bombardeado, donde unos cuantos miserables se habían refugiado del invierno. Hombres rotos, soldados de ejércitos olvidados, todos con la misma mirada vacía. Entre ellos, una mujer pálida, de rostro afilado y ojos vacíos, lo observaba en silencio. Se llamaba Circe, pero ya no tenía pócimas ni encantos. Sus manos estaban manchadas de ceniza, y su sonrisa era una cicatriz abierta.

Circe le ofreció aguardiente y una mentira disfrazada de esperanza. Ulrich bebió, porque era más fácil olvidarse por un momento de la guerra que había dejado atrás que seguir sintiendo la náusea constante en el pecho. Los demás también bebieron, y pronto comenzaron a reír, aunque sus risas sonaban como llantos disfrazados. La noche se estiró interminable, y cuando amaneció, Ulrich se encontraba solo. Los demás se habían desvanecido como humo, dejando la huella de sus cuerpos aún tibia sobre el suelo frío.

Continuó su viaje. Ya no buscaba el regreso, sino el fin, pero la muerte seguía esquivándolo con una crueldad casi burlesca. Al llegar a Berlín, su Ítaca mancillada, descubrió que Penélope no había tejido nada en su ausencia. La guerra había destrozado el telar, había reducido la casa a unas ruinas vacías. Vagó entre los escombros, escarbando la tierra con las manos como si buscara algo perdido, algo que ni siquiera recordaba.

Los pretendientes no eran hombres de carne y hueso, sino fantasmas de otros tiempos, soldados que yacían esparcidos por las calles, ojos vacíos abiertos al cielo. Telémaco no era más que una sombra, un niño que había crecido alimentado por la muerte, sus manos pequeñas sosteniendo armas más pesadas que su memoria.

Ulrich se arrodilló entre los escombros, mirando la ciudad muerta que una vez llamó hogar. No había victoria, no había final. Solo quedaba la guerra, riendo, infinita, como un cáncer en el alma de la humanidad. La paz era un mito que los hombres contaban para no volverse locos.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Cuando el mundo avanza despacio, el grito interior resuena de manera ensordecedora

En más de una ocasión he sentido ese impulso incontrolable de abandonar una conversación vacía, de esas en las que parece que el tiempo no avanza, pero la charla sigue. No me malinterpretes, puedo ser educado, claro, y participar en este tipo de intercambios banales cuando la situación lo requiere. Sin embargo, por dentro, mi mente se retuerce, buscando algo más que hablar del clima o del último meme en internet o programa de televisión irrelevante. Mi cerebro simplemente no tolera el tedio de lo predecible. Me hace preguntarme si esto es algo que experimentamos todos o, si como me han sugerido más de una vez, tiene que ver con la incomodidad que a veces se siente al pensar más rápido o más profundamente que bastantes de los que nos rodean.

Este tipo de situaciones me agotan, y no solo en lo social. En el ámbito laboral, la ineficiencia me frustra hasta límites que a veces resultan enervantes. No entiendo cómo otros pueden soportar procesos redundantes, decisiones mal fundamentadas o reuniones sin propósito. Para mí, cada minuto desperdiciado en algo que podría hacerse mejor es un ataque directo a mi paciencia, un insulto a la inteligencia y es ahí cuando mi mente empieza a desconectarse, buscando estímulos más desafiantes o algo que me distraiga hasta que esos momentos totalmente prescindibles pasan.

No necesito que todo el mundo a mi alrededor sea un genio, pero hay algo particularmente extenuante en lidiar con la incomprensión ajena. Intentar explicar una idea, una solución o un concepto que para mí es evidente, pero que parece un rompecabezas indescifrable para otros, es una fuente de desgaste emocional continuo. Es como si cada conversación se convirtiera en una montaña a escalar, y a veces, simplemente no me quedan ganas para seguir subiendo.

Y claro, como si todo esto no fuera suficiente, está el fenómeno de pensar demasiado. A menudo me encuentro atrapado en una espiral de análisis sin fin. Mi cerebro no se contenta con respuestas simples o con aceptar lo evidente; tiene que darle vueltas a todo, buscar ángulos nuevos, anticipar posibles problemas. No es raro sentirme agotado antes de haber dado siquiera un paso hacia la acción. Esta tendencia a la reflexión excesiva, curiosamente, puede llevarme a procrastinar. Paradójicamente, cuanto más claro tengo lo que debo hacer, más tiendo a posponerlo. Es una lucha interna constante entre la claridad mental y la inercia de la pereza.

Todo esto me lleva a una conclusión obvia, pero incómoda: percibir las cosas con mayor claridad y velocidad de lo habitual no es una ventaja libre de costes. Sí, puede que tenga la capacidad de resolver problemas complejos, de ver conexiones o patrones donde otros no las ven, o de crear mis propios retos cuando el entorno no me los ofrece. Pero la otra cara de la moneda es una sensación persistente de insatisfacción, de estar rodeado de un mundo que no siempre me entiende o que avanza a un ritmo que no comparto.

Si alguna vez has sentido que no estás al nivel de lo que te rodea, ya sea en el trabajo, en conversaciones triviales o en la vida en general, conoces estas experiencias a las que me refiero. Y aunque puedan resultar frustrantes, la clave está en encontrar los momentos —y las personas— que nos estimulan de verdad, y aprender a sobrevivir al resto del tiempo sin perder la cordura.

domingo, 27 de octubre de 2024

Eidan ratrepsed aesed on euq le ne oñeus nu se adiv al

Vivía en una ciudad donde los relojes andaban hacia atrás y las sombras vagaban solas. Su nombre era Ulises, un hombre que amanecía antes de quedarse dormido y soñaba después de que sus párpados despertaran. 

