domingo, 19 de enero de 2025

Una historia común y corriente en el espejo


CRUZ:

ÉL

A veces la miro mientras duerme. No porque sienta ternura, ni porque quiera tocarle el rostro como antes, cuando mi amor era urgente y excitante. La miro porque en su rostro dormido hay una calma que no encuentro en el mío, un vacío que envidio. Me pregunto si será feliz en esos sueños que se le escapan al amanecer.

El desayuno es mecánico. Nos cruzamos en la cocina como dos engranajes que giran en la misma máquina, pero que nunca llegan a rozarse. Le digo que tengo una reunión temprano, que me esperan en la oficina. Ella asiente, ni siquiera pregunta. Pienso que debería inventar una excusa más convincente, pero parece que ya no importa.

Conduzco sin rumbo, esquivo autopistas y elijo caminos largos, carreteras secundarias donde no hay prisa. Me detengo en una estación de servicio, compro un café y un sándwich que dejo a medio comer. La radio suena de fondo, desgranando noticias que nada me importan y que solo sirven para tapar el silencio. Hoy me pregunto si ella sabe que estoy huyendo. Si sospecha que esas reuniones urgentes no existen, si imagina mis horas vacías sentado en un banco frente al mar mirando el horizonte.

La verdad es que no sé qué quiero. La quiero, sí, pero ¿de qué sirve querer sin esa chispa que lo encendía todo? Quererla no basta, no me basta a mí.

ELLA

Los sábados por la mañana son los peores. Lo veo salir temprano, con esa misma mirada cansada que lleva desde hace meses. Nunca me dice exactamente a dónde va, y yo no pregunto. No porque no quiera saber, sino porque temo la respuesta.

Paso las primeras horas del día limpiando la casa, ordenando cosas que ya estaban ordenadas. Me entretengo con pequeños rituales: regar las plantas, doblar la ropa. A veces me detengo frente al espejo del pasillo y me miro fijamente, buscando algo en mi propio reflejo. ¿Sigo siendo la misma? ¿La mujer de la que él se enamoró? No estoy segura.

A mediodía me preparo un café y me siento junto a la ventana. Afuera, la vida sigue su curso: una pareja pasea de la mano, un niño corre detrás de un balón, un perro ladra. Yo miro todo como si fuera una espectadora en una obra que no me incluye.

Hace tiempo que dejé de esperar que las cosas cambiaran. Tal vez también estoy huyendo, pero no tengo carreteras, ni estaciones de servicio. Mi huida es más sutil: el libro que leo para perderme en otras vidas, el teléfono que reviso buscando mensajes que no llegan.

Lo quiero, pero esa palabra se siente pequeña, insuficiente. A veces me pregunto si él también siente este vacío, si sabe que hace meses, quizás años, vivimos juntos pero en mundos distintos.

ÉL

Hoy volví tarde, más tarde de lo habitual. Al entrar, noté la casa más silenciosa de lo normal. Me quité los zapatos en la entrada, intentando no hacer ruido, aunque no sé por qué. Ella estaba en el salón, con las piernas cruzadas, leyendo.

Le dije “hola” en voz baja, y ella me respondió con una sonrisa ligera, casi automática. Me senté frente a ella, pero no dijimos nada. Quise preguntarle por su día, hacer un comentario banal sobre el libro que estaba leyendo. Sin embargo, las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta, como si no fueran bienvenidas en ese silencio cómodo y extraño que nos envolvía.

ELLA

Cuando lo vi entrar esta noche, algo en su mirada me pareció diferente. No supe qué era, pero me detuve un momento en su rostro, buscando un rastro de aquel hombre que solía abrazarme sin motivo, que reía conmigo hasta que nos saltaban las lágrimas de puro regocijo.

Quise decirle algo. Preguntarle si estaba bien, si necesitaba algo. Pero el espacio entre nosotros dibujaba un abismo imposible de cruzar. En lugar de eso, volví la vista al libro que tenía entre las manos, aunque no estaba leyendo realmente.

