domingo, 24 de noviembre de 2024

El valor de escuchar, de tender puentes, es el coraje de entender al otro


Ser de mente abierta ha moldeado mi vida de maneras inesperadas, pero también me ha mostrado un rostro inquietante de la sociedad. Desde siempre, he creído que dialogar con quienes piensan distinto es esencial para crecer, para entender mejor el mundo en toda su complejidad. Pero cuanto más lo hago, más me doy cuenta de que esa disposición a escuchar al otro, lejos de ser admirada, puede convertirse en un arma de doble filo. A veces, el precio de la apertura es el rechazo de aquellos con los que te identificas más o tienes más afinidad.

Recuerdo cuando la información política era algo que consumíamos en privado. Podías leer un periódico, ver las noticias, reflexionar, todo en la intimidad de tu espacio personal. Era un momento de conexión entre tus pensamientos y el mundo. Hoy, esa intimidad parece haber desaparecido. Ahora, lo difícil es evitar que lo que leemos, lo que compartimos y con quién nos relacionamos sea visible para todos. Nos exponemos constantemente y con ello, quedamos vulnerables a los juicios de los demás.

Este cambio me lleva a preguntarme: ¿qué sucede cuando alguien de nuestro círculo, de nuestra «tribu», decide tender un puente hacia las ideas del otro lado? ¿Lo admiramos por su valor, por su capacidad de escuchar? ¿O lo castigamos por atreverse a cruzar una línea que, en estos tiempos, parece infranqueable?

Por mi parte, siempre he sentido una admiración profunda por quienes pueden dejar de lado sus prejuicios para escuchar a los demás. Creo que el simple acto de ser receptivo a las ideas ajenas es una muestra de generosidad y de humildad. Significa estar dispuesto a reconocer que no tienes todas las respuestas, que el mundo no es solo blanco o negro, sino que está lleno de matices.

Sin embargo, lo que me he encontrado una y otra vez es que, cuando se trata de política, la historia es distinta. La polarización ha alcanzado tal nivel que, a veces, parece que escuchar al otro es casi un pecado. Lo he visto en personas cercanas, cuando alguien muestra el más mínimo interés por comprender al que está enfrente, inmediatamente se le mira con desconfianza. He visto cómo amigos y conocidos son etiquetados de traidores, lo he sido yo mismo, solo por querer entender a quienes piensan diferente.

Lo más preocupante es que no se trata solo de no estar de acuerdo con las ideas del otro, sino que se espera que las veamos como inmorales. En muchos casos, no se rechazan simplemente los argumentos, sino a las personas mismas, como si el hecho de escuchar fuera ya un acto de complicidad con algo condenable, y este rechazo tiene un costo personal enorme. Lo he sentido en carne propia, y lo he observado en otros. Cuando alguien es receptivo a una idea contraria, muchos de sus pares no lo ven como una virtud, sino como una traición. Aquellos que ven a la otra parte como «mala» o «inmoral» castigan al que se atreve a escuchar, a dialogar. Y esto no se limita a temas abstractos, sino que ocurre en cuestiones muy concretas, desde el derecho al aborto hasta el control de la inmigración o la regulación de las redes sociales y los medios de comunicación. La reacción es casi automática: si alguien escucha al otro, entonces es que está permitiendo lo inaceptable.

He dado bastante vueltas a cómo escapar de esta trampa, con no demasiado éxito. Sería necesario, para empezar, que la mayoría dejase de ver al oponente como una caricatura, cuando empezamos a percibir su humanidad, las barreras se desmoronan. Me he dado cuenta de que, si logramos presentar a la otra persona no como un representante anónimo y prototípico de un grupo, sino como alguien complejo, con sus propios sueños y contradicciones, el castigo disminuye. A veces, basta con saber que a esa persona le gusta pasear a su perro o que disfruta leyendo novelas de ciencia ficción. De repente, el «enemigo» se convierte en alguien con quien podrías tener más en común de lo que creías.

Lo que me queda claro es que, aunque ser de mente abierta puede aislarte en ciertos momentos, sigue siendo una de las mayores fortalezas que alguien puede tener. A pesar de los riesgos, sigo creyendo que vale la pena tender la mano al otro. Escuchar no es rendirse ni traicionar a tus valores y principios, es, al contrario, un acto de valentía. Es reconocer que el otro, por muy diferente que parezca, es también parte de esta aventura humana que compartimos.

Para ampliar información: https://psycnet.apa.org/doiLanding?doi=10.1037%2Fxge0001579

domingo, 17 de noviembre de 2024

La visión de Rafael Yuste acerca del futuro de la realidad y los neuroderechos

Esta entrevista con Rafael Yuste, neurobiólogo hispano estadounidense, toca un tema fascinante y a la vez inquietante: el potencial de la neurotecnología para cambiar nuestra comprensión de la realidad y sus implicaciones éticas. Como él menciona, el concepto del «teatro del mundo», en el que nuestro cerebro genera una representación virtual de la realidad, es una teoría de profundo impacto, que conecta directamente con filósofos como Kant y Platón, y autores literarios como Calderón de la Barca. Tengo una fuerte sospecha de que esta idea revolucionaria tiene una base sólida en la evolución biológica: los cerebros han perfeccionado su capacidad de modelar la realidad externa durante cientos de millones de años para ayudar a los organismos a sobrevivir.

