domingo, 23 de febrero de 2025

El sendero invisible

La semana que voy a relatar comenzó con una pregunta y terminó con una lección. Caminaba por los límites de mi rutina, siempre con la sensación de estar marcando el terreno en un mundo que ya no tiene espacio para la sorpresa. Y fue entonces cuando don Lorenzo, un viejo maestro jubilado, me dirigió la palabra por primera vez.

«¿Por qué insistes en abrir nuevos surcos donde ya hay caminos?», me dijo una tarde, de improviso. Lo dijo al ver cómo yo intentaba acortar por un atajo para llegar a la finca más rápido. Me detuve, desconcertado, y don Lorenzo siguió hablando, contándome cosas que jamás había oído antes pronunciar a nadie; al terminar su monólogo y antes de que pudiera responder, se encogió de hombros y se alejó. Esa noche, al recordarlas, sus palabras me parecieron un acertijo.

El lunes, al amanecer, decidí tomarlo como un desafío. Durante años había caminado por mi vida, pisoteando los senderos con la fuerza de quien no piensa en las huellas que deja. Esa mañana, seguí el camino ya trazado hasta la finca, con cada paso intentando ver lo que otros habían dejado. «Avanza despacio», resonaba la voz de don Lorenzo en mi mente, como un eco de algo mayor. Noté que los charcos reflejaban el cielo y que las piedras parecían haber sido colocadas allí para contar una historia que debía escuchar.

El martes, en un cruce del sendero, me topé con un grupo de niños y una anciana llevando un rebaño. Me detuve, cediéndoles el paso, y saludé como me había enseñado mi abuela: con una inclinación de cabeza y un «buenos días» sincero. La anciana me devolvió el saludo y los niños me miraron con curiosidad. Caminé más ligero después de eso, como si un simple gesto de cortesía tuviera el poder de despejar las cargas de un alma que a menudo había caminado sola.

El miércoles, mientras recorría un viejo sendero en busca de inspiración para mis escritos, encontré una verja cerrada. Por instinto, quise abrirla y dejarla como me fuera más cómodo, pero recordé algo que don Lorenzo había enunciado: «Deja cada cosa en su lugar». Cerré la verja tras de mí y comprendí que los límites no son siempre cárceles; a menudo son recordatorios de que cada parcela, cada rincón, tiene un propósito que debemos respetar.

El jueves, un río se interpuso en mi camino. Podía vadearlo, pero elegí buscar un puente. Mientras lo hacía, reflexioné sobre cuántas veces había intentado cruzar la vida empapándome innecesariamente, cuando las soluciones estaban a la vista si me daba el tiempo para mirar. Encontré el puente, y al cruzarlo pensé en lo curioso que era que un camino sólido entre dos orillas pudiera parecer tan insignificante y, sin embargo, ser tan fundamental.

El viernes dediqué el día a recoger basura en una zona recreativa que teníamos junto al pueblo. Había llevado bolsas grandes y fuertes, siguiendo la inspiración surgida de las palabras de don Lorenzo, en forma de una advertencia implícita: «No dejes tu rastro donde el mundo ya lucha por mantenerse limpio». Volví con las bolsas llenas, pero con el corazón más ligero. Comprendí que no se trataba solo de limpiar; era una declaración silenciosa de que nuestra presencia en el mundo debe ser un acto de cuidado, no de abusivo descuido.

El sábado, decidí sentarme con don Lorenzo para darle las gracias. Lo encontré bajo un árbol, contemplando el horizonte a lo lejos. Le hablé de mi semana, de lo que había aprendido, y él simplemente sonrió. «El ruido excesivo nunca deja escuchar la música de lo esencial», me dijo. Comprendí que mi frenética búsqueda de significado había ahogado muchas veces las respuestas que el mundo había estado susurrando.

«¿Y el domingo?», preguntarás. Ah, el domingo fue el día del silencio, el día de recordar que el motor de nuestra existencia no debe contaminar el aire que respiramos ni el alma de quienes nos rodean. Caminé en solitario por los senderos que había recorrido durante la semana, asegurándome de que mi paso fuera tan leve que nadie pudiera decir que estuve allí.

