domingo, 26 de octubre de 2025

Versión completa

Anoche tuve un sueño peculiar. El mar estaba quieto, sin olas ni viento en el horizonte. Solo la superficie inmóvil, tan perfecta, que al mirarla sentí un mareo. Desperté jadeando, con la garganta seca, como si hubiera gritado en silencio. A veces pienso que mis sueños ya no son propios, que otros los eligen por mí. Lo curioso es que no me importa. Me he acostumbrado a su catálogo.

Dicen que el sueño es un anticipo gratuito de la muerte. Si eso es cierto, los sueños serían anuncios que intentan vendernos algo que no sabemos si queremos. Desde pequeños nos entrenan para aceptarlo: dormimos un tercio de la vida y creemos que es descanso. Pero ahora sospecho que es solo un adelanto. Una muestra. Una promesa que nunca se cumple del todo.

En algún momento me convencí de que debía haber más. Que cuando muriera de verdad, tendría derecho a la versión completa. Sin interrupciones. Sin esas imágenes impuestas que se cuelan en mis noches como vendedores desesperados. Y entonces me asaltó una duda que me cuesta desalojar: ¿y si vivir es el precio? ¿Y si cada día, cada decisión, cada pérdida es el precio que pagamos para merecer el silencio absoluto?

El otro día vi a un hombre morir. Sus ojos se abrieron por última vez y juro que vi algo que no puedo explicar. No fue miedo. Tampoco alivio. Fue otra cosa, como si al fin le hubieran entregado la clave de acceso. Me quedé observándolo mucho después de que los otros se hubieran ido. Imaginé su conciencia alejándose, deslizándose a través de esa puerta, dejando atrás los anuncios, las ofertas, los intentos de convencerlo de algo.

Ahora, cuando cierro los ojos, escucho un leve zumbido, como si alguien estuviera ajustando el volumen de una frecuencia lejana. Y me pregunto si es la última llamada, o solo otro aviso disfrazado de epifanía. Sea como sea, sigo pagando. Respiro, camino, recuerdo nombres que ya no significan nada. Pero sigo.

Espero que algún día, cuando llegue mi turno, alguien apague por fin todas las luces. Que se terminen los mensajes. Que encuentre ese mar quieto otra vez, pero esta vez, sin mareos.

Esta vez, sin regresar.

domingo, 19 de octubre de 2025

De cómo el pastel de riñones y la conversación de Lady Mildred conquistaron los siete mares

Se dice que el Imperio Británico se forjó sobre los mares, impulsado por la bravura de sus marinos, la superioridad de su técnica y la inquebrantable determinación de llevar la civilización (y el té de las cinco) a cada rincón del orbe. Todo eso, por supuesto, es una completa falacia. La verdad, conocida en los salones más selectos de Londres, pero cuidadosamente silenciada por los historiadores oficiales, es mucho más sencilla y considerablemente más trágica: los británicos se convirtieron en los mejores marinos del mundo porque preferían enfrentar tifones, piratas y el escorbuto antes que quedarse a cenar en casa.

Imaginemos, si se quiere, al joven Timothy Paddington-Smythe, heredero de una distinguida línea de caballeros cuya mayor hazaña había sido mantener los labios firmemente sellados mientras degustaban un estofado de cordero que, por textura y sabor, recordaba sospechosamente a la suela de un zapato usado en la campaña de Crimea. Timothy, como tantos otros de su época, había pasado los mejores años de su juventud participando en eternos banquetes familiares, donde se le ofrecía un menú que consistía, básicamente, en todo aquello que la naturaleza había destinado a no ser comido: anguila en gelatina, col hervida hasta rendirse al desaliento y el infame pastel de riñones, cuyo aroma bastaba para que los canarios de la casa se desmayaran en sus jaulas.

Si esto no fuera suficiente estímulo para buscar horizontes más apetitosos, estaba siempre la encantadora compañía de las damas del momento. Lady Mildred Higginbotham, por ejemplo, era conocida en toda la comarca por su habilidad para hablar durante seis horas consecutivas sobre los méritos comparativos del lino irlandés frente al escocés, sin una sola pausa para respirar ni, lo que es peor, para pensar. Las mujeres británicas, decían algunos, tenían la belleza etérea de las nieblas del Támesis; es decir, pálidas, frías y propensas a desaparecer en cuanto uno intentaba acercarse demasiado.