Nos quedamos así un rato, como si el salón fuera un cuadro congelado: dos figuras en el mismo lienzo, sin tocarse.

EPÍLOGO (AMBOS)

Nos acostamos en silencio, como siempre. La habitación está a oscuras, y entre los dos cuerpos hay un espacio vacío, invisible, que pesa más que cualquier palabra.

Ella no duerme. Lo sé porque su respiración no ha cambiado. Yo tampoco puedo dormir. Me doy la vuelta hacia la pared, y escucho cómo el despertador en la mesilla marca los segundos, como si quisiera recordarnos que el tiempo no se detiene, aunque nosotros sí lo hayamos hecho.

Cada uno tiene una pregunta que no se atreve a formular. Cada uno guarda un secreto que el otro intuye, pero que prefiere no confirmar.

En algún rincón de la noche, nuestras mentes se cruzan en un punto imposible, como dos líneas paralelas que se encuentran solo en la imaginación. Pero cuando el amanecer llegue, sabremos que ese instante fugaz se habrá desvanecido, y la distancia seguirá siendo el único idioma que compartimos.


Y CARA

ÉL

Cada mañana me despierto antes que ella, no por obligación, sino por costumbre. Me gusta este momento, cuando la casa está en silencio y el sol apenas insinúa su llegada tras las cortinas. Me quedo un rato mirándola dormir, el ritmo tranquilo de su respiración, los mechones de cabello revueltos sobre la almohada. Es extraño: después de tantos años, aún siento la necesidad de memorizarla, como si temiera que algún día estas imágenes se desdibujen.

Me levanto con cuidado para no despertarla. En la cocina, preparo café, el suyo con leche, el mío solo. El aroma llena la casa, y me gusta imaginar que ella lo percibe aun dormida. Cuando entra en la cocina, con ese andar pausado y descalzo, siempre me sorprendo. ¿Cómo puede alguien parecer tan hermosa con el cabello alborotado y la cara aún marcada por las sábanas?

Le doy su taza y la observo mientras da el primer sorbo. Hay algo en ese gesto cotidiano que me reconforta, como si en esos pequeños rituales estuviera escrita toda nuestra historia.

ELLA

Me despierta el olor del café. Sé que lo prepara cada mañana, antes incluso de que yo abra los ojos, como si quisiera que el día comenzara con algo dulce. Me quedo un rato en la cama, escuchando los ruidos suaves de la casa: el agua corriendo, el crujido del suelo bajo sus pasos. Esos sonidos me dan paz.

Cuando entro en la cocina, lo veo esperándome con mi taza. No importa cuánto tiempo pase, siempre se las arregla para hacerme sentir especial, incluso en los detalles más pequeños. Le doy las gracias con una sonrisa, sé que no hace falta decir nada. Su mirada basta para entender que no lo hace por obligación, sino por sentida voluntad.

A veces me siento culpable de recibir tanto, porque pienso que no devuelvo de la misma manera, poseída por un síndrome del impostor marital, pero él siempre encuentra la forma de hacerme sentir que lo que tenemos es un equilibrio perfecto.

ÉL

Hoy no trabajamos, y eso me alegra de una forma especial. Salimos a caminar por el parque después del desayuno, algo que hacemos cada vez que tenemos un día libre los dos. Me gusta cómo su paso acompasa al mío, cómo su mano busca la mía sin pensarlo.

A medida que paseamos, hablamos de todo y de nada: de los libros que estamos leyendo, de una película que queremos ver, de la exposición a la que iremos la semana que viene. A veces me detengo a mirarla mientras habla, porque hay algo en su entusiasmo que me asombra y obliga a poner los pies en la tierra. Ella no se da cuenta, pero yo me quedo ahí, atrapado en ese momento, pensando en lo afortunado que soy.

Al final de la caminata, siempre encontramos un banco donde sentarnos. Ella saca el libro que lleva en el bolso, y yo simplemente me quedo observando el mundo alrededor, sintiendo cómo el tiempo pierde urgencia mientras estoy a su lado.