Y así, al final de esos siete días, entendí que la convivencia en sociedad es como transitar por un bosque desconocido: requiere respeto, lentitud y la conciencia de que el mundo no nos pertenece solo a nosotros. Don Lorenzo me había dejado un mapa que no necesitaba brújula; bastaba con caminar con el corazón abierto y la mirada atenta. En el fondo, todos somos viajeros en este sendero llamado vida y la única regla que realmente importa es la que me dijo al despedirnos: «Vive de tal manera que, cuando te vayas, el camino se haya vuelto mejor por haberte tenido en él».

domingo, 16 de febrero de 2025

La linterna de la razón frente a la superstición: la lucha por la verdad en un mundo de narrativas emocionales

Soy un firme defensor de la lógica y la racionalidad como vía para conocer e interpretar la realidad; sin embargo, no puedo pasar por alto lo intrincada que resultan ser las vivencias humanas. Por esto mismo, me perturba toda tentativa de revivir las supersticiones y el pensamiento mágico; reliquias, aún vivas, de épocas pasadas en las que el ser humano no tenía mejores formas de explicar la realidad material y se veía empujada a buscar atajos y dar forma a fantasiosas maneras de dar cuenta del mundo.


Durante mi vida he observado cómo la búsqueda sincera de la verdad se ve comprometida por narrativas que recurren a las emociones y la superstición. Cuando alguien elogia la magia en lugar del rigor científico, siento que se debilitan los esfuerzos de generaciones que han apreciado la evidencia y el pensamiento crítico.


Este estudio y análisis de la Fundación BBVA me produce emociones encontradas. Por un lado, resultará alentador observar que la ciencia y la lógica continúan siendo altamente valoradas como instrumentos esenciales para comprender lo que nos rodea. Por otro, me preocupa que siga habiendo un porcentaje significativo de la población que optan por mantenerse aferrados a teorías sin base alguna, salvo la de su imaginación desbordada, intentando explicar la realidad desde un prisma místico que solo contribuye a perpetuar la ignorancia.


Cuando era un niño me encantaban las historias de fantasía que ofrecían soluciones simples y maravillosas ante lo desconocido. Con el paso del tiempo comprendí que la verdadera maravilla no radica en aceptar lo inexplicable de forma pasiva, sino en desafiarlo. La ciencia, y todo lo que se deriva de esta, para mí, es como una linterna que disipa las sombras de la duda y distingue entre lo auténtico y lo ilusorio, sin restarle misterio al mundo, por el contrario, añadiéndole un nuevo matiz de fascinación.


Me alegra ver que en medio de la confusión de esta era contemporánea de la mal llamada postverdad, es decir, de igualar el valor de la mentira y la verdad en el discurso público, todavía se valora la importancia de la ciencia como fundamento del entendimiento y el debate en las sociedades democráticas. Estamos hablando aquí no de una fe irracional, sino de la conciencia de que nuestras elecciones deben estar fundamentadas en hechos comprobables y no en fantasías.


Abogar por la razón no solo implica descartar creencias en lo sobrenatural; también implica asumir la responsabilidad de construir un mañana en el cual las discusiones se basen en argumentos sólidos sustentados por vivencias compartidas contrastables. Una sociedad que valora la evidencia por encima de la fantasía; que fomenta el espíritu crítico y desconfía de soluciones simplistas, es una sociedad que abraza la verdad sin rodeos ni engaños, por dura que esta pueda ser en ciertos momentos.


Cada dato de este informe refuerza mi convicción: solamente a través de un análisis detallado y una búsqueda constante de la verdad, podremos liberarnos de las ataduras de la superstición y avanzar hacia un futuro donde la razón y la compasión sean nuestras guías más sólidas.

domingo, 9 de febrero de 2025

Fin del trayecto

La estación de tren era un lugar de espectros vestidos de terciopelo negro, cargados con maletas de un peso innombrable. Cada rincón del andén vibraba con un rumor como de abejas atrapadas en botellas. Era una mañana gris de 1923, el humo de las máquinas se enroscaba con pereza entre los pilares de hierro, pero nadie allí parecía notar el frío, ni la hora, ni siquiera el paso lento del tiempo. Sólo existía el control de billetes, a cargo de un hombre alto, enjuto, de ojos pequeños y brillantes como vidrio roto.