La extrapolación de esta teoría es perturbadora, ya que plantea la posibilidad de que, mediante la manipulación de la actividad cerebral, sea posible alterar esa realidad subjetiva en los seres humanos. Aunque la tecnología para hacer esto ya está disponible en animales, el riesgo en humanos es inmenso, por lo que Yuste insiste en la necesidad urgente de legislar y proteger los neuroderechos. La mente es un santuario personal y debe permanecer inviolable, salvo en casos de intervención médica justificada, lo que hace imprescindible una legislación clara y robusta que defienda nuestra privacidad cerebral. 

El aspecto positivo de las neurotecnologías es igualmente impresionante. El hecho de que puedan ser la clave para tratar enfermedades cerebrales incurables es esperanzador. Como explica Yuste, el alzheimer, la esquizofrenia o la epilepsia son verdaderos desafíos para la medicina actual. La posibilidad de que estas tecnologías revolucionen la psiquiatría y la neurología no solo abre una ventana a mejorar la calidad de vida de millones de personas, sino que podría cambiar por completo cómo entendemos y tratamos las enfermedades mentales. Pensar que estas tecnologías podrían ayudar a comprender mejor la naturaleza de las emociones humanas y los procesos cognitivos que nos definen como especie, resulta tan emocionante como esperanzador.

Una de las propuestas más interesantes es la idea de la decodificación de pensamientos, que permitiría, por ejemplo, escribir directamente a través del pensamiento o incluso reducir los malentendidos mediante una especie de traducción simultánea de ideas. La ineficiencia en la comunicación humana quedaría completamente atrás si pudiéramos transmitir nuestras intenciones sin que el lenguaje fuese una barrera. Aunque suene a utopía de ciencia ficción, Yuste lo presenta como una posibilidad tangible a medio plazo.

No obstante, la cuestión de la privacidad y la protección de los datos neuronales será crucial para evitar que estas tecnologías se utilicen de manera indebida. Yuste es tajante: los datos neuronales deben considerarse tan sensibles como los datos médicos. El ejemplo de la reciente legislación aprobada en California es un paso en la dirección correcta y es alentador ver que en España también se están dando los pasos adecuados para adoptar estas medidas. Esto podría posicionarnos como pioneros en Europa, algo extremadamente positivo y conveniente.

La entrevista se cierra tratando acerca de la relación entre los avances en inteligencia artificial y la neurociencia como otro tema clave. El cerebro humano sigue siendo una fuente de inspiración para los algoritmos de redes neuronales que sustentan la IA moderna. Yuste destaca un hecho asombroso: nuestro cerebro, con un consumo energético ínfimo, gestiona más conexiones que toda la internet global. Si logramos comprender cómo la naturaleza ha resuelto este enigma, podríamos revolucionar el futuro de la tecnología, reduciendo drásticamente su consumo energético, que empieza ya a convertirse en un nuevo problema.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Nihil novum sub sole

Ulrich había dejado Stalingrado como quien se arranca la piel, con los huesos temblando bajo el uniforme raído y la mirada perdida en el blanco infinito del invierno ruso. No había victoria, no había gloria. Solo cadáveres enterrados en hielo y gritos atrapados en las trincheras. Diez años habían pasado desde que la guerra lo tragó, y en su marcha errante hacia Berlín, hacia su Penélope, no había encontrado sino ruinas, sombras de ciudades que ya no existían.

Europa era un paisaje de cenizas. Los caminos se bifurcaban como serpientes muertas, las vías del tren yacían retorcidas bajo cielos plagados de nubes sombrías. Ulrich caminaba entre ellas como un espectro, sin sentir hambre ni frío, como si su cuerpo hubiera abandonado la lucha hacía tiempo y solo quedara su voluntad obstinada. La muerte lo había rondado mil veces, pero parecía negarse a llevárselo, como si disfrutara viendo su lento declinar.

Una noche, mientras bordeaba los escombros de lo que una vez fue Varsovia, una bandada de cuervos lo siguió desde el cielo. Creyó ver en sus ojos el brillo de antiguos dioses, crueles, mofándose de su desgracia. Al caer la tarde, encontró refugio en un edificio bombardeado, donde unos cuantos miserables se habían refugiado del invierno. Hombres rotos, soldados de ejércitos olvidados, todos con la misma mirada vacía. Entre ellos, una mujer pálida, de rostro afilado y ojos vacíos, lo observaba en silencio. Se llamaba Circe, pero ya no tenía pócimas ni encantos. Sus manos estaban manchadas de ceniza, y su sonrisa era una cicatriz abierta.

