(Parte 1)
La lluvia, aquel día, no caía; más bien, reptaba por los
cristales, dibujando caminos erráticos que parecían burlarse de la lógica.
Estaba sentado en el rincón más oscuro de mi apartamento, ese donde la lámpara
arrojaba su luz con desgana, como si también ella estuviera cansada de mis días
grises. Tenía 25 años, aunque a veces sentía que mis huesos pertenecían a un
tiempo más antiguo, cargado de polvo y derrotas.
El teléfono quebró el silencio con un timbre áspero, como un
cuchillo atravesando un lienzo. Descolgué sin esperanza, esperando la
trivialidad que suele traer consigo el sonido del mundo. Pero no. Del otro
lado, una voz de terciopelo y certeza me habló:
—Hola, soy Laura, de la editorial Lumen. Hemos leído tus
relatos y queremos publicarlos.
Mis pensamientos se detuvieron, suspendidos como insectos
atrapados en ámbar. Las palabras resonaban, pero su significado se negaba a
asentarse. Publicar, mis relatos... ¿cómo podía eso ser real? Laura continuó,
describiendo cómo habían tropezado con mi blog y cómo mi voz, según ella,
merecía llegar a más personas.
El teléfono se convirtió en un puente, en un túnel que
conectaba mi tedio con algo luminoso e imposible. Colgué en estado de estupor,
como quien despierta de un sueño demasiado vívido. Esa tarde, la lluvia dejó de
ser solo agua; se volvió una ovación sutil.
Abandoné la oficina donde mi alma había estado encadenada y
me sumergí en la escritura. Pasaba días enteros construyendo mundos en
cuadernos ajados, y mis dedos tiñendo el papel de un frenesí inesperado. Mis
primeros libros fueron tímidos ecos, pero suficientes para alimentar mi hambre
de significado. Y con el tiempo, el rumor de mi nombre creció, colándose en
círculos literarios que antes solo soñaba.
Años después, otra llamada vino a romper el silencio. Esta
vez, el timbre era más irónico, un chasquido burlón. Contesté, rodeado de
estanterías repletas de libros, testigos de mi evolución.
—Buenos días —dijo una voz plana—. Le llamo de Plus Ultra
Seguros. ¿Está satisfecho con su compañía actual?
Sonreí, porque solo el absurdo podía contestar a tanto
vacío.
—No mucho, para ser honesto. Ninguna póliza puede cubrir los
riesgos de estar vivo.
El silencio que siguió fue un lienzo, una pausa cargada de
posibilidades. Al final, la operadora, en un gesto inesperado, abandonó su
guion y tuvimos una conversación sincera. Estudiaba trabajo social, me dijo, y
esta llamada era solo un peaje que tenía que pagar en su camino. La
conversación se transformó en algo humano, tangible, como si dos desconocidos
compartieran un paraguas en medio de la tormenta.
Cuando colgué, algo en mí se había ablandado. Tal vez la
magia estaba en las cosas pequeñas, en las grietas por donde se filtra la luz.
Y luego llegó la tercera llamada. Eran las tres de la
madrugada cuando el teléfono, ese oráculo insomne, decidió hablar de nuevo.
Desperté con el corazón martillando, la cabeza envuelta en un velo de sueños
mal tejidos.
—Hola, cariño —dijo una voz imposible. Era mi madre.
Mi pecho se contrajo, el aire se hizo un lujo inalcanzable.
Ella había muerto hacía años, pero allí estaba, su voz tan viva como los
susurros del viento.
—Mamá...
—Siempre estoy contigo —respondió con ternura.
La conversación flotó en un espacio ajeno al tiempo. Me
habló de lucha, de miedo, y de cómo cada paso, por insignificante que
pareciera, era un acto de amor hacia el mundo. Sus palabras eran un bálsamo,
pero también una despedida.
Cuando la acabó la llamada, el silencio que quedó fue
monumental. Miré el registro de llamadas; no había nada, solo el eco de algo
que trascendía lo tangible.
Esa noche no dormí. La ciudad se extendía más allá de mi
ventana, un océano de luces y sombras que respiraba en su indiferencia. Me
prometí que mis palabras tendrían un peso, una resonancia. Escribiría no solo
para mí, sino para tocar las vidas que pudieran cruzarse con las mías.
(Parte 2)
El teléfono volvió a sonar años después, esta vez trayendo
no promesas, sino ruinas. Tenía 35 años y una vida que, vista desde fuera,
parecía un éxito perfecto. Pero al otro lado, Marcos, mi gestor de patrimonio
personal del banco, con voz de mármol, anunció que mis inversiones se habían
volatilizado, arrastrándome con ellas.
Colgué, no sabiendo si reír o llorar. El suelo que había
construido con tanto esfuerzo se deshacía bajo mis pies. Mis días se llenaron
de sombras y palabras que no llegaban. Cada página era un campo estéril, y el
mundo se volvió ajeno.
Otra llamada, meses después, me encontró en la penumbra de
mi casa casi vacía. Era otra operadora, con ofertas vacías y un entusiasmo
aprendido. Pero ya no tenía fuerzas ni para el sarcasmo.
—Nadie puede asegurarme contra las pérdidas que realmente
importan —dije, y colgué.
El teléfono dejó de ser un aliado; se convirtió en un
enemigo, un recordatorio de todo lo que se desmoronaba.
Hasta que una noche, la última llamada llegó. Mi madre de
nuevo, pero esta vez su voz no traía consuelo.
—Nada saldrá bien —sentenció, helando mi sangre.
Colgué antes de que pudiera decir más, pero sus palabras
quedaron tatuadas en mi mente. Esa noche, el vacío fue absoluto.
Sin embargo, la vida, caprichosa y obstinada, tiene formas
extrañas de responder. Una tarde, en el parque, una anciana desconocida me
recordó, con unas pocas palabras, que la lucha no era en vano. Volví a
escribir, primero con timidez, luego con fervor.
Las seis llamadas fueron puntos de inflexión o heridas que
también eran puertas. La vida, pensé, no es un cúmulo de éxitos o fracasos,
sino el arte de responder al eco de las cosas que no podemos controlar. Y
mientras mi pluma siga trazando líneas, tal vez aún haya algo por descubrir.