Las calles eran ríos de arena que cambiaban de rumbo junto con el viento y las palabras se paseaban libres como mariposas sin viento. Ulises era un buscador, buscaba algo que, al final del día, no recordaba haber perdido. 

La llave sin puerta estaba en su bolsillo, una llave que, aunque no abría ninguna entrada, destellaba en un sol de mil luces cada noche sin luna. 

Un día, después de contemplar la extraña fuga de su propia sombra por un callejón que no existía, la siguió. Al final de la acera le esperaba un grupo de árboles con raíces por encima de la Tierra y ramas en el cielo. Aquí conoció a una mujer sin rostro que le ofreció un espejo hecho de agua. “Aquí”, dijo, “podrás ver lo que no eres”. Ulises miró en el espejo y vio un desierto infinito donde una estatua de arena se desmoronaba con cada latido de su corazón. Soltó el espejo confundido; la gota de agua se expandió en una nube que subió hasta verse disipar. 

Siguió caminando y llegó a una casa que era más grande por dentro que por fuera. Las habitaciones tenían ventanas repletas de bruma y un reloj que se resistía de manera terca en marcar las mismas horas. Al fin de un pasillo sin fin, una puerta guardaba un abismo que olía a cosmos. Metió la llave y observó cómo el vacío estaba lleno de estrellas cantando canciones sin sonido. 

Fue ahí cuando Ulises entendió que buscaba respuestas en donde las preguntas iban a morir. Entonces se sentó al borde del abismo y dejó que las estrellas le contaran cosas sin principio ni fin. Sintió que su sombra había vuelto, era luz y era sombra. Y juntos, se disolvieron en una sola existencia de sombra y luz, ser y no ser. 

Fueron y quedaron, ya no había tiempo, y Ulises se convirtió en una abstracción en la mente de algún dios muerto. La ciudad siguió girando sin final. La gente siguió persiguiendo sus sombras y no dando nunca con ellas. Pues la vida y el absurdo y la maravilla que es, continuaron eternas y finitas. La vida es un sueño en el que no desea despertar nadie.

martes, 15 de octubre de 2024

El mar, la mar, la aventura que un día fue...

Es asombroso pensar en la valentía y la determinación de los grandes capitanes que, con medios precarios y en condiciones extremas, lograron hazañas que marcaron la historia de la humanidad. La navegación en el pasado era un acto tan arriesgado como las misiones espaciales del último tercio del siglo XX, con el peligro constante de lo desconocido y la posibilidad siempre presente de no regresar jamás. Estos capitanes no solo se enfrentaron a mares peligrosos, sino también a retos tecnológicos, políticos y humanos que hoy, desde nuestra perspectiva, parecen casi insuperables.

De entre todos los que han sido, estos 10 célebres marinos y exploradores tuvieron un impacto decisivo en la historia de la humanidad. Si bien son todos los que están, es obvio que no están todos los que son, aunque en nuestra memoria hispana destaque de una manera espacial Juan Sebastián Elcano, el primer capitán en completar la vuelta al mundo, representando el coraje y la resistencia humana ante lo desconocido. Esta travesía no solo demostró que la Tierra era redonda, sino que también abrió nuevas rutas comerciales que cambiaron el curso de la historia económica y política.

Sin más, y por orden cronológico:

1. Erik el Rojo (950-1003 aprox.)

Este vikingo noruego, al descubrir y colonizar Groenlandia, fue uno de los pioneros de la expansión nórdica en el Atlántico Norte. Su legado es un testimonio del espíritu indomable de los vikingos, navegantes que, con tecnologías rudimentarias, se aventuraron en algunos de los mares más hostiles del mundo.

2. Zheng He (1371-1433)

Ochenta años antes de que Colón zarpara, Zheng He comandó una de las mayores flotas jamás vistas, demostrando el poderío de la China de la dinastía Ming. Sus viajes diplomáticos y comerciales extendieron la influencia de China por el océano Índico, conectando Asia con África de manera nunca antes vista. Aunque su legado no está tan presente en Occidente, su impacto en la historia marítima es incuestionable.

3. Cristóbal Colón (1451-1506)

Su descubrimiento de América en 1492 revolucionó el mundo. Colón fue el precursor de la era de exploración y colonización europea, alterando profundamente el curso de la historia. Su impacto fue tan grande que aún hoy seguimos hablando de él en conversaciones cotidianas.

4. Fernando de Magallanes (1480-1521) y Juan Sebastián Elcano (1476-1526)

Capitaneada por Magallanes, la primera vuelta al mundo fue completada por Elcano tras la muerte del primero durante la travesía. Su logro no solo probó la esfericidad de la Tierra, sino que también abrió nuevas rutas comerciales globales que cambiarían la economía mundial para siempre. Su gesta es comparable al primer alunizaje: el desconocido océano era su espacio, y él, uno de sus primeros astronautas.

5. Bartolomeu Dias (1450-1500)

Su éxito al doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488 abrió la puerta a la ruta marítima hacia Asia, lo que revolucionó el comercio global. Fue uno de los primeros grandes capitanes en demostrar que África podía ser rodeada, conectando el Atlántico con el océano Índico y acelerando la expansión portuguesa.

6. Francis Drake (1540-1596)

El corsario inglés que desafió a España circunnavegando el mundo y saqueando sus colonias. Su audacia influyó decisivamente en el conflicto anglo-español y, como comandante, demostró una combinación de astucia y valentía que pocos podían igualar en su tiempo. Sus hazañas, entre ellas la defensa de Inglaterra contra la Armada Invencible, le han ganado un lugar inamovible en la historia.