ELLA

El parque siempre ha sido nuestro refugio. Me encanta caminar junto a él, hablar de cosas que no tienen importancia, pero que, por alguna razón, siempre nos hacen reír. Hay una conexión en esos momentos que no puedo explicar, como si el mundo desapareciera y solo existiéramos nosotros.

Hoy llevé un libro, pero no he pasado de la primera página. Lo miro de reojo mientras él observa a las palomas. Tiene esa expresión serena que me enamoró desde el principio, como si estuviera en paz con todo. Es extraño, pero aun después de tantos años juntos, siento mariposas en el estómago cuando lo veo así.

ÉL

Por la tarde, volvemos a casa. Ella insiste en preparar la cena, aunque le he dicho que puedo hacerlo yo. Al final, terminamos cocinando juntos. Nos movemos en la cocina como si fuera un baile que conocemos de memoria: yo corto las verduras, ella mezcla las especias. 

Cuando la cena está lista, encendemos unas velas en la mesa. No necesitamos ocasiones especiales para celebrar; sin buscarlo, hacemos que cada día sea extraordinario cuando estamos juntos.

ELLA

Después de cenar, él insiste en lavar los platos. Me siento en el sofá y pongo música. Lo escucho tararear mientras le oigo cacharrear en la cocina y no puedo evitar sonreír.

Cuando termina, se sienta a mi lado, y yo apoyo mi cabeza en su hombro. Es un gesto simple, pero tiene un peso que me llena de tranquilidad. Hablamos un rato más, sobre cosas pequeñas y sobre sueños grandes. Le digo que quiero viajar, conocer lugares nuevos, y él asiente, como siempre, dispuesto a acompañarme.

ÉL

Nos acostamos tarde esa noche. En la cama, ella se queda dormida casi de inmediato, como siempre que llega cansada. Yo, en cambio, me quedo despierto unos minutos más, mirándola. Sé que esto puede parecer cursi o exagerado, pero no me importa. Para mí, cada día con ella es un recordatorio de lo afortunado que soy.

ELLA

Mientras duermo, creo sentir su mirada, esa que siempre me ha hecho sentir la mujer más amada del mundo. No lo sé con certeza, pero algo en mi interior me dice que él nunca dejará de mirarme así, incluso cuando los años tiñan de blanco nuestras cabezas y nos cubran con su peso.

EPÍLOGO (AMBOS)

Estamos lejos de ser perfectos. Hay días en los que discutimos, en los que el cansancio pesa más que el amor. Pero siempre volvemos al centro, a ese punto donde nuestros silencios son cómodos y nuestras palabras sinceras.

No sabemos qué nos depara el futuro; aun así, tampoco importa. Lo único cierto es que, mientras estemos juntos, cada día será un comienzo.

domingo, 12 de enero de 2025

Alphainfluenzavirus y servidor

 

Entre los últimos días de diciembre pasado y los primeros de este año, pasé una incómoda gripe A en casa. Echándole memoria y ganas de convertirlo en una narración medianamente pasable, aquí va, con muchas licencias, el relato de esos días.

Día 1: El contagio latente.

En el interior del avión, el aire que circulaba se transformó en un río invisible formado por partículas contagiosas suspendidas. La mujer, sin la prevención de usar mascarilla, tosía como si quisiera escapar de su alma. Yo respiraba de forma contenida, deseando fervientemente que los sistemas de renovación del aire y sus filtros alejasen de mí, lo que sabía no traería nada bueno en los próximos días. Horas después, un leve cosquilleo en la garganta se manifestó: la primera señal del mal. En mi cerebro, anidaba, despertada por la más mínima molestia, la sensación de malestar, la incomodidad amorfa.

Día 2: La entrada al laberinto.