Así fue como Timothy, una noche particularmente memorable después de soportar un suflé de riñones que colapsó bajo su propio peso moral y una conversación de Lady Mildred sobre la mejor forma de remendar un calcetín de lana, tomó la decisión que cambiaría la historia del mundo. Se alistó en la Marina Real.

Al principio, muchos pensaron que era un impulso juvenil, una fase, como la costumbre de los jóvenes de entonces de coleccionar insectos muertos o aprender sánscrito. Pero cuando, a la semana siguiente, todos los varones de su club de lectura hicieron lo mismo, los altos mandos navales comprendieron que estaban ante algo grande.

En el mar, por supuesto, las condiciones eran atroces. Las raciones consistían en galletas que crujían menos por su textura y más por la presencia constante de gorgojos; el agua potable era un concepto teórico, y el ron fluía como única medicina contra el tedio y la humedad. Sin embargo, cualquier marinero habría preferido mil veces el escorbuto antes que el menú del Club de Caballeros de Cheltenham o la mirada inquisitiva de Lady Mildred al preguntar por qué uno llevaba los calcetines desparejados.

Así, por huir del pastel de anguila y de la conversación acerca de las virtudes del encaje de Nottingham, los marinos británicos zarparon una y otra vez. Descubrieron nuevas tierras, fundaron colonias, comerciaron especias (aunque, en un giro irónico, nunca consideraron usarlas en su propia cocina) y construyeron un imperio sobre la base del miedo visceral a volver a casa.

Es importante señalar que, siglos después, esta tradición se mantiene viva. Basta visitar cualquier pub de Portsmouth y escuchar a los marineros veteranos murmurar sobre la cocina de su infancia con el mismo tono con que otros narran tragedias épicas. La Royal Navy jamás ha olvidado su verdadero motor: la huida gloriosa del estofado de riñones y las conversaciones eternas sobre la temporada de cosecha de guisantes.

domingo, 12 de octubre de 2025

Cartón mojado, sopa tibia y la dignidad de caminar


El frío comenzaba a colarse por las costuras deshechas de su abrigo, uno que había visto tiempos mejores. Una manga colgaba hecha jirones, la otra estaba apenas sujeta por pocos unos hilos a los que no les quedaba mucho. Llevaba días sin un baño decente, semanas sin techo, meses sin oír su nombre en otros labios que no fueran los propios. «Me llamo Ernesto», se repetía cada mañana al despertar en el callejón, cuando el cielo era apenas una línea clara entre los edificios y las manos le temblaban con más fuerza que el día anterior.

La gente pasaba por su lado como fantasmas, ojos que no veían, que lo esquivaban. Solo de cuando en cuando caía una moneda a sus pies, arrojada desde la distancia como quien echa pan a un perro. Ernesto había sido muchas cosas antes de acabar así: obrero, esposo, padre. Pero cuando la fábrica cerró y el desalojo se llevó lo poco que quedaba, su vida se desmoronó sin remedio. María se marchó llevándose a la niña. Lo último que le quedaba era el orgullo, y también aprendió a tragarse ese trozo cada vez que mendigaba un mendrugo a las puertas de la tienda.

Aquella tarde, la lluvia era como una ducha de agua con lejía. Le mojaba la piel agrietada y le corría por la espalda encharcada. Se había refugiado bajo el alero de una entrada en la calle Carretas. La cartulina empapada en la que había garabateado «Busco trabajo» estaba ilegible, la tinta corrida. El cartón en el que dormía olía a orines viejos y a humedad.

Hola.

La voz vino desde un lado, tranquila y sin prisa. Ernesto no respondió al principio. Pensó que era para otro, para cualquiera. Pero el hombre se acuclilló junto a él, doblando las rodillas sin miedo a ensuciarse los pantalones. Tenía barba incipiente, ojos de alguien que ya había visto demasiado y una bolsa de plástico en la mano. De esas que crujen como un animal lastimado.

Te traje algo caliente.

Ernesto lo miró con la misma incredulidad con la que uno mira un truco barato de feria. La bolsa contenía un sándwich envuelto en papel de aluminio y un vaso de cartón. Salía vapor. Caldo. O café. O lo que fuera que estuviera caliente.

