domingo, 27 de octubre de 2024

Eidan ratrepsed aesed on euq le ne oñeus nu se adiv al

Vivía en una ciudad donde los relojes andaban hacia atrás y las sombras vagaban solas. Su nombre era Ulises, un hombre que amanecía antes de quedarse dormido y soñaba después de que sus párpados despertaran. 

Las calles eran ríos de arena que cambiaban de rumbo junto con el viento y las palabras se paseaban libres como mariposas sin viento. Ulises era un buscador, buscaba algo que, al final del día, no recordaba haber perdido. 

La llave sin puerta estaba en su bolsillo, una llave que, aunque no abría ninguna entrada, destellaba en un sol de mil luces cada noche sin luna. 

Un día, después de contemplar la extraña fuga de su propia sombra por un callejón que no existía, la siguió. Al final de la acera le esperaba un grupo de árboles con raíces por encima de la Tierra y ramas en el cielo. Aquí conoció a una mujer sin rostro que le ofreció un espejo hecho de agua. “Aquí”, dijo, “podrás ver lo que no eres”. Ulises miró en el espejo y vio un desierto infinito donde una estatua de arena se desmoronaba con cada latido de su corazón. Soltó el espejo confundido; la gota de agua se expandió en una nube que subió hasta verse disipar. 

Siguió caminando y llegó a una casa que era más grande por dentro que por fuera. Las habitaciones tenían ventanas repletas de bruma y un reloj que se resistía de manera terca en marcar las mismas horas. Al fin de un pasillo sin fin, una puerta guardaba un abismo que olía a cosmos. Metió la llave y observó cómo el vacío estaba lleno de estrellas cantando canciones sin sonido. 

Fue ahí cuando Ulises entendió que buscaba respuestas en donde las preguntas iban a morir. Entonces se sentó al borde del abismo y dejó que las estrellas le contaran cosas sin principio ni fin. Sintió que su sombra había vuelto, era luz y era sombra. Y juntos, se disolvieron en una sola existencia de sombra y luz, ser y no ser. 

Fueron y quedaron, ya no había tiempo, y Ulises se convirtió en una abstracción en la mente de algún dios muerto. La ciudad siguió girando sin final. La gente siguió persiguiendo sus sombras y no dando nunca con ellas. Pues la vida y el absurdo y la maravilla que es, continuaron eternas y finitas. La vida es un sueño en el que no desea despertar nadie.

martes, 15 de octubre de 2024

El mar, la mar, la aventura que un día fue...

Es asombroso pensar en la valentía y la determinación de los grandes capitanes que, con medios precarios y en condiciones extremas, lograron hazañas que marcaron la historia de la humanidad. La navegación en el pasado era un acto tan arriesgado como las misiones espaciales del último tercio del siglo XX, con el peligro constante de lo desconocido y la posibilidad siempre presente de no regresar jamás. Estos capitanes no solo se enfrentaron a mares peligrosos, sino también a retos tecnológicos, políticos y humanos que hoy, desde nuestra perspectiva, parecen casi insuperables.

De entre todos los que han sido, estos 10 célebres marinos y exploradores tuvieron un impacto decisivo en la historia de la humanidad. Si bien son todos los que están, es obvio que no están todos los que son, aunque en nuestra memoria hispana destaque de una manera espacial Juan Sebastián Elcano, el primer capitán en completar la vuelta al mundo, representando el coraje y la resistencia humana ante lo desconocido. Esta travesía no solo demostró que la Tierra era redonda, sino que también abrió nuevas rutas comerciales que cambiaron el curso de la historia económica y política.

Sin más, y por orden cronológico:

1. Erik el Rojo (950-1003 aprox.)

Este vikingo noruego, al descubrir y colonizar Groenlandia, fue uno de los pioneros de la expansión nórdica en el Atlántico Norte. Su legado es un testimonio del espíritu indomable de los vikingos, navegantes que, con tecnologías rudimentarias, se aventuraron en algunos de los mares más hostiles del mundo.