La garganta era ya una franja áspera, áspera como papel de lija. Las piernas y la espalda dolían levemente, como si las vértebras se hubiesen oxidado durante la noche. Los brazos pesaban: subirlos, solo para levantar la taza del desayuno, parecía un desafío titánico. Entre doloridos sueños y el borracho cansancio, ampliándose como una sombra mental, imperaba la certeza de que todos los movimientos eran inútiles.

Día 3: El golpe de tambor.

La cabeza latía al ritmo de un tambor antiguo; cada latido de ruido en el mundo aumentaba la intensidad del dolor. La luz y el ruido se volvían feroces enemigos. El pecho sonaba hueco, forzándolo a inhalar y exhalar ruidosamente, como dentro de una caverna donde se escuchaba un eco de tos seca. La nariz, convertida en una barrera, me obligaba a inhalar por la boca, dejándole una sequedad abrasadora. Como si de un cuerpo extraño dentro de sí mismo, me sentía como una máquina decrépita. El hambre y la sed me abandonaron, dejando atrás un absurdo vacío.

Día 4: el pantano.

La fatiga y debilidad se convierten en un barro invisible que me engulle. Mi cuerpo entero está atascado en el lodo; cualquier intento de moverse me hunde más. Mi nariz gotea con la misma densa y pegajosa congestión de antes, como si alguien hubiera rellenado mi cráneo con cera tibia. La mente flota, divagando en fragmentos: los aviones, cielos grises y la mujer que tose se convierten en recuerdos que despiertan la rabia. Me deslizo más profundamente en la cama y el tiempo se desvanece.

Día 5: la cuerda rota.

El dolor muscular disminuye para dar paso a una sensación de vacío: mis extremidades son meramente apéndices inútiles de algo inerte. La tos, ahora productiva, trae consigo un eco de metal oxidado y aire espeso. Me arde la garganta al tragar; el agua no sabe a nada, y la comida, a polvo. El malestar general no es más físico, sino existencial: nada significa nada, y cada pensamiento se pierde en una apatía sin fin.

Día 6: la lenta retirada.

El dolor de cabeza disminuye, se convierte en un zumbido lejano mientras siento cómo un enjambre emigra desde mi cráneo. Mis piernas débiles comienzan a responder al impulso de moverme. La congestión nasal disminuye, dejando solo rastros de molestia. Pero mi mente todavía siente que es atardecer todo el día; mi ánimo es igual de sombrío que el de mi nariz hace un par de días. Me bulle el estómago, el primer hambre regresa, pero es tan efímera como una tenue ráfaga de viento.

Día 7: La última neblina.

La tos persista, si bien ahora es apenas un eco de los días precedentes, un perenne recuerdo que se niega a desaparecer. La garganta sigue seca, aunque mucho menos irritada, y eso parece ser el principio del fin. Percibo más liviano el cuerpo, aunque la fatiga sigue siendo un fantasma que no quiere salir de esa casa de carne y hueso. El mundo exterior, observado a través de la ventana, parece al fin algo alcanzable. El espejo muestra la sombra de alguien que sobrevivió a una incruenta y lenta batalla: ¿el fin está cerca? La fatiga mental es un huésped obstinado.

Día 8: El aire fresco.

La enfermedad, al fin, desaparece como un sueño febril, una pesadilla que deja rastros borrosos en la memoria. La tos es un eco distante, la congestión es historia antigua. Pero la mente definitivamente mantiene el eco de la apatía, arrastrada por ocho días de inmovilidad y auto conmiseración perpetua. Respiro hondo, sacudo la cabeza y salgo al aire fresco. La pregunta absurda y silenciosa se quedará flotando en el aire: ¿quién era antes de esta montaña rusa?

Y una reflexión:

El pensamiento mágico gobierna el día a día de muchos de nosotros, por ello, durante la pandemia de COVID surgió enseguida aquella monumental chorrada del «saldremos mejores». Los sociópatas siguen siendo sociópatas, tal cual, y muchos de los otros no aprendieron una simple mierda.

domingo, 5 de enero de 2025

¿Una vida?

