Siempre hubo algo en la forma en que las personas hablaban
sobre logros, objetivo o metas que nunca terminaba de comprender del todo bien.
Parecería que estaban obsesionadas con los números, los plazos y los hitos.
Para muchos, el camino hacia la realización era una sucesión lineal de metas
por cumplir, graduarse, ascender laboralmente, comprar una casa, formar una
familia y finalmente jubilarse con una seguridad financiera estable. Pero para
él... la vida no funcionaba de esa manera nunca.
Desde que era pequeño se sintió incómodo cuando le
preguntaban “¿qué quieres ser de mayor?” No tenía una respuesta clara para
ello; no porque no tuviera intereses en mente sino porque, aunque no supiera
expresarlo aun así, sentía que encasillar su vida en un futuro preestablecido
resultaba restrictivo y casi angustioso, por el contrario, amaba dibujar y
construir cosas, además de explorar ideas para él nuevas sin pararse a pensar a
dónde le llevaban estas.
Durante su crecimiento y desarrollo personal, conservó esa autenticidad
innata en la forma en que interactuaba con el mundo que lo rodeaba. Su enfoque
nunca fue ser alguien destacado en particular, sino más bien llevar a cabo
acciones que resultaran significativas y tuvieran un verdadero propósito. En
sus años escolares no se preocupó por conseguir las notas más altas, sino por
absorber conocimiento sobre lo que verdaderamente le apasionaba. En la
universidad no siguió un plan de vida predefinido; más bien se sumergía de
llenó en proyectos que despertaban su entusiasmo. No persiguió un título
académico como fin último, sino que priorizó comprender el mundo que lo
rodeaba. A pesar de nunca haber buscado destacarse o resaltar entre los demás,
terminó sobresaliendo de manera inevitable y natural.
Cuando comenzó en su primer trabajo no se obsesionó con la
idea de progresar o ganar más dinero, ni le urgía subir por la escalera
corporativa. Su interés residía en resolver problemas, hacer bien su trabajo y
mejorar lo que consideraba deficiente. Para su sorpresa, su jefe empezó dándole
más responsabilidades, y antes de que se diera cuenta estaba liderando un
equipo.
Sin embargo, se sentía confundido por la forma en que los
demás hablaban sobre el éxito. Sus compañeros mencionaban metas trimestrales,
bonificaciones por resultados y cuántos años exactos planeaban quedarse antes
de buscar algo mejor. Parecían vivir en una constante preocupación por el
futuro, siempre persiguiendo algo más. Mientras tanto, él seguía progresando,
pero sin perseguir nada en particular.
Un día de mucho calor y aburrimiento de verano, un amigo me
hizo una pregunta ociosa:
—¿Cuál es tu propósito en esta vida?
La pregunta le pareció tan difícil de contestar que le tomó
un tiempo responder adecuadamente, hasta que finalmente esbozó una sonrisa y
dijo:
—Hacer cosas que me llamen la atención.
—No deberías conformarte con eso —replicó su amigo— Deberías
tener un objetivo concreto en mente, que puedas cuantificar y trabajar por alcanzarlo.
Encogió los hombros y contestó:
—¿Por qué razón?
El amigo se quedó sin palabras, evidenciando que mantenían una
conversación en dos niveles tan distintos que resultaban incomprensibles entre
sí.
A lo largo del tiempo ha observado cómo bastantes personas
lograban sus objetivos solo para encontrarse vacías de inmediato. Alcanzaban la
cumbre de una montaña para percatarse de que no había nada allí arriba. Y así,
apresuradamente, se lanzaban en búsqueda de la siguiente cima en una
interminable travesía llamada al fracaso final.
Un día, en una reunión, el director general —un hombre
obsesionado por la eficiencia— anunció de forma vehemente el gran objetivo
anual de la empresa: una cifra disparatadamente grande, proyectada en letras
gigantes en la pantalla de la sala de conferencias. "Este es nuestro objetivo
principal", repitió de forma reiterada, remarcando que nada, salvo eso, tendría importancia ese año.
Miró la pantalla sin experimentar ninguna emoción en
particular, no porque diera igual, sino porque le parecía ilógico simplificar
toda una empresa en un mero número único.
Al concluir la reunión, un compañero le susurró algo al oído:
—¿Crees que lo conseguiremos?
—Si conseguimos hacerlo este año, el próximo nos pondrán una
cifra aún mayor y seguiremos en la misma situación —replicó con una leve sonrisa
apenas visible.
Su colega guardó silencio.
El tiempo continuó avanzando; varió de empleos creando su
propia compañía y aventurándose en nuevos proyectos. Compartía una la misma respuesta
cuando le preguntaban sobre sus metas: “No tengo ninguna”. Al principio muchos
pensaban que bromeaba; sin embargo, después, cuando comprendían que lo decía
totalmente en serio lo miraban entre confusos y envidiosos.
Un día, hablando con un querido y viejo mentor ya jubilado le
comentó:
“A veces me cuestiono si me equivoco en algo. Todos parecen
seguir metas y planes a largo plazo, mientras que yo simplemente... hago cosas.”
Su mentor esbozó una sonrisa y contestó:
—Pero aquí estás, disfrutando de lo que haces y llevando una
buena vida. ¿Qué te hace creer que es necesario hacer algún cambio?
Fue un momento revelador, nunca había tenido la necesidad de
un propósito porque jamás me había sentido perdido, simplemente avanzaba no en
línea recta sino como un río que busca su camino entre las rocas.
Así continuó su camino sin trazar un plan definitivo ni
perseguir un destino concreto; simplemente se dejó llevar por la curiosidad y
el amor por lo que hacía. Mientras el mundo se precipitaba frenéticamente hacia
metas fugaces que se desvanecían una vez se iban alcanzando, él vivía de manera
más pausada y serena, al menos así se percibía desde el exterior.
Y eso, quizá, era lo más cercano al éxito que se podía
estar.