Ser de mente abierta ha moldeado mi vida de maneras inesperadas, pero también me ha mostrado un rostro inquietante de la sociedad. Desde siempre, he creído que dialogar con quienes piensan distinto es esencial para crecer, para entender mejor el mundo en toda su complejidad. Pero cuanto más lo hago, más me doy cuenta de que esa disposición a escuchar al otro, lejos de ser admirada, puede convertirse en un arma de doble filo. A veces, el precio de la apertura es el rechazo de aquellos con los que te identificas más o tienes más afinidad.
Recuerdo cuando la información política era algo que consumíamos en privado. Podías leer un periódico, ver las noticias, reflexionar, todo en la intimidad de tu espacio personal. Era un momento de conexión entre tus pensamientos y el mundo. Hoy, esa intimidad parece haber desaparecido. Ahora, lo difícil es evitar que lo que leemos, lo que compartimos y con quién nos relacionamos sea visible para todos. Nos exponemos constantemente y con ello, quedamos vulnerables a los juicios de los demás.
Este cambio me lleva a preguntarme: ¿qué sucede cuando alguien de nuestro círculo, de nuestra «tribu», decide tender un puente hacia las ideas del otro lado? ¿Lo admiramos por su valor, por su capacidad de escuchar? ¿O lo castigamos por atreverse a cruzar una línea que, en estos tiempos, parece infranqueable?
Por mi parte, siempre he sentido una admiración profunda por quienes pueden dejar de lado sus prejuicios para escuchar a los demás. Creo que el simple acto de ser receptivo a las ideas ajenas es una muestra de generosidad y de humildad. Significa estar dispuesto a reconocer que no tienes todas las respuestas, que el mundo no es solo blanco o negro, sino que está lleno de matices.
Sin embargo, lo que me he encontrado una y otra vez es que, cuando se trata de política, la historia es distinta. La polarización ha alcanzado tal nivel que, a veces, parece que escuchar al otro es casi un pecado. Lo he visto en personas cercanas, cuando alguien muestra el más mínimo interés por comprender al que está enfrente, inmediatamente se le mira con desconfianza. He visto cómo amigos y conocidos son etiquetados de traidores, lo he sido yo mismo, solo por querer entender a quienes piensan diferente.
Lo más preocupante es que no se trata solo de no estar de acuerdo con las ideas del otro, sino que se espera que las veamos como inmorales. En muchos casos, no se rechazan simplemente los argumentos, sino a las personas mismas, como si el hecho de escuchar fuera ya un acto de complicidad con algo condenable, y este rechazo tiene un costo personal enorme. Lo he sentido en carne propia, y lo he observado en otros. Cuando alguien es receptivo a una idea contraria, muchos de sus pares no lo ven como una virtud, sino como una traición. Aquellos que ven a la otra parte como «mala» o «inmoral» castigan al que se atreve a escuchar, a dialogar. Y esto no se limita a temas abstractos, sino que ocurre en cuestiones muy concretas, desde el derecho al aborto hasta el control de la inmigración o la regulación de las redes sociales y los medios de comunicación. La reacción es casi automática: si alguien escucha al otro, entonces es que está permitiendo lo inaceptable.
He dado bastante vueltas a cómo escapar de esta trampa, con no demasiado éxito. Sería necesario, para empezar, que la mayoría dejase de ver al oponente como una caricatura, cuando empezamos a percibir su humanidad, las barreras se desmoronan. Me he dado cuenta de que, si logramos presentar a la otra persona no como un representante anónimo y prototípico de un grupo, sino como alguien complejo, con sus propios sueños y contradicciones, el castigo disminuye. A veces, basta con saber que a esa persona le gusta pasear a su perro o que disfruta leyendo novelas de ciencia ficción. De repente, el «enemigo» se convierte en alguien con quien podrías tener más en común de lo que creías.
Lo que me queda claro es que, aunque ser de mente abierta puede aislarte en ciertos momentos, sigue siendo una de las mayores fortalezas que alguien puede tener. A pesar de los riesgos, sigo creyendo que vale la pena tender la mano al otro. Escuchar no es rendirse ni traicionar a tus valores y principios, es, al contrario, un acto de valentía. Es reconocer que el otro, por muy diferente que parezca, es también parte de esta aventura humana que compartimos.
Para ampliar información: https://psycnet.apa.org/doiLanding?doi=10.1037%2Fxge0001579
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