7. Edward Teach (Barbanegra) (1680-1718)

El capitán pirata más temido del Caribe, con su terrorífica apariencia y despiadadas tácticas. Barbanegra dominaba el miedo como arma, algo que utilizó para controlar rutas comerciales clave. Su nombre aún resuena en la cultura popular como el pirata por excelencia.

8. James Cook (1728-1779)

Un verdadero pionero en la exploración del Pacífico, Cook cartografió Australia, Nueva Zelanda y muchas otras islas. A su coraje se le atribuye no solo la expansión del Imperio Británico, sino también importantes avances en la ciencia, gracias a sus precisas observaciones y descubrimientos en regiones antes desconocidas para Europa.

9. Horatio Nelson (1758-1805)

Su genialidad táctica le aseguró la victoria en la Batalla de Trafalgar en 1805, consolidando el dominio británico en los mares durante un siglo. Nelson es recordado no solo por sus victorias, sino por su carisma y liderazgo, que inspiraron a sus hombres a conseguir lo imposible en algunas de las batallas navales más decisivas de la historia.

10. Ernest Shackleton (1874-1922)

Aunque nunca logró su objetivo de cruzar la Antártida, su increíble capacidad de liderazgo y supervivencia bajo condiciones extremas durante la expedición Endurance ha sido fuente de inspiración durante más de un siglo. Shackleton mostró una determinación y fortaleza humana comparable con la de los astronautas que exploraron el espacio.

Estas figuras, como los primeros astronautas, nos recuerdan el poder del ingenio y la valentía humana frente a lo desconocido. Con barcos de madera y sin mapas fiables, se aventuraron en lo inexplorado, cambiando el mundo para siempre. A través de ellos, aprendemos que el verdadero progreso nace del coraje y la voluntad de ir más allá de los límites conocidos, incluso cuando esos límites parecen infranqueables.

Honor y gloria a todos ellos.

domingo, 13 de octubre de 2024

Otto, el oficinista

Otto se llamaba el oficinista, aunque a él su nombre siempre le había parecido más el de un insecto olvidado que se arrastraba por la mente cada vez que se observaba en el espejo de ascensor, ese cubo de cristal en el que subía y bajaba con el ritmo de los días. 

Todo en su vida carecía de los atributos de lo real, estaba atrapado en una réplica defectuosa del universo. El despertador lo despertaba a las 7:03, un sonido frío y metálico, como si la realidad misma se hubiera vuelto mecánica. Se levantaba, se vestía, se tomaba su café solo sin azúcar de pie frente a la ventana, sin observarla realmente y salía a la calle. 

Las sombras borrosas pasaban a su lado, las mismas caras inexpresivas, flotando. Llegaba a la oficina a las 8:37, saludaba al portero sin recibir respuesta y se sentaba en su cubículo. El reloj en la pared, ese miserable centinela del tiempo, siempre marcaba las 9:00 cuando Otto se hundía en su silla. A un lado, un compañero de trabajo cuyo nombre nunca podía recordar mascaba chicle en un ritmo que parecía acompasarse al tic-tac del reloj. Todo estaba demasiado sincronizado, como una mala interpretación. Pasaban las horas, una repetición de murmullos. Teclear, firmar, responder correos electrónicos irrelevantes, volver a mirar el reloj. Cada día terminaba como el primero: Otto guardando sus utensilios de trabajo en su maletín a las 18:12, cruzando el lobby de las oficinas, alcanzando al tren de las 18:30, el mismo paisaje gris que se desvanecía con edificios repletos de ventanas. Un ciclo perfecto, cerrado.

Y luego, una mañana, ocurrió lo imposible. Cuando sonó el despertador a las 7:03, Otto ya sabía lo que iba a pasar. Conocía cada detalle de ese día aún no vivido, cada paso para alcanzar la oficina y el número exacto de estos. También sabía las palabras que iba a recibir del jefe justo antes de marcharse a las 18:12. Sentía como si su vida fuera una proyección desde un proyector roto, con una cinta de celuloide deshilachada, girando y enredándose en sí misma; pero el día aún no había transcurrido siquiera. Sin embargo, tenía la certeza de que lo había experimentado exactamente así miles de veces antes.

Intentó parar, cambiar cualquier cosa. Anduvo más despacio hacia el tren. Compró una copia del periódico, pero las palabras se fundían juntas y giraban una y otra vez. Llegó tarde a la oficina, pero sus relojes todavía marcaban las 9 en punto cuando se sentó en su puesto de trabajo. Su compañero de oficina seguía masticando chicle, en un bucle infinito hipnotizante. Los días llegaron y se fueron, exactamente igual, fracasando cualquier tentativa de salir de este círculo vicioso. 

El tiempo, imperturbable, se negaba a avanzar, acabando por dar la vuelta al final del día. Inmóvil, Otto intentó quedarse despierto toda la noche. Se obsesionó con que el sueño era el portal que cerraba sus días. Agotado y con los ojos abiertos, llegó al amanecer y el despertador sonó a las 7:03. 

Entonces, al fin, Otto lo comprendió. Su vida no era un bucle, al contrario, era un eco infinito donde cada alternativa se malograba antes de adquirir forma. 