Circe le ofreció aguardiente y una mentira disfrazada de esperanza. Ulrich bebió, porque era más fácil olvidarse por un momento de la guerra que había dejado atrás que seguir sintiendo la náusea constante en el pecho. Los demás también bebieron, y pronto comenzaron a reír, aunque sus risas sonaban como llantos disfrazados. La noche se estiró interminable, y cuando amaneció, Ulrich se encontraba solo. Los demás se habían desvanecido como humo, dejando la huella de sus cuerpos aún tibia sobre el suelo frío.

Continuó su viaje. Ya no buscaba el regreso, sino el fin, pero la muerte seguía esquivándolo con una crueldad casi burlesca. Al llegar a Berlín, su Ítaca mancillada, descubrió que Penélope no había tejido nada en su ausencia. La guerra había destrozado el telar, había reducido la casa a unas ruinas vacías. Vagó entre los escombros, escarbando la tierra con las manos como si buscara algo perdido, algo que ni siquiera recordaba.

Los pretendientes no eran hombres de carne y hueso, sino fantasmas de otros tiempos, soldados que yacían esparcidos por las calles, ojos vacíos abiertos al cielo. Telémaco no era más que una sombra, un niño que había crecido alimentado por la muerte, sus manos pequeñas sosteniendo armas más pesadas que su memoria.

Ulrich se arrodilló entre los escombros, mirando la ciudad muerta que una vez llamó hogar. No había victoria, no había final. Solo quedaba la guerra, riendo, infinita, como un cáncer en el alma de la humanidad. La paz era un mito que los hombres contaban para no volverse locos.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Cuando el mundo avanza despacio, el grito interior resuena de manera ensordecedora

En más de una ocasión he sentido ese impulso incontrolable de abandonar una conversación vacía, de esas en las que parece que el tiempo no avanza, pero la charla sigue. No me malinterpretes, puedo ser educado, claro, y participar en este tipo de intercambios banales cuando la situación lo requiere. Sin embargo, por dentro, mi mente se retuerce, buscando algo más que hablar del clima o del último meme en internet o programa de televisión irrelevante. Mi cerebro simplemente no tolera el tedio de lo predecible. Me hace preguntarme si esto es algo que experimentamos todos o, si como me han sugerido más de una vez, tiene que ver con la incomodidad que a veces se siente al pensar más rápido o más profundamente que bastantes de los que nos rodean.

Este tipo de situaciones me agotan, y no solo en lo social. En el ámbito laboral, la ineficiencia me frustra hasta límites que a veces resultan enervantes. No entiendo cómo otros pueden soportar procesos redundantes, decisiones mal fundamentadas o reuniones sin propósito. Para mí, cada minuto desperdiciado en algo que podría hacerse mejor es un ataque directo a mi paciencia, un insulto a la inteligencia y es ahí cuando mi mente empieza a desconectarse, buscando estímulos más desafiantes o algo que me distraiga hasta que esos momentos totalmente prescindibles pasan.

No necesito que todo el mundo a mi alrededor sea un genio, pero hay algo particularmente extenuante en lidiar con la incomprensión ajena. Intentar explicar una idea, una solución o un concepto que para mí es evidente, pero que parece un rompecabezas indescifrable para otros, es una fuente de desgaste emocional continuo. Es como si cada conversación se convirtiera en una montaña a escalar, y a veces, simplemente no me quedan ganas para seguir subiendo.

Y claro, como si todo esto no fuera suficiente, está el fenómeno de pensar demasiado. A menudo me encuentro atrapado en una espiral de análisis sin fin. Mi cerebro no se contenta con respuestas simples o con aceptar lo evidente; tiene que darle vueltas a todo, buscar ángulos nuevos, anticipar posibles problemas. No es raro sentirme agotado antes de haber dado siquiera un paso hacia la acción. Esta tendencia a la reflexión excesiva, curiosamente, puede llevarme a procrastinar. Paradójicamente, cuanto más claro tengo lo que debo hacer, más tiendo a posponerlo. Es una lucha interna constante entre la claridad mental y la inercia de la pereza.

Todo esto me lleva a una conclusión obvia, pero incómoda: percibir las cosas con mayor claridad y velocidad de lo habitual no es una ventaja libre de costes. Sí, puede que tenga la capacidad de resolver problemas complejos, de ver conexiones o patrones donde otros no las ven, o de crear mis propios retos cuando el entorno no me los ofrece. Pero la otra cara de la moneda es una sensación persistente de insatisfacción, de estar rodeado de un mundo que no siempre me entiende o que avanza a un ritmo que no comparto.

Si alguna vez has sentido que no estás al nivel de lo que te rodea, ya sea en el trabajo, en conversaciones triviales o en la vida en general, conoces estas experiencias a las que me refiero. Y aunque puedan resultar frustrantes, la clave está en encontrar los momentos —y las personas— que nos estimulan de verdad, y aprender a sobrevivir al resto del tiempo sin perder la cordura.