domingo, 3 de noviembre de 2024

Cuando el mundo avanza despacio, el grito interior resuena de manera ensordecedora

En más de una ocasión he sentido ese impulso incontrolable de abandonar una conversación vacía, de esas en las que parece que el tiempo no avanza, pero la charla sigue. No me malinterpretes, puedo ser educado, claro, y participar en este tipo de intercambios banales cuando la situación lo requiere. Sin embargo, por dentro, mi mente se retuerce, buscando algo más que hablar del clima o del último meme en internet o programa de televisión irrelevante. Mi cerebro simplemente no tolera el tedio de lo predecible. Me hace preguntarme si esto es algo que experimentamos todos o, si como me han sugerido más de una vez, tiene que ver con la incomodidad que a veces se siente al pensar más rápido o más profundamente que bastantes de los que nos rodean.

Este tipo de situaciones me agotan, y no solo en lo social. En el ámbito laboral, la ineficiencia me frustra hasta límites que a veces resultan enervantes. No entiendo cómo otros pueden soportar procesos redundantes, decisiones mal fundamentadas o reuniones sin propósito. Para mí, cada minuto desperdiciado en algo que podría hacerse mejor es un ataque directo a mi paciencia, un insulto a la inteligencia y es ahí cuando mi mente empieza a desconectarse, buscando estímulos más desafiantes o algo que me distraiga hasta que esos momentos totalmente prescindibles pasan.

No necesito que todo el mundo a mi alrededor sea un genio, pero hay algo particularmente extenuante en lidiar con la incomprensión ajena. Intentar explicar una idea, una solución o un concepto que para mí es evidente, pero que parece un rompecabezas indescifrable para otros, es una fuente de desgaste emocional continuo. Es como si cada conversación se convirtiera en una montaña a escalar, y a veces, simplemente no me quedan ganas para seguir subiendo.

Y claro, como si todo esto no fuera suficiente, está el fenómeno de pensar demasiado. A menudo me encuentro atrapado en una espiral de análisis sin fin. Mi cerebro no se contenta con respuestas simples o con aceptar lo evidente; tiene que darle vueltas a todo, buscar ángulos nuevos, anticipar posibles problemas. No es raro sentirme agotado antes de haber dado siquiera un paso hacia la acción. Esta tendencia a la reflexión excesiva, curiosamente, puede llevarme a procrastinar. Paradójicamente, cuanto más claro tengo lo que debo hacer, más tiendo a posponerlo. Es una lucha interna constante entre la claridad mental y la inercia de la pereza.

Todo esto me lleva a una conclusión obvia, pero incómoda: percibir las cosas con mayor claridad y velocidad de lo habitual no es una ventaja libre de costes. Sí, puede que tenga la capacidad de resolver problemas complejos, de ver conexiones o patrones donde otros no las ven, o de crear mis propios retos cuando el entorno no me los ofrece. Pero la otra cara de la moneda es una sensación persistente de insatisfacción, de estar rodeado de un mundo que no siempre me entiende o que avanza a un ritmo que no comparto.

Si alguna vez has sentido que no estás al nivel de lo que te rodea, ya sea en el trabajo, en conversaciones triviales o en la vida en general, conoces estas experiencias a las que me refiero. Y aunque puedan resultar frustrantes, la clave está en encontrar los momentos —y las personas— que nos estimulan de verdad, y aprender a sobrevivir al resto del tiempo sin perder la cordura.

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