Atrapado entre el pasado y el futuro, finalmente se resignó. Concluyendo que, en un mundo de sombras, lo que fuera a hacer mañana no importaba, porque ya no había tiempo, solo el eterno volver a empezar.

domingo, 6 de octubre de 2024

El arte de aprender: repetición y selección del objeto de estudio

El concepto de overlearning o sobreaprendizaje, tal como lo plantea el científico cognitivo Daniel Willingham, pone sobre la mesa una reflexión profunda sobre cómo aprendemos y, más importante aún, sobre cómo asegurarnos de que lo que aprendemos perdure en el tiempo. En una época donde la información nos bombardea desde múltiples frentes y la educación se ve constantemente desafiada a adaptarse a nuevas tecnologías y metodologías, el sobreaprendizaje emerge como un recordatorio contundente: lo esencial sigue siendo practicar hasta dominar.

Una de las ideas centrales que presenta Willingham es que no todo puede ser practicado hasta la saciedad, sencillamente porque no hay tiempo. Esto implica tomar decisiones, tanto por parte de los docentes como de los estudiantes, sobre qué contenido es el que realmente debe practicarse hasta la automatización. El tiempo es un recurso limitado y debe invertirse en aquellos elementos que tendrán un impacto duradero, no solo en el rendimiento académico, sino también en la vida cotidiana.

Uno de los desafíos más interesantes que plantea el sobreaprendizaje es la necesidad de seleccionar con cuidado el contenido que merece ser practicado hasta la maestría. Willingham menciona ejemplos claros en disciplinas como las matemáticas, donde los estudiantes deberían automatizar conceptos recurrentes como las fracciones, los decimales o los números negativos. Estos elementos constituyen los «bloques básicos» sobre los cuales se construyen conocimientos más avanzados. Si no se dominan con rapidez y precisión, el estudiante se verá abrumado cuando se enfrente a problemas más complejos.

Lo mismo sucede con los idiomas, donde la gramática y la puntuación precisas deben convertirse en hábitos automáticos. Más allá de la corrección ortográfica, lo que se busca es que el alumno tenga un control fluido y casi instintivo de la lengua, lo que le permitirá no solo expresarse correctamente, sino también dedicarse a reflexiones más complejas sobre el uso del lenguaje, su estilo y la coherencia de su discurso.

Este proceso de automatización no se limita solo a las habilidades académicas tradicionales. También puede aplicarse a otros aspectos del aprendizaje y la vida. La repetición y la práctica continua de ciertos hábitos de pensamiento crítico, por ejemplo, pueden ayudar a los estudiantes a evaluar situaciones con más agudeza, o a identificar patrones importantes en diferentes disciplinas.

Otro de los puntos que aborda Willingham es el del olvido, un proceso natural que afecta a todos. Si no practicamos algo con frecuencia, lo olvidamos. Para contrarrestar esto, el sobreaprendizaje insiste en la práctica extensa y repetida. Esto es clave, especialmente en áreas que requieren un recuerdo preciso y rápido, como el aprendizaje de un nuevo idioma. No basta con memorizar las conjugaciones verbales; es necesario practicarlas hasta que se vuelvan casi instintivas, hasta el punto en que el error sea prácticamente imposible.

Esta idea nos recuerda que la práctica no es simplemente para aprender, sino para retener. Y, aunque parezca evidente, en el contexto de la educación moderna, donde la inmediatez y la rapidez parecen ser prioridades, es una lección que no deberíamos olvidar. No hay atajos ni sustitutos para la práctica prolongada. En un mundo que premia la novedad, el sobreaprendizaje nos invita a valorar la profundidad y el dominio real sobre el conocimiento superficial.

Una de las propuestas más interesantes que plantea Willingham es que no debemos practicar solo hasta que el estudiante «lo haga bien», sino hasta que sea incapaz de hacerlo mal. Esta distinción es crucial. En la educación, a menudo celebramos cuando un estudiante consigue resolver un problema o recuerda un dato con éxito. Pero el verdadero aprendizaje, el que perdura y el que permite a una persona aplicar sus conocimientos en situaciones nuevas o inesperadas, es aquel que se ha practicado tanto que ya no requiere un esfuerzo consciente.

Para ilustrar esto, podemos pensar en el ejemplo del aprendizaje de un instrumento musical. Un pianista no llega a dominar una pieza compleja simplemente tocándola correctamente una vez. Debe tocarla tantas veces que sus dedos se muevan por las teclas casi sin pensar. Solo entonces está realmente listo para interpretar la pieza con emoción, creatividad y fluidez. En el ámbito académico, ocurre lo mismo: una vez que los conocimientos básicos han sido automatizados, el estudiante tiene el espacio mental necesario para abordar tareas más complejas y creativas.

En un mundo donde la educación parece buscar la innovación constante, el overlearning nos recuerda que a veces lo más efectivo no es nuevo, sino lo que ha sido olvidado o dejado de lado. Practicar hasta la automatización puede parecer un enfoque tradicional o anticuado en comparación con las nuevas metodologías educativas, pero su eficacia está respaldada tanto por la ciencia cognitiva como por la experiencia práctica. Y, más allá de las modas educativas, lo que realmente necesitamos es un aprendizaje que no solo sea significativo, sino que también sea duradero.

Es en este equilibrio entre la selección cuidadosa del contenido, la práctica extensa y la resistencia al olvido donde reside la verdadera clave del aprendizaje duradero. Al final del día, el objetivo no es acumular información, sino dominar el conocimiento que será más útil a lo largo de la vida.

domingo, 29 de septiembre de 2024

Sanewashing or not sanewashing, that is the question

Luis Pérez Fernández, conocido como «Alvise Pérez».

El «sanewashing» es el acto de presentar declaraciones radicales y escandalosas de una manera que las hace parecer normales. Los periodistas no solo pueden, sino que deben evitarlo, en aras de no convertir sus medios en meros soportes de propaganda al servicio de lo que suelen ser personajes antisistema.