2. Zheng He (1371-1433)

Ochenta años antes de que Colón zarpara, Zheng He comandó una de las mayores flotas jamás vistas, demostrando el poderío de la China de la dinastía Ming. Sus viajes diplomáticos y comerciales extendieron la influencia de China por el océano Índico, conectando Asia con África de manera nunca antes vista. Aunque su legado no está tan presente en Occidente, su impacto en la historia marítima es incuestionable.

3. Cristóbal Colón (1451-1506)

Su descubrimiento de América en 1492 revolucionó el mundo. Colón fue el precursor de la era de exploración y colonización europea, alterando profundamente el curso de la historia. Su impacto fue tan grande que aún hoy seguimos hablando de él en conversaciones cotidianas.

4. Fernando de Magallanes (1480-1521) y Juan Sebastián Elcano (1476-1526)

Capitaneada por Magallanes, la primera vuelta al mundo fue completada por Elcano tras la muerte del primero durante la travesía. Su logro no solo probó la esfericidad de la Tierra, sino que también abrió nuevas rutas comerciales globales que cambiarían la economía mundial para siempre. Su gesta es comparable al primer alunizaje: el desconocido océano era su espacio, y él, uno de sus primeros astronautas.

5. Bartolomeu Dias (1450-1500)

Su éxito al doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488 abrió la puerta a la ruta marítima hacia Asia, lo que revolucionó el comercio global. Fue uno de los primeros grandes capitanes en demostrar que África podía ser rodeada, conectando el Atlántico con el océano Índico y acelerando la expansión portuguesa.

6. Francis Drake (1540-1596)

El corsario inglés que desafió a España circunnavegando el mundo y saqueando sus colonias. Su audacia influyó decisivamente en el conflicto anglo-español y, como comandante, demostró una combinación de astucia y valentía que pocos podían igualar en su tiempo. Sus hazañas, entre ellas la defensa de Inglaterra contra la Armada Invencible, le han ganado un lugar inamovible en la historia.

7. Edward Teach (Barbanegra) (1680-1718)

El capitán pirata más temido del Caribe, con su terrorífica apariencia y despiadadas tácticas. Barbanegra dominaba el miedo como arma, algo que utilizó para controlar rutas comerciales clave. Su nombre aún resuena en la cultura popular como el pirata por excelencia.

8. James Cook (1728-1779)

Un verdadero pionero en la exploración del Pacífico, Cook cartografió Australia, Nueva Zelanda y muchas otras islas. A su coraje se le atribuye no solo la expansión del Imperio Británico, sino también importantes avances en la ciencia, gracias a sus precisas observaciones y descubrimientos en regiones antes desconocidas para Europa.

9. Horatio Nelson (1758-1805)

Su genialidad táctica le aseguró la victoria en la Batalla de Trafalgar en 1805, consolidando el dominio británico en los mares durante un siglo. Nelson es recordado no solo por sus victorias, sino por su carisma y liderazgo, que inspiraron a sus hombres a conseguir lo imposible en algunas de las batallas navales más decisivas de la historia.

10. Ernest Shackleton (1874-1922)

Aunque nunca logró su objetivo de cruzar la Antártida, su increíble capacidad de liderazgo y supervivencia bajo condiciones extremas durante la expedición Endurance ha sido fuente de inspiración durante más de un siglo. Shackleton mostró una determinación y fortaleza humana comparable con la de los astronautas que exploraron el espacio.

Estas figuras, como los primeros astronautas, nos recuerdan el poder del ingenio y la valentía humana frente a lo desconocido. Con barcos de madera y sin mapas fiables, se aventuraron en lo inexplorado, cambiando el mundo para siempre. A través de ellos, aprendemos que el verdadero progreso nace del coraje y la voluntad de ir más allá de los límites conocidos, incluso cuando esos límites parecen infranqueables.

Honor y gloria a todos ellos.

domingo, 13 de octubre de 2024

Otto, el oficinista

Otto se llamaba el oficinista, aunque a él su nombre siempre le había parecido más el de un insecto olvidado que se arrastraba por la mente cada vez que se observaba en el espejo de ascensor, ese cubo de cristal en el que subía y bajaba con el ritmo de los días. 