Minosse, le llamaban. Aunque muchos pensaban que se trataba de un apodo, otros juraban que era su nombre de nacimiento. Siempre estaba ahí, con su libreta de piel cuarteada y un lápiz gastado, anotando, verificando, susurrando. Parecía conocer de memoria cada nombre, cada rostro que aparecía frente a él y nadie podía tomar asiento en un vagón sin pasar por sus ojos fríos y aquella voz que arañaba las paredes. “Destino final, por favor,” pedía sin una pizca de humanidad, y los pasajeros, bajo el peso de esas palabras, parecían envejecer en un instante.

Un niño intentó entrar al primer vagón, aquel donde se decía iban los afortunados, los que viajaban sin cargas ni angustias visibles. Minosse apenas lo miró antes de murmurar, con tono de sentencia, “Ése no es tu lugar. Sigue adelante.” Al niño lo arrastraron dos figuras vestidas con trajes impecables hasta el siguiente vagón, donde rostros rígidos y ojos hundidos dormitaban entre relojes sin manecillas. Se decía que quienes subían allí vivían atrapados en un instante suspendido, sin llegar nunca a despertar del todo, sin caer nunca en el sueño.

Las puertas se cerraron tras el niño y entonces Minosse volvió a tomar nota, tachándolo con deliberada lentitud en su lista. Un hombre con un sombrero desaliñado lo miraba con terror y cuando llegó su turno, apenas podía sostener el billete que temblaba entre sus dedos. Era un hombre de buenos modales, ex banquero caído en desgracia, alguien que alguna vez sostuvo el mundo en la palma de la mano y que, ahora, en algún rincón de su conciencia, sospechaba que ese tren no tenía fin ni destino.

—¿Al menos, a qué velocidad vamos? —se atrevió a preguntar, creyendo que tal vez así podría medir su propia condena.

Minosse levantó la vista lentamente y su mirada le heló hasta la médula.

—Depende de ti, pero nunca lo suficientemente rápido para olvidar ni lo suficientemente lento para arrepentirse.

Y sin más, lo asignó al vagón tercero, donde hombres y mujeres de mirada vacía permanecían eternamente ocupados en cuentas sin sentido, en el lamento de sus errores, revisando documentos antiguos que parecían perderse en un laberinto de cifras y detalles que nadie entendería jamás.

Los vagones se extendían sin fin, uno tras otro, cada uno más sombrío y árido que el anterior. Había uno en particular, el cuarto, en el que los pasajeros parecían acurrucarse como insectos bajo un peso invisible. En este vagón, el aire era espeso y los viajeros escuchaban constantemente sus propios pensamientos amplificados, sus deseos desbordándose como voces insidiosas que nunca se callaban. Gritos mudos, miradas torcidas, recuerdos que se repetían con la precisión de una maquinaria infernal. Nadie escapaba de sí mismo allí, y, aunque algunos lo intentaron, ninguno sobrevivió al propio eco de sus pensamientos.

El tren continuaba su marcha lenta pero imparable. En los vagones traseros, ya sin luces, otros viajaban en una oscuridad tan densa que parecía tener cuerpo. Allí se veían sombras que no pertenecían a ningún ser vivo, meras siluetas de lo que alguna vez fueron, atrapadas en algún error insondable, en culpas que no se borraban. Desde la ventanilla, si uno se atrevía a mirar, se percibían apenas reflejos que nunca coincidían con el rostro del que miraba. Alguien murmuró alguna vez que, al final del viaje, los reflejos abandonaban el tren, quedando libres mientras los cuerpos seguían atrapados en él para siempre.

Minosse hacía su ronda incesante, entrando y saliendo de cada vagón, cuidando de que nadie abandonara el lugar que le había sido asignado. Jamás mostraba una pizca de compasión o duda; era un juicio ambulante que jamás se permitía cambiar de veredicto.

Hubo quienes trataron de sobornarlo, algunos con dinero, otros con lágrimas, y unos pocos con promesas de secretos imposibles, pero Minosse los observaba como quien mira una piedra en la carretera. «Lo que ofrecen no tiene aquí valor alguno», decía, con una sonrisa helada, dibujada en los labios.

Y así, el tren continuaba su camino, en algún lugar que solo Minosse conocía, bordeando paisajes cambiantes de ciudades desiertas, bosques de árboles muertos, mares de humo. Los pasajeros, inmersos cada uno en su particular vagón, comenzaron a perder noción del tiempo, como si las estaciones del año ya no existieran, como si el reloj interno de cada uno se hubiese detenido en el momento exacto en que Minosse les señaló su sitio.