Casi cada vez que ciertos políticos hablan, ya sea en una entrevista, un debate o un mitin de campaña, perpetúan mentiras, hacen afirmaciones ofensivas y siembran tanto el asombro como el miedo.

Se ha hablado mucho sobre cómo la prensa—quizás de manera deliberada o inadvertida—hace que estos políticos suenen más coherentes y normales. La palabra ingeniosa para describir esto es «sanewashing». Al igual que el «greenwashing» o el «sportswashing», el «sanewashing» es el acto de empaquetar declaraciones radicales y escandalosas de una manera que las hace parecer normales. Los críticos acusan a muchos en el periodismo de hacer exactamente eso.

Pero hay más explicaciones. El periodismo trata de dar sentido a las cosas, así que, por supuesto, los periodistas quieren ayudar a la gente a entender lo que estos políticos están tratando de decir. La información tiende a centrarse en ofrecer a las personas información útil, no en reproducir divagaciones incoherentes. Con demasiada frecuencia, las historias políticas carecen de un enfoque claro. A veces intentan abarcar demasiado o simplemente embaucar a la audiencia. Pero las historias que establecen un propósito definido tienden a utilizar las citas de los políticos de maneras que capturan con precisión su discurso.

Para evitar blanquear inapropiadamente una declaración de cualquier político, los periodistas deben elaborar sus historias de manera intencional, seleccionar sus citas e identificar qué valor aporta la historia a la audiencia.

A continuación, se presentan algunas soluciones, con ejemplos, que demuestran cómo los periodistas han utilizado citas de políticos que transmiten con precisión la naturaleza confusa o alarmante de sus declaraciones.

Dejar que las citas hablen por sí mismas

Los periodistas tienen el impulso de facilitar las cosas a los consumidores de noticias. Eso está bien cuando se traduce la jerga económica de un presidente del banco central porque es realmente útil. Pero es un error intentar dar sentido donde no lo hay. 

Imaginemos un reportaje cuyo propósito es claro: contrastar las propuestas de diferentes políticos sobre soluciones a las dificultades económicas que enfrentan las familias, como el cuidado infantil. Para lograrlo, el periodista revisa discursos de varios candidatos y sus compañeros de fórmula. Encuentra material sólido de algunos candidatos y detalla sus propuestas. Sin embargo, al analizar las declaraciones de otro político, el reportaje señala que este divaga y es ilógico cuando habla sobre aliviar la carga del cuidado infantil en las familias. A mitad de la historia, el periodista transcribe una extensa cita directa que el político pronunció en respuesta a una pregunta específica sobre sus planes legislativos para abordar el problema.

El medio pidió a la campaña una aclaración y no obtuvo respuesta. No hay manera de dar sentido a lo que el político está diciendo; es verdaderamente incomprensible. Inteligentemente, el periodista ni siquiera lo intenta. Esa es la genialidad: el reportero le dice al lector que la respuesta del político fue una divagación y luego muestra precisamente lo que dijo. Si el político mencionó, por ejemplo, su plan de implementar aranceles como parte de la solución, el periodista podría seguir la cita con contexto adicional, señalando que expertos de diferentes perspectivas políticas estiman que tales aranceles costarían a las familias una suma significativa al año.

Señalar las mentiras y el propósito que sirven

Cuando un político miente o distorsiona información repetidamente, el instinto periodístico es aclarar los hechos, lo cual es útil para quienes buscan la verdad. Por ejemplo, si en un debate un político afirma que ciertos inmigrantes están cometiendo actos atroces en una ciudad específica, muchos periodistas, incluidos los moderadores, proporcionarán una verificación de hechos que refute esa afirmación. Además de aclarar la verdad, otro propósito periodístico es exponer el objetivo detrás de la mentira. Un medio podría publicar una historia explicando la historia de ese tropo o estereotipo.

Es posible ir aún más lejos y analizar cómo el político llegó al punto de hacer esa afirmación ridícula. Si el moderador le preguntó por qué bloqueó un proyecto de ley sobre seguridad en la gestión de la inmigración, y el político respondió con una serie de declaraciones desconectadas que culminaron en una acusación infundada, el periodista puede destacar esta táctica evasiva.

No solo la afirmación es falsa, sino que se utiliza para categorizar a ciertos grupos como una amenaza para una forma de vida más segura. Es relevante recordar a los lectores que el político recurrió a este tropo ofensivo en lugar de explicar sus acciones legislativas.

Exponer la conspiración y su audiencia objetivo

Casi todo lo que dice un político está diseñado para resonar con una audiencia específica. Estos mensajes en clave pueden ser muy sutiles y, con algunos candidatos, el mensaje evoluciona con el tiempo.

Supongamos que un columnista desmenuza una teoría económica poco conocida que un político ha estado promoviendo. El columnista, con experiencia reconocida en el campo, no necesita otros expertos para explicar el absurdo de las afirmaciones del político sobre cómo ciertos países están tratando de dañar a su nación al abandonar su moneda en sus reservas.

Le lleva una columna entera planear su argumento porque debe explicar cómo funciona el sistema de moneda de reserva. Comienza citando extensamente al político en un mitin—una cita que inicia con una afirmación falsa sobre la criminalidad y culmina con la promesa de obligar a otros países a mantener reservas en su moneda nacional. Para el economista aficionado, que podría sentirse atraído por el argumento, el columnista explica que el político está confundiendo varios conceptos, ninguno de los cuales parece comprender.

Esta columna en particular no es para todo el mundo, pero está ahí para quienes desean más información.

Identificar el propósito periodístico

Estas técnicas de selección de citas funcionan para todos los políticos. La forma más sencilla para que los periodistas eviten promover la agenda de un político al informar es identificar explícitamente qué valor obtendrá la audiencia al escuchar la cita y compartir esa razón con ellos.