Todo en su vida carecía de los atributos de lo real, estaba atrapado en una réplica defectuosa del universo. El despertador lo despertaba a las 7:03, un sonido frío y metálico, como si la realidad misma se hubiera vuelto mecánica. Se levantaba, se vestía, se tomaba su café solo sin azúcar de pie frente a la ventana, sin observarla realmente y salía a la calle. 

Las sombras borrosas pasaban a su lado, las mismas caras inexpresivas, flotando. Llegaba a la oficina a las 8:37, saludaba al portero sin recibir respuesta y se sentaba en su cubículo. El reloj en la pared, ese miserable centinela del tiempo, siempre marcaba las 9:00 cuando Otto se hundía en su silla. A un lado, un compañero de trabajo cuyo nombre nunca podía recordar mascaba chicle en un ritmo que parecía acompasarse al tic-tac del reloj. Todo estaba demasiado sincronizado, como una mala interpretación. Pasaban las horas, una repetición de murmullos. Teclear, firmar, responder correos electrónicos irrelevantes, volver a mirar el reloj. Cada día terminaba como el primero: Otto guardando sus utensilios de trabajo en su maletín a las 18:12, cruzando el lobby de las oficinas, alcanzando al tren de las 18:30, el mismo paisaje gris que se desvanecía con edificios repletos de ventanas. Un ciclo perfecto, cerrado.

Y luego, una mañana, ocurrió lo imposible. Cuando sonó el despertador a las 7:03, Otto ya sabía lo que iba a pasar. Conocía cada detalle de ese día aún no vivido, cada paso para alcanzar la oficina y el número exacto de estos. También sabía las palabras que iba a recibir del jefe justo antes de marcharse a las 18:12. Sentía como si su vida fuera una proyección desde un proyector roto, con una cinta de celuloide deshilachada, girando y enredándose en sí misma; pero el día aún no había transcurrido siquiera. Sin embargo, tenía la certeza de que lo había experimentado exactamente así miles de veces antes.

Intentó parar, cambiar cualquier cosa. Anduvo más despacio hacia el tren. Compró una copia del periódico, pero las palabras se fundían juntas y giraban una y otra vez. Llegó tarde a la oficina, pero sus relojes todavía marcaban las 9 en punto cuando se sentó en su puesto de trabajo. Su compañero de oficina seguía masticando chicle, en un bucle infinito hipnotizante. Los días llegaron y se fueron, exactamente igual, fracasando cualquier tentativa de salir de este círculo vicioso. 

El tiempo, imperturbable, se negaba a avanzar, acabando por dar la vuelta al final del día. Inmóvil, Otto intentó quedarse despierto toda la noche. Se obsesionó con que el sueño era el portal que cerraba sus días. Agotado y con los ojos abiertos, llegó al amanecer y el despertador sonó a las 7:03. 

Entonces, al fin, Otto lo comprendió. Su vida no era un bucle, al contrario, era un eco infinito donde cada alternativa se malograba antes de adquirir forma. 

Atrapado entre el pasado y el futuro, finalmente se resignó. Concluyendo que, en un mundo de sombras, lo que fuera a hacer mañana no importaba, porque ya no había tiempo, solo el eterno volver a empezar.

domingo, 6 de octubre de 2024

El arte de aprender: repetición y selección del objeto de estudio

El concepto de overlearning o sobreaprendizaje, tal como lo plantea el científico cognitivo Daniel Willingham, pone sobre la mesa una reflexión profunda sobre cómo aprendemos y, más importante aún, sobre cómo asegurarnos de que lo que aprendemos perdure en el tiempo. En una época donde la información nos bombardea desde múltiples frentes y la educación se ve constantemente desafiada a adaptarse a nuevas tecnologías y metodologías, el sobreaprendizaje emerge como un recordatorio contundente: lo esencial sigue siendo practicar hasta dominar.

Una de las ideas centrales que presenta Willingham es que no todo puede ser practicado hasta la saciedad, sencillamente porque no hay tiempo. Esto implica tomar decisiones, tanto por parte de los docentes como de los estudiantes, sobre qué contenido es el que realmente debe practicarse hasta la automatización. El tiempo es un recurso limitado y debe invertirse en aquellos elementos que tendrán un impacto duradero, no solo en el rendimiento académico, sino también en la vida cotidiana.

