Vivimos tiempos grotescos en los que la estupidez ha reclamado estatus de derecho fundamental. Como si la capacidad de decir barbaridades sin consecuencias fuese tan esencial como el agua potable o el voto secreto. Hay quien confunde la libertad con la grosería, la honestidad con la agresión, la sinceridad con la diarrea verbal. Y lo peor: se sienten mártires por no poder seguir soltando su bilis impunemente en comidas familiares, reuniones laborales o comentarios de YouTube.
Pero no, amigo. No eres víctima de nada. Si antes decías “eso es cosa de maricones” y ahora te miran con asco, no estás siendo oprimido: estás siendo leído. Expuesto. Juzgado con la vara de la decencia común. Y eso, en una sociedad mínimamente civilizada, se llama justicia poética. O educación, si prefieres algo más tibio.
Autocensurarse —palabra que a muchos les suena a tortura china— no es entregarse al enemigo. Es, simplemente, aprender a cerrar la boca antes de abrir la herida. Es saber que no todo pensamiento merece ser pronunciado, que no toda opinión es valiosa, que hay silencios más generosos que mil discursos. Que a veces el mejor aporte a la convivencia es tragarse el chiste, la queja, la ocurrencia de bar.
Pero claro, eso exige una mínima empatía. Y la empatía, para algunos, es ciencia ficción. Hay quienes se sienten revolucionarios por seguir repitiendo tópicos rancios con tono desafiante, como si estuviéramos en 1975 y su cuñado, el del Simca, aún les riera las gracias. Se creen valientes, pero no son más que cobardes con megáfono. Porque lo fácil, lo verdaderamente fácil, es hablar sin pensar. Lo difícil es mirarse al espejo y preguntarse: ¿esto que voy a decir hace del mundo un lugar más vivible o más miserable?
La autocensura no es represión: es higiene verbal. Es desodorante social. Es ese segundo de reflexión que puede evitarle una náusea a quien te escucha. No es que ahora “no se pueda decir nada”; es que por fin hay gente que ya no está dispuesta a tragárselo todo. Y eso no es censura: es dignidad en pie de guerra.
Así que la próxima vez que sientas el impulso de opinar sobre cuerpos ajenos, acentos distintos o amores que no entiendes, no busques refugio en la libertad de expresión. Búscate una conciencia. Y si no la encuentras, al menos ten el decoro de callarte. Por ti, por mí, por todos los que aún creemos que vivir en sociedad no es un derecho a vociferar, sino una responsabilidad de convivir.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.