Si un periodista incluye una cita extensa para mostrar cuán ofensiva fue una declaración, debe comunicarlo claramente. Si están documentando una falta de coherencia mental, deben expresarlo. Cuando desean verificar los hechos de un candidato, deben informar a la audiencia que están aclarando la verdad. Y si pretenden exponer un mensaje oculto o lenguaje codificado, deben desglosar el tropo y documentar su historia y uso.

El peor hábito es que los periodistas incluyan citas como relleno, sin ningún propósito periodístico. En el mejor de los casos, hace perder el tiempo de la audiencia; en el peor, confiere legitimidad y dificulta la rendición de cuentas.

Buscando una conclusión a todo lo anterior, es esencial que los periodistas adopten un enfoque crítico y deliberado al informar sobre políticos que emiten declaraciones radicales o confusas. Evitar el «sanewashing» no solo protege la integridad de la información, sino que también garantiza que el público reciba una representación fiel de los hechos. Al destacar la naturaleza real de estas declaraciones y proporcionar el contexto necesario, los medios pueden fomentar una sociedad mejor informada y promover un discurso público más saludable y responsable.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Human writing versus fifth-rate food

Human writing has always been a reflection of individual experience, emotion and creativity. Faced with the rise of language models such as LLMs, this intimate connection between writer and reader is diluted. These models, however sophisticated, produce texts that work well in terms of structure and coherence, but lack the nuance of the unique perspective of the one who lives, observes and feels.

Comparing this to cuisine is revealing. Think of the restaurants that offer fifth-rate food, where the dishes are pre-prepared and only reheated before being served, with a finishing touch that gives them an illusion of freshness. They do the job: they are fast, efficient, standardised. But they lack the soul of a signature cuisine, where every ingredient is selected with care, every technique is applied with passion and the chef's expertise is felt in every mouthful.

Similarly, LLM-generated texts are like those pre-made dishes: they are correct, coherent and well presented, but they rarely surprise, excite or truly challenge. Human writing has the capacity to offer unpredictable nuances, brilliant mistakes, unexpected twists that break with expectation and routine. Originality lies not just in the content, but in the way the words are woven together, in how an author can make you see the world from a new angle, something no machine, no matter how powerful, can fully replicate.

Just as many prefer a dish cooked on the spot, with the imperfections and variations that make it unique, the reader in search of depth turns to the human pen, which remains irreplaceable when it comes to exploring what is most genuine in the human experience.

domingo, 25 de agosto de 2024

Sempiterno Ulises


Come down off your throne and leave your body alone.
Somebody must change.
You are the reason I've been waiting so long.
Somebody holds the key.

But I'm near the end and I just ain't got the time
And I'm wasted and I can't find my way home.

Come down on your own and leave your body alone.
Somebody must change.
You are the reason I've been waiting all these years.
Somebody holds the key.

But I can't find my way home.
But I can't find my way home.
But I can't find my way home.
But I can't find my way home.
Still I can't find my way home,
And I ain't done nothing wrong,
But I can't find my way home.

Songwriter: Steve Winwood

domingo, 18 de agosto de 2024

Del cinismo como cobardía o improductiva desidia

El músico Nick Cave estuvo en The Late Show with Stephen Colbert a principios de esta semana del 12 de agosto de 2024 y leyó una carta de su Red Hand Files, un proyecto AMA en el que los fans escriben con preguntas y él las responde. La pregunta era:

«Tras los últimos años me siento vacío y más cínico que nunca. Estoy perdiendo la fe en los demás y tengo miedo de transmitir estos sentimientos a mi hijo pequeño. ¿Todavía cree en nosotros (los seres humanos)?»

En una preciosa carta de respuesta, Cave escribe que «gran parte de mis primeros años de vida los pasé despreciando al mundo y a las personas que lo habitan» y que «fue necesaria una tragedia para comprender la idea del valor mortal, y fue necesaria una devastadora situación para encontrar la esperanza». Esa devastación fue la muerte de su hijo de 15 años en 2015. A continuación, el contenido íntegro de la respuesta de Cave:

Querido Valerio:

Tienes razón al preocuparte por tus crecientes sentimientos de cinismo y debes tomar medidas para protegerte a ti mismo y a los que te rodean, especialmente a tu hijo. El cinismo no es una postura neutral, y aunque no nos pide casi nada, es muy contagioso e increíblemente destructivo. En mi opinión, es el más común y fácil de los males.

Lo sé porque gran parte de mis primeros años de vida los pasé despreciando al mundo y a las personas que lo habitan. Era una postura a la vez seductora e indulgente. La verdad es que era joven y no tenía ni idea de lo que me esperaba. Me faltaban los conocimientos, la previsión, la autoconciencia. Simplemente no lo sabía. Fue necesaria una catástrofe para enseñarme el valor de la vida y la bondad esencial de las personas. Hizo falta una devastadora situación para revelar la precariedad del mundo, de su propia alma, para comprender que pedía ayuda a gritos. Fue necesaria una gran desgracia para comprender la idea del valor mortal, y fue necesaria una tragedia para encontrar la esperanza.

A diferencia del cinismo, la esperanza se gana con esfuerzo, nos impone exigencias y a menudo puede parecer el lugar más indefendible y solitario de la Tierra. La esperanza tampoco es una posición neutral. Es contradictoria. Es la emoción beligerante que puede acabar con el cinismo. Cada acto redentor o amoroso, por pequeño que sea, Valerio, como leer a tu hijo pequeño, o enseñarle algo que te guste, o cantarle una canción, o ponerle los zapatos, mantiene al diablo en el fondo del abismo. Dice que el mundo y sus habitantes tienen valor y que merece la pena defenderlos. Dice que merece la pena creer en el mundo. Con el tiempo, llegamos a descubrir que es así.