Uno de los desafíos más interesantes que plantea el sobreaprendizaje es la necesidad de seleccionar con cuidado el contenido que merece ser practicado hasta la maestría. Willingham menciona ejemplos claros en disciplinas como las matemáticas, donde los estudiantes deberían automatizar conceptos recurrentes como las fracciones, los decimales o los números negativos. Estos elementos constituyen los «bloques básicos» sobre los cuales se construyen conocimientos más avanzados. Si no se dominan con rapidez y precisión, el estudiante se verá abrumado cuando se enfrente a problemas más complejos.

Lo mismo sucede con los idiomas, donde la gramática y la puntuación precisas deben convertirse en hábitos automáticos. Más allá de la corrección ortográfica, lo que se busca es que el alumno tenga un control fluido y casi instintivo de la lengua, lo que le permitirá no solo expresarse correctamente, sino también dedicarse a reflexiones más complejas sobre el uso del lenguaje, su estilo y la coherencia de su discurso.

Este proceso de automatización no se limita solo a las habilidades académicas tradicionales. También puede aplicarse a otros aspectos del aprendizaje y la vida. La repetición y la práctica continua de ciertos hábitos de pensamiento crítico, por ejemplo, pueden ayudar a los estudiantes a evaluar situaciones con más agudeza, o a identificar patrones importantes en diferentes disciplinas.

Otro de los puntos que aborda Willingham es el del olvido, un proceso natural que afecta a todos. Si no practicamos algo con frecuencia, lo olvidamos. Para contrarrestar esto, el sobreaprendizaje insiste en la práctica extensa y repetida. Esto es clave, especialmente en áreas que requieren un recuerdo preciso y rápido, como el aprendizaje de un nuevo idioma. No basta con memorizar las conjugaciones verbales; es necesario practicarlas hasta que se vuelvan casi instintivas, hasta el punto en que el error sea prácticamente imposible.

Esta idea nos recuerda que la práctica no es simplemente para aprender, sino para retener. Y, aunque parezca evidente, en el contexto de la educación moderna, donde la inmediatez y la rapidez parecen ser prioridades, es una lección que no deberíamos olvidar. No hay atajos ni sustitutos para la práctica prolongada. En un mundo que premia la novedad, el sobreaprendizaje nos invita a valorar la profundidad y el dominio real sobre el conocimiento superficial.

Una de las propuestas más interesantes que plantea Willingham es que no debemos practicar solo hasta que el estudiante «lo haga bien», sino hasta que sea incapaz de hacerlo mal. Esta distinción es crucial. En la educación, a menudo celebramos cuando un estudiante consigue resolver un problema o recuerda un dato con éxito. Pero el verdadero aprendizaje, el que perdura y el que permite a una persona aplicar sus conocimientos en situaciones nuevas o inesperadas, es aquel que se ha practicado tanto que ya no requiere un esfuerzo consciente.

Para ilustrar esto, podemos pensar en el ejemplo del aprendizaje de un instrumento musical. Un pianista no llega a dominar una pieza compleja simplemente tocándola correctamente una vez. Debe tocarla tantas veces que sus dedos se muevan por las teclas casi sin pensar. Solo entonces está realmente listo para interpretar la pieza con emoción, creatividad y fluidez. En el ámbito académico, ocurre lo mismo: una vez que los conocimientos básicos han sido automatizados, el estudiante tiene el espacio mental necesario para abordar tareas más complejas y creativas.

En un mundo donde la educación parece buscar la innovación constante, el overlearning nos recuerda que a veces lo más efectivo no es nuevo, sino lo que ha sido olvidado o dejado de lado. Practicar hasta la automatización puede parecer un enfoque tradicional o anticuado en comparación con las nuevas metodologías educativas, pero su eficacia está respaldada tanto por la ciencia cognitiva como por la experiencia práctica. Y, más allá de las modas educativas, lo que realmente necesitamos es un aprendizaje que no solo sea significativo, sino que también sea duradero.

Es en este equilibrio entre la selección cuidadosa del contenido, la práctica extensa y la resistencia al olvido donde reside la verdadera clave del aprendizaje duradero. Al final del día, el objetivo no es acumular información, sino dominar el conocimiento que será más útil a lo largo de la vida.