Nació Ernesto Ramírez un martes de noviembre, bajo un cielo gris que parecía presagiar su destino. No lloró al nacer; simplemente abrió los ojos con una indiferencia propia de quien no encuentra en el mundo nada que temer ni desear. Fue el tercer hijo de una familia que entendía la vida como una lista de obligaciones: ir a misa los domingos, saludar a los vecinos con sonrisa medida, comer siempre a la misma hora. Desde pequeño, Ernesto aprendió que las respuestas correctas eran siempre las que complacían a los demás. En la escuela, sus cuadernos estaban limpios, su letra era ordenada, pero carecía de esa chispa que hace que una palabra trascienda la página. Nunca hizo preguntas que incomodaran a los maestros ni comentarios que lo señalaran como diferente.

A los diez años, un compañero de clase le preguntó qué quería ser cuando fuera mayor. Ernesto respondió lo primero que había oído de boca de su padre: «Un hombre de bien». La frase, carente de sustancia, le funcionó de escudo durante toda su infancia. Mientras otros niños soñaban con aventuras, astronautas o revoluciones, Ernesto se deslizaba por los pasillos de la vida como una sombra, siempre alineado con el gris de las paredes.

En la adolescencia, adoptó los gustos que marcaban las modas del momento, como quien se pone un uniforme para no desentonar en un desfile. Escuchaba canciones que no le provocaban emoción alguna y veía películas cuyos argumentos olvidaba al instante. Cuando llegó el turno de enamorarse, eligió a Elena, una muchacha sin grandes pretensiones, porque su madre opinó que era «de buena familia». La cortejó con frases extraídas de novelas románticas que jamás había leído y, tras un noviazgo tan rutinario como un horario de trenes, se casaron bajo el mismo cielo gris de noviembre que había marcado su nacimiento.

El matrimonio fue una danza meticulosa de roles predeterminados. Compraron una casa en las afueras, decorada con muebles elegidos por recomendación de revistas y amigos. Los hijos llegaron, dos, niño y niña, como dictaba el consenso general. Ernesto los moldeó con la misma precisión con que uno talla figuras en arcilla blanda: no permitiéndoles preguntas difíciles ni gustos extravagantes. «La vida no es para sobresalir», les repetía, «es para encajar».

Su carrera fue un ejemplo de eficiencia sin brillo. En la oficina, Ernesto era el empleado perfecto: puntual, obediente, incapaz de una idea original. Ascendió lentamente, no por mérito, sino porque nunca dio problemas ni provocó conflictos. Sus superiores confiaban en él para tareas monótonas que requerían diligencia, no creatividad. Si alguna vez se sintió frustrado, lo enterró tan profundamente que ni él mismo pudo recordarlo o sentirlo después.

A los 50 años, durante una cena con compañeros de trabajo, alguien le preguntó qué lo hacía feliz. Ernesto, sorprendido, no supo qué responder. La pregunta lo persiguió durante semanas, pero no porque quisiera buscar una respuesta, sino porque temía que su silencio hubiera revelado algo impropio. Finalmente, olvidó el incidente, como siempre olvidaba cualquier cosa que amenazara con romper la frágil superficialidad de su vida.

El tiempo pasó. Sus hijos crecieron y siguieron el mismo camino: trabajos estables, matrimonios cómodos, vidas desprovistas de color. Ernesto se jubiló un martes, como había nacido. Se le entregó un reloj de oro con una inscripción genérica y un aplauso discreto. Nadie lloró al verlo irse; nadie preguntó qué haría con su tiempo libre. En casa, continuó sus días viendo televisión, leyendo el periódico y ajustándose al horario que marcaban las comidas, los informativos y las visitas a los médicos.

Un día, sin previo aviso, Ernesto sintió un dolor en el pecho. Supo, con la certeza mecánica de quien ha leído los síntomas en un folleto médico, que se moría. Al acostarse en la cama del hospital, miró a su alrededor: Elena estaba allí, los hijos también, pero sus rostros eran como espejos vacíos, reflejando la misma ausencia de emoción que él había enseñado. Nadie lloraba. Nadie hablaba.