Con amor, Nick


Original:

Dear Valerio,

You are right to be worried about your growing feelings of cynicism and you need to take action to protect yourself and those around you, especially your child. Cynicism is not a neutral position — and although it asks almost nothing of us, it is highly infectious and unbelievably destructive. In my view, it is the most common and easy of evils.

I know this because much of my early life was spent holding the world and the people in it in contempt. It was a position both seductive and indulgent. The truth is, I was young and had no idea what was coming down the line. I lacked the knowledge, the foresight, the self-awareness. I just didn’t know. It took a devastation to teach me the preciousness of life and the essential goodness of people. It took a devastation to reveal the precariousness of the world, of its very soul, to understand that it was crying out for help. It took a devastation to understand the idea of mortal value, and it took a devastation to find hope.

Unlike cynicism, hopefulness is hard-earned, makes demands upon us, and can often feel like the most indefensible and lonely place on Earth. Hopefulness is not a neutral position either. It is adversarial. It is the warrior emotion that can lay waste to cynicism. Each redemptive or loving act, as small as you like, Valerio, such as reading to your little boy, or showing him a thing you love, or singing him a song, or putting on his shoes, keeps the devil down in the hole. It says the world and its inhabitants have value and are worth defending. It says the world is worth believing in. In time, we come to find that it is so.

Love, Nick

domingo, 11 de agosto de 2024

Nihilismo si no hay algo mejor...

 

Esta entrevista a Sara Barquinero ofrece una mirada profunda y reveladora sobre su novela «Los Escorpiones», un libro que aborda preocupaciones tanto generacionales como universales. Barquinero explica que temas como la depresión, tratados de manera extensa y explícita, han sido clave para conectar con un público amplio. La trama de intriga complementa estos temas, haciendo de la novela una lectura fascinante.

Uno de los pilares de la novela pasa por la reflexión sobre en qué creen las personas ahora que «Dios ha muerto». Barquinero responde con realidades desoladoras como teorías conspirativas, videojuegos que inducen al suicidio, drogas auditivas y aislamiento social. La novela nació en un momento vital en el que la autora atravesaba una etapa de profunda tristeza. Escribirla le permitió explorar esos sentimientos desde una perspectiva distinta, lo que, aunque no lo define como terapia, tuvo un efecto catártico para ella.

Barquinero también aborda el nihilismo y cómo, al tocar fondo, una persona tiene varias opciones: recrearse en el nihilismo, adoptar un nuevo relato o valorar las opciones de la vida. Ella elige la última, lo que refleja un enfoque esperanzador a pesar del tono oscuro de su obra.

Los personajes de «Los Escorpiones» son jóvenes con síndrome de burnout, atrapados en el pasado y sin un futuro claro, reflejando una generación que ha vivido la crisis del 2008 y enfrenta una falta de perspectivas. Sin embargo, Barquinero reconoce que estas preocupaciones no son exclusivas de su generación, sino que resultan comunes con muchos otros.

La crudeza de algunos capítulos, según la autora, es producto tanto de documentación como de experiencias personales. Confiesa haber probado «música droga» en su adolescencia, lo que añade autenticidad a sus descripciones.

Barquinero mezcla influencias diversas en su obra, desde Kant y Foster Wallace hasta Chenoa y Bad Bunny. Su tesis doctoral sobre Kant le ha brindado una comprensión profunda de cuestiones filosóficas, lo que se refleja en la complejidad de su narrativa. Su admiración por Foster Wallace es evidente, y su obra «La broma infinita» ha sido una inspiración directa, de la que “Los escorpiones” podría considerarse una especia de continuación.

La autora sostiene que el ser humano contemporáneo, a pesar de su descreimiento y materialismo, necesita creer en algo. Esta necesidad es racional y se manifiesta en diferentes formas, desde actos de fe cotidianos hasta creencias más estructuradas. Barquinero misma no tiene la certeza de que la vida merezca la pena, pero prefiere fingir que lo cree, un enfoque pragmático que le permite seguir adelante.

La comparación de su trabajo con el de Thomas Pynchon y la atmósfera cinematográfica de directores como David Lynch y Lars Von Trier destaca la riqueza de sus influencias. Aunque su escritura es espontánea y trabajada, ella misma reconoce que adopta un tono más complicado solo cuando el texto lo requiere, buscando siempre la coherencia con el contenido.

Sara Barquinero se describe como ambiciosa, perfeccionista y trabajadora, pero también como una neurótica de manual. La entrevista revela su proceso creativo, sus influencias y su visión del mundo, ofreciendo una comprensión más profunda de la autora detrás de «Los Escorpiones». Su honestidad y profundidad hacen que esta entrevista sea una lectura fascinante y enriquecedora.

domingo, 4 de agosto de 2024

¿Existe la sabiduría infinita? Respuesta corta: no, ¿pero a quién le importa?

¿Alguna vez te has encontrado con alguien que parece saberlo todo? Esas personas que siempre tienen la respuesta a cualquier pregunta no es que sean superhumanos, sino que reúnen las habilidades precisas que les proporcionan esa apariencia. Dicho de una manera muy resumida, se basan en saber reconocer muy bien patrones, usar el sentido común de manera amplia y tener una memoria que almacena de una forma muy eficiente datos al azar. Veamos cómo funciona esto.

