Ulrich había dejado Stalingrado como quien se arranca la piel, con los huesos temblando bajo el uniforme raído y la mirada perdida en el blanco infinito del invierno ruso. No había victoria, no había gloria. Solo cadáveres enterrados en hielo y gritos atrapados en las trincheras. Diez años habían pasado desde que la guerra lo tragó, y en su marcha errante hacia Berlín, hacia su Penélope, no había encontrado sino ruinas, sombras de ciudades que ya no existían.
Europa era un paisaje de cenizas. Los caminos se bifurcaban como serpientes muertas, las vías del tren yacían retorcidas bajo cielos plagados de nubes sombrías. Ulrich caminaba entre ellas como un espectro, sin sentir hambre ni frío, como si su cuerpo hubiera abandonado la lucha hacía tiempo y solo quedara su voluntad obstinada. La muerte lo había rondado mil veces, pero parecía negarse a llevárselo, como si disfrutara viendo su lento declinar.
Una noche, mientras bordeaba los escombros de lo que una vez fue Varsovia, una bandada de cuervos lo siguió desde el cielo. Creyó ver en sus ojos el brillo de antiguos dioses, crueles, mofándose de su desgracia. Al caer la tarde, encontró refugio en un edificio bombardeado, donde unos cuantos miserables se habían refugiado del invierno. Hombres rotos, soldados de ejércitos olvidados, todos con la misma mirada vacía. Entre ellos, una mujer pálida, de rostro afilado y ojos vacíos, lo observaba en silencio. Se llamaba Circe, pero ya no tenía pócimas ni encantos. Sus manos estaban manchadas de ceniza, y su sonrisa era una cicatriz abierta.
Circe le ofreció aguardiente y una mentira disfrazada de esperanza. Ulrich bebió, porque era más fácil olvidarse por un momento de la guerra que había dejado atrás que seguir sintiendo la náusea constante en el pecho. Los demás también bebieron, y pronto comenzaron a reír, aunque sus risas sonaban como llantos disfrazados. La noche se estiró interminable, y cuando amaneció, Ulrich se encontraba solo. Los demás se habían desvanecido como humo, dejando la huella de sus cuerpos aún tibia sobre el suelo frío.
Continuó su viaje. Ya no buscaba el regreso, sino el fin, pero la muerte seguía esquivándolo con una crueldad casi burlesca. Al llegar a Berlín, su Ítaca mancillada, descubrió que Penélope no había tejido nada en su ausencia. La guerra había destrozado el telar, había reducido la casa a unas ruinas vacías. Vagó entre los escombros, escarbando la tierra con las manos como si buscara algo perdido, algo que ni siquiera recordaba.
Los pretendientes no eran hombres de carne y hueso, sino fantasmas de otros tiempos, soldados que yacían esparcidos por las calles, ojos vacíos abiertos al cielo. Telémaco no era más que una sombra, un niño que había crecido alimentado por la muerte, sus manos pequeñas sosteniendo armas más pesadas que su memoria.
Ulrich se arrodilló entre los escombros, mirando la ciudad muerta que una vez llamó hogar. No había victoria, no había final. Solo quedaba la guerra, riendo, infinita, como un cáncer en el alma de la humanidad. La paz era un mito que los hombres contaban para no volverse locos.
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