Una mañana, un hombre nuevo abordó el tren en medio de un silencio espeso. Era un hombre ordinario, sin secretos ni crímenes evidentes, pero Minosse lo miró y supo, como siempre, dónde colocarlo. Lo dirigió al último vagón, donde el vacío era absoluto, y el hombre, al tomar asiento, sintió un escalofrío helado en el pecho. Allí, solo en la oscuridad, oyó por primera vez el sonido de un latido, profundo, inhumano, acompasado como el tic-tac de un reloj antiguo. Y comprendió, sin que nadie se lo explicara, que aquel tren nunca se detendría.

domingo, 2 de febrero de 2025

La geometría invisible de mi juicio

Nací durante el verano de 1979, bajo un cielo que, según cuenta mi madre, parecía un telón teñido de azul violento. Mi primer recuerdo es el del zumbido de una abeja atrapada entre los pliegues de una cortina amarilla. Tenía cuatro años y, mientras mi padre intentaba liberarla, yo pensaba que aquella abeja era un mensaje cifrado. Ahora sé que mi mente, siempre inclinada a los atajos, ya practicaba el arte de decidir rápido, casi sin pensar, un mecanismo que más tarde entendería como la base de muchas trampas mentales.

A los siete años, mi abuelo me llevó al rastro de Madrid. Allí vi un reloj que costaba 100 000 pesetas, junto a otro de 20 000. «El segundo es una ganga», le dije susurrando, para que no nos oyera el vendedor, mi abuelo se rio y me contestó: «ambos son una pérdida de dinero». Esa fue la primera vez que mi mente se dejó influir por la primera información que recibe, como si lo demás orbitara alrededor de esa ancla inicial. Más tarde, en la adolescencia, esto se repetiría al elegir amigos o libros; me bastaba la primera impresión para decidir su valor, equivocándome más veces de las que puedo contar.

A los 19, me enamoré por primera vez. Perdí algo más que tiempo y tranquilidad; me perdí a mí mismo. Cuando finalmente rompimos, me aferré al pasado con una fuerza absurda. Me dolía tanto la idea de perder lo que habíamos construido, que prefería no soltarlo, aunque fuera evidente que ya no quedaba nada que salvar.

La universidad fue otro campo de batalla mental. Quería ser ingeniero, pero una película sobre un arquitecto bohemio me convenció de que debía diseñar edificios imposibles. Fue la viva imagen lo que me sedujo, tan poderosa que ignoré otras opciones mucho más sensatas. Lo curioso es que, aunque me arrepiento de aquella elección, también aprendí a construir más que casas; construí historias, metáforas y puentes que, como este relato, cruzan desde lo irracional a lo racional, para llegar a lo íntimo.

A los 30, trabajaba en una consultora. Cada proyecto parecía sencillo sobre el papel, pero siempre se alargaba semanas, a veces meses. Éramos víctimas de un optimismo desmedido: subestimábamos lo que realmente nos llevaría completar cada tarea. Por entonces, yo ya leía a Kahneman y comprendía cómo nuestra mente diseña escenarios futuros ideales que rara vez se ajustan a la realidad.

El peor error de mi vida sucedió a los 39. Invertí todos mis ahorros, unos 50 000 euros, en un negocio de drones porque llevaba años convencido de que era una gran idea. Mi entusiasmo me hizo buscar solo pruebas que confirmaran mi decisión y descartar las que advertían del riesgo. Perdí el dinero, pero obtuve una lección imborrable: la mente puede ser un aliado traicionero. Tal y como Wittgenstein resumió de una manera tan certera: «Nada es tan difícil como no engañarse a uno mismo».

Hoy, con 45 años, vivo entre decisiones que aún se tambalean entre el presente y el futuro indeterminado. Cada mañana, cuando tomo café y planeo el día, y luego, a lo largo de este, intento no dejarme arrastrar por mis impulsos. A veces lo consigo. En ese esfuerzo por comprender mis propias trampas mentales, he aprendido algo: la vida se construye entre lo inmediato y lo eterno, y aunque mi cerebro me engañe, el viaje merece la pena.