Imagina que estás jugando unas partidas de cartas y siempre las ganas porque sabes qué cartas van a salir. Eso es saber reconocer patrones; es la habilidad de ver regularidades en las cosas que nos rodean y suceden a nuestro alrededor. La gente que parece saberlo todo es destacadamente buena en esto. Pueden correlacionar información de forma rápida y eficiente, aprovechando lo que ya saben para deducir cosas nuevas.

Junto a esto, suman un amplio sentido común, que es como ese consejo que te da tu abuela y que siempre resulta ser cierto. Se trata de aplicar lo que sabes de la vida diaria a los problemas a los que te vas enfrentando. Los individuos que tienen siempre la respuesta correcta, saben cómo aplicar este conocimiento práctico para resolver cualquier situación. No es magia, es experiencia y lógica.

Por último, la memoria incidental es esa que te lleva a recordar cosas sin querer, como cuando alguien menciona una canción y recuerdas toda la letra, aunque no la hayas escuchado en años. Quienes parecen saberlo todo tienen una memoria increíble para esos pequeños detalles. Pueden recordar datos aleatorios que, de alguna manera, siempre terminan siendo útiles en infinidad de circunstancias, creando asociaciones inmediatas entre la experiencia del momento y su variopinto almacén de recuerdos.

Cuando juntas estas tres habilidades, reconocer patrones, sentido común y buena memoria, tienes a alguien que parece saberlo todo. Esta gente procesa información de manera superrápida y eficiente. Responden preguntas con confianza y parecen tener la respuesta para todo. No hablamos de un conocimiento profundo, pero sí de uno de alcance muy amplio y general a disposición inmediata de las circunstancias.

Además, importa, y mucho, la forma en que se comunican. Si alguien explica bien las cosas y lo hace con seguridad, los demás tienden a pensar que sabe mucho más de lo que realmente sabe. La percepción de los demás, influenciada por cómo se presenta la persona y el contexto, refuerza esta idea de que son «sabios».

En resumidas cuentas, la razón por la que algunas personas parecen saberlo todo no es porque realmente lo sepan todo, sino porque son muy buenos en reconocer patrones, aplicar el sentido común y recordar de forma instantánea detalles al azar. Estas habilidades les permiten procesar y usar información de manera muy efectiva, creando la impresión de que tienen un conocimiento muy profundo y variopinto. Como decía antes, entender la existencia de esta combinación de factores nos ayuda a ver que no es magia, sino habilidades humanas bien desarrolladas y aplicadas.

domingo, 28 de julio de 2024

El auge del tecno feudalismo: una lectura para reflexionar en fin de semana

MARC LOZANO (CC BY-SA 2.0)

En esta entrevista con David Moscrop, Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, explora su teoría sobre el tecno feudalismo, un concepto que sugiere que el capitalismo ha mutado en algo aún más inquietante. Varoufakis argumenta que hemos pasado del capitalismo tradicional a un nuevo sistema caracterizado por rasgos feudales, donde los capitalistas dependen más del poder político y las rentas que de los mecanismos convencionales del mercado.

Varoufakis sostiene que las contradicciones internas del capitalismo no condujeron a la liberación de la humanidad, como preveía Marx, sino a una victoria total de la burguesía. Tras la caída del sindicalismo y la clase obrera organizada, el capitalismo evolucionó hacia lo que Varoufakis llama «capital-nube», un término que describe un sistema donde los mercados han sido reemplazados por feudos digitales. En este nuevo orden, tanto los proletarios como los burgueses producen rentas para los capitalistas de la nube.

El capital-nube ha cambiado fundamentalmente la estructura del poder. A diferencia de los antiguos monopolistas como Henry Ford, los capitalistas de la nube ni siquiera se molestan en producir bienes. Han creado un feudo digital donde el mercado ya no es el motor central del capitalismo. Varoufakis argumenta que esto representa una ruptura radical con el capitalismo tradicional, marcando el inicio de una era donde las plataformas digitales dominan la economía.

Según Varoufakis, los «siervos de la nube» y los «proletarios de la nube» son las nuevas clases surgidas en el tecno feudalismo. Estos siervos modernos producen capital a través de su interacción gratuita con las plataformas digitales, algo sin precedentes en la historia del capitalismo. Este sistema parasitario, que aún depende del sector capitalista clásico para producir valor, está haciendo nuestras sociedades más conflictivas y menos capaces de albergar valores como la socialdemocracia y la libertad individual.

En su análisis, Varoufakis destaca que el sueño de todo capitalista es convertirse en rentista, viviendo de las rentas en lugar de los beneficios. Sin embargo, la llegada del capital-nube ha llevado esto a un extremo, con figuras como Jeff Bezos y Elon Musk entusiasmados con su rol de «capitalistas de la nube». Esta nueva forma de poder es extremadamente concentrada y poderosa, y debe ser tomada muy en serio por la sociedad.

Varoufakis menciona que la relación entre el tecno feudalismo y el capitalismo clásico es parasitaria, similar a cómo el capitalismo necesitaba al feudalismo para su suministro de alimentos. Esta dependencia hace que el sistema sea más inestable y propenso a crisis. Además, Varoufakis propone ideas como un sistema de billetera virtual del banco central con dividendos mensuales, que podría proporcionar una renta básica universal y desafiar el monopolio de Wall Street sobre los sistemas de pago.

El análisis de Varoufakis sobre el tecno feudalismo invita a reflexionar sobre cómo este nuevo sistema amenaza los valores de libertad, igualdad y justicia social. El reto es enorme, pero también lo es la oportunidad de reimaginar y reconstruir nuestras sociedades para enfrentar esta transformación radical. La lucha por un futuro más justo y equitativo debe continuar, ahora más que nunca, en un mundo que se transforma rápidamente.