No tengo para pagarte dijo Ernesto, la voz ronca como una cerradura vieja.

No te lo estoy vendiendo.

Aquel hombre se sentó a su lado, apoyó la espalda en la pared, estiró las piernas. Sacó otro vaso de su mochila y bebió. No preguntó nada. No dijo nada más. Solo estuvo ahí, como si fuera lo más normal del mundo.

Ernesto comió sin pensar. El pan estaba blando. Había pollo dentro. Y algo de mayonesa. Al tragar, sintió que el pecho se le aflojaba. Algo se deshizo en él, como cuando uno se duerme después de días sin dormir. El vaso tenía sopa, tibia, con sabor a otros tiempos mejores. No era gran cosa, pero bajaba por la garganta como un abrazo que no esperaba.

¿Por qué haces esto? preguntó después, cuando el estómago dejó de dolerle tanto.

El hombre se encogió de hombros.

Porque hace años me lo hicieron a mí. Y si no fuera por eso, seguiría pensando en cómo tirarme a las vías del metro.

Ernesto bajó su mirada perdida. Sus uñas sucias, sus dedos como garras escuálidas. La lluvia había cesado hacía tiempo. Solo quedaba un aire denso, impregnado de olor a tierra húmeda y humo de escapes.

 —Me llamo Sebastián —dijo el desconocido, tendiendo su mano con gentileza. Ernesto dudó por un instante. La estrechó. Ya no recordaba la última vez que había tocado otra mano que no fuera la suya. La de su hija, quizás, antes de que se subiera al automóvil junto a su esposa.

Intercambiaron pocas palabras. Sebastián le habló de un refugio cercano al ayuntamiento. No era un palacio, pero ofrecía camas y algo de sopa caliente por las noches. También le habló acerca de alguien que ofrecía pequeños trabajos esporádicos. Limpiar cristales, cargar bolsas. Lo justo para recomenzar de cero, si uno podía soportar el frío y el temor a ser abandonado si no despertaba al amanecer.

Aquella noche, Ernesto caminó hacia el albergue. Recorrió calles que no pisaba desde que vestía traje y corbata para ir a la oficina. La ciudad era la misma, pero él la miraba como un animal que emerge de su madriguera luego del invierno.

Le dieron una manta. Le asignaron un número. Le brindaron un lugar para descansar. Los otros hombres eran sombras que respiraban fuerte en la penumbra. Algunos tosían. Otros lloraban dormidos. Pero allí estaban, con vida. Como él.

El trabajo apareció después. Barría un galpón. No importaba. Sus manos dolían; sin embargo, su cuerpo se irguió nuevamente. Cada noche, cuando Sebastián pasaba a verlo, se sentaban un rato en un banco. Fumaban cigarros liados a mano, compartiendo cada calada.

—No sé si podré salir de esta —decía Ernesto.

—No es necesario salir —respondía Sebastián—. Solo hace falta seguir caminando un poco más.

Un mes después, Ernesto caminó con pesar por la plaza donde había descansado su cuerpo agotado en un banco de cemento. Al acercarse, reconoció al chico que aún quedaba sentado en el lugar, envuelto apenas por una bolsa de basura que no lograba protegerlo del viento helado. Se detuvo frente a él, ofreciéndole en silencio lo poco que le quedaba de su cena. El muchacho, temblando, recibió el alimento sin siquiera mirar a su benefactor. Por un instante, Ernesto temió que el mundo siguiera siendo tan cruel... pero también creyó ver que todavía quedaba en él un resquicio de compasión que permitía aliviar el sufrimiento ajeno sin menoscabo propio.

Donde el frío ya no es solo una sensación física, sino el reflejo del vacío que carcome desde adentro.

 

domingo, 5 de octubre de 2025

El postrer vals para el maestro

En la calle Tahonas Viejas, donde la brisa de marzo transporta el aroma de la leña envejecida y el grano tostado, todavía resuenan invisibles los ecos de su piano. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben. Hay tardes en que las persianas vibran de un modo peculiar, como si la melodía de un nocturno se colara por las rendijas y reclamara su lugar en el ambiente.

