La semana que voy a relatar comenzó con una pregunta y terminó con una lección. Caminaba por los límites de mi rutina, siempre con la sensación de estar marcando el terreno en un mundo que ya no tiene espacio para la sorpresa. Y fue entonces cuando don Lorenzo, un viejo maestro jubilado, me dirigió la palabra por primera vez.
«¿Por qué insistes en abrir nuevos surcos donde ya hay caminos?», me dijo una tarde, de improviso. Lo dijo al ver cómo yo intentaba acortar por un atajo para llegar a la finca más rápido. Me detuve, desconcertado, y don Lorenzo siguió hablando, contándome cosas que jamás había oído antes pronunciar a nadie; al terminar su monólogo y antes de que pudiera responder, se encogió de hombros y se alejó. Esa noche, al recordarlas, sus palabras me parecieron un acertijo.
El lunes, al amanecer, decidí tomarlo como un desafío. Durante años había caminado por mi vida, pisoteando los senderos con la fuerza de quien no piensa en las huellas que deja. Esa mañana, seguí el camino ya trazado hasta la finca, con cada paso intentando ver lo que otros habían dejado. «Avanza despacio», resonaba la voz de don Lorenzo en mi mente, como un eco de algo mayor. Noté que los charcos reflejaban el cielo y que las piedras parecían haber sido colocadas allí para contar una historia que debía escuchar.
El martes, en un cruce del sendero, me topé con un grupo de niños y una anciana llevando un rebaño. Me detuve, cediéndoles el paso, y saludé como me había enseñado mi abuela: con una inclinación de cabeza y un «buenos días» sincero. La anciana me devolvió el saludo y los niños me miraron con curiosidad. Caminé más ligero después de eso, como si un simple gesto de cortesía tuviera el poder de despejar las cargas de un alma que a menudo había caminado sola.
El miércoles, mientras recorría un viejo sendero en busca de inspiración para mis escritos, encontré una verja cerrada. Por instinto, quise abrirla y dejarla como me fuera más cómodo, pero recordé algo que don Lorenzo había enunciado: «Deja cada cosa en su lugar». Cerré la verja tras de mí y comprendí que los límites no son siempre cárceles; a menudo son recordatorios de que cada parcela, cada rincón, tiene un propósito que debemos respetar.
El jueves, un río se interpuso en mi camino. Podía vadearlo, pero elegí buscar un puente. Mientras lo hacía, reflexioné sobre cuántas veces había intentado cruzar la vida empapándome innecesariamente, cuando las soluciones estaban a la vista si me daba el tiempo para mirar. Encontré el puente, y al cruzarlo pensé en lo curioso que era que un camino sólido entre dos orillas pudiera parecer tan insignificante y, sin embargo, ser tan fundamental.
El viernes dediqué el día a recoger basura en una zona recreativa que teníamos junto al pueblo. Había llevado bolsas grandes y fuertes, siguiendo la inspiración surgida de las palabras de don Lorenzo, en forma de una advertencia implícita: «No dejes tu rastro donde el mundo ya lucha por mantenerse limpio». Volví con las bolsas llenas, pero con el corazón más ligero. Comprendí que no se trataba solo de limpiar; era una declaración silenciosa de que nuestra presencia en el mundo debe ser un acto de cuidado, no de abusivo descuido.
El sábado, decidí sentarme con don Lorenzo para darle las gracias. Lo encontré bajo un árbol, contemplando el horizonte a lo lejos. Le hablé de mi semana, de lo que había aprendido, y él simplemente sonrió. «El ruido excesivo nunca deja escuchar la música de lo esencial», me dijo. Comprendí que mi frenética búsqueda de significado había ahogado muchas veces las respuestas que el mundo había estado susurrando.
«¿Y el domingo?», preguntarás. Ah, el domingo fue el día del silencio, el día de recordar que el motor de nuestra existencia no debe contaminar el aire que respiramos ni el alma de quienes nos rodean. Caminé en solitario por los senderos que había recorrido durante la semana, asegurándome de que mi paso fuera tan leve que nadie pudiera decir que estuve allí.
Y así, al final de esos siete días, entendí que la convivencia en sociedad es como transitar por un bosque desconocido: requiere respeto, lentitud y la conciencia de que el mundo no nos pertenece solo a nosotros. Don Lorenzo me había dejado un mapa que no necesitaba brújula; bastaba con caminar con el corazón abierto y la mirada atenta. En el fondo, todos somos viajeros en este sendero llamado vida y la única regla que realmente importa es la que me dijo al despedirnos: «Vive de tal manera que, cuando te vayas, el camino se haya vuelto mejor por haberte tenido en él».
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.