Le llamaban “El Maestro”, así, sin nombre. Los niños que alguna vez lo espiaron por las rendijas del conservatorio ahora lo recuerdan como hombres que guardan silencio antes de entonar ciertas notas. Sus manos, pálidas y firmes, parecían más hueso que carne cuando acariciaban el teclado de marfil amarillento. Nadie supo nunca si fue Chopin quien habitaba sus dedos, o si era él quien dictaba a los fantasmas sus secretos.

En la ciudad de Salamanca, bajo cielos que parecen teñidos de humo y plata, sus pasos fueron lentos hasta perderse en la misma neblina que lo vio llegar. Se dice que había nacido en Génova o en Córdoba, o quizás en ninguna parte. Que en Madrid llenó teatros mientras las damas ajustaban sus guantes de encaje y los caballeros se encendían cigarrillos a la espera del milagro. Se decía tantas cosas de él. Que se enamoró de una soprano que murió de fiebre antes del estreno de una ópera. Que nunca quiso grabar sus conciertos por temor a que su música se quedara sin alma, atrapada en la cera fría de un disco. Que tocaba mejor los días de lluvia, porque el agua en los cristales marcaba el compás más puro.

Ahora vive en un estrecho apartamento del tercer piso de un antiguo edificio sin ascensor, frente a una plaza donde los niños juegan entre gritos y risas mientras sus madres los llaman a cenar desde los balcones. Cada mañana puede ser visto en el Café Novelty, su desgastado sombrero gris ladeado de forma característica, absorto en la observación de las sillas vacías, al igual que antes solía dedicar su mirada intensa a las partituras descuidadamente abiertas frente a él. En ocasiones dibuja algo apresuradamente en una servilleta de papel: unas claves musicales, un pentagrama incompleto y roto, o quizás solo el borroso recuerdo de un rostro del pasado.

—¡Buen día, Maestro! —le dicen los conocidos al cruzársele por el camino, aunque siguen apresuradamente sin demorarse.

Él responde con un leve asentamiento de cabeza a modo de saludo cordial. Luego vuelve a sumirse en su silencio pensativo, que es el único idioma que domina con fluidez en estos últimos años.

En la modesta tienda de música de la calle Don Bosco, todavía conservan delicadamente un viejo afinador que él obsequió al dueño, un tal señor Delmas, cuando este era aún un principiante. Nadie se atreve a usarlo. Permanece en la vitrina, entre arcos para instrumentos de cuerda antiguos y fotografías en sepia amarillentas. Corren rumores de que, si uno cierra los ojos frente a ese afinador, puede escucharse el eco lejano de su antigua sonata en do menor.

Una vez al mes, el enigmático maestro se adentraba en la pequeña y antigua iglesia de San Sebastián, ocultando su presencia entre las sombras del último banco. Con paciencia infinita aguardaba a que la luz anaranjada del atardecer iluminara las vidrieras, instante en que la organista iniciaba sus escalas vespertinas. Sus dedos a veces erraban, a veces se detenían para corregir algún pasaje, y aunque él apenas movía un músculo, su rostro revelaba el gozo que le producían sus aciertos. Al terminar, partía sin decir palabra.

Dicen que, en las largas noches invernales, cuando la niebla envolvía el río y las farolas parecían hadas perdidas, de algún rincón del barrio emergía el sonido de un piano. Sus notas, frágiles y precisas, flotaban en el aire como copos de nieve llevados por el viento. Nadie supo nunca si quien las tocaba era él, o si la propia ciudad las rememoraba en sueños.

Aquel niño que tantas tardes jugó en la plaza había alcanzado la fama como violinista, y estrenó así una breve pieza titulada “Último vals para el Maestro”. La presentó en un modesto teatro ante un público menguado, donde las mujeres de anciana mirada lucían pañuelos de encaje y los caballeros peinaban su cabello con brillantina. Cuentan que al final, entre aplausos, alguien dejó abandonado un sombrero gris y unos apuntes garabateados a lápiz.

Ya no se divisa al Maestro en su mesa del café, ni en su rincón predilecto de la iglesia, ni charlando en la plaza. Pero dicen que al soplar el viento de poniente por la calle Tahonas Viejas, los postigos aún temblaban al compás de algún nocturno que reclamaba volver a sonar.