En su último aliento, Ernesto pensó en la vida como una habitación blanca: sin muebles, sin ventanas, sin puertas. Recordó las pocas veces que su corazón había latido con algo parecido al deseo: un dibujo que destruyó de niño porque no se ajustaba al modelo de perfección; un paseo solitario bajo la lluvia en que había sentido, por un instante, el anhelo de perderse; una mujer distinta a Elena que alguna vez le había sonreído en el metro. Todas esas imágenes pasaron frente a él como sombras, demasiado fugaces para detenerse a contemplarlas.

Cuando murió, no dejó huella. Ni un libro, ni una idea, ni un recuerdo vibrante en la mente de sus seres queridos. Sus hijos, fieles a su educación, organizaron un funeral discreto, sin grandes discursos ni muestras de emoción. La casa se vació rápidamente; sus objetos personales fueron repartidos o tirados sin ceremonia. En pocos meses, Ernesto dejó de ser mencionado, como si nunca hubiera existido.

En el cementerio, su lápida decía únicamente:

El cielo gris, eterno y ajeno, no pareció notar su ausencia.

domingo, 29 de diciembre de 2024

Las seis llamadas

(Parte 1)

La lluvia, aquel día, no caía; más bien, reptaba por los cristales, dibujando caminos erráticos que parecían burlarse de la lógica. Estaba sentado en el rincón más oscuro de mi apartamento, ese donde la lámpara arrojaba su luz con desgana, como si también ella estuviera cansada de mis días grises. Tenía 25 años, aunque a veces sentía que mis huesos pertenecían a un tiempo más antiguo, cargado de polvo y derrotas.

El teléfono quebró el silencio con un timbre áspero, como un cuchillo atravesando un lienzo. Descolgué sin esperanza, esperando la trivialidad que suele traer consigo el sonido del mundo. Pero no. Del otro lado, una voz de terciopelo y certeza me habló:

—Hola, soy Laura, de la editorial Lumen. Hemos leído tus relatos y queremos publicarlos.

Mis pensamientos se detuvieron, suspendidos como insectos atrapados en ámbar. Las palabras resonaban, pero su significado se negaba a asentarse. Publicar, mis relatos... ¿cómo podía eso ser real? Laura continuó, describiendo cómo habían tropezado con mi blog y cómo mi voz, según ella, merecía llegar a más personas.

El teléfono se convirtió en un puente, en un túnel que conectaba mi tedio con algo luminoso e imposible. Colgué en estado de estupor, como quien despierta de un sueño demasiado vívido. Esa tarde, la lluvia dejó de ser solo agua; se volvió una ovación sutil.

Abandoné la oficina donde mi alma había estado encadenada y me sumergí en la escritura. Pasaba días enteros construyendo mundos en cuadernos ajados, y mis dedos tiñendo el papel de un frenesí inesperado. Mis primeros libros fueron tímidos ecos, pero suficientes para alimentar mi hambre de significado. Y con el tiempo, el rumor de mi nombre creció, colándose en círculos literarios que antes solo soñaba.

Años después, otra llamada vino a romper el silencio. Esta vez, el timbre era más irónico, un chasquido burlón. Contesté, rodeado de estanterías repletas de libros, testigos de mi evolución.

—Buenos días —dijo una voz plana—. Le llamo de Plus Ultra Seguros. ¿Está satisfecho con su compañía actual?

Sonreí, porque solo el absurdo podía contestar a tanto vacío.

—No mucho, para ser honesto. Ninguna póliza puede cubrir los riesgos de estar vivo.

El silencio que siguió fue un lienzo, una pausa cargada de posibilidades. Al final, la operadora, en un gesto inesperado, abandonó su guion y tuvimos una conversación sincera. Estudiaba trabajo social, me dijo, y esta llamada era solo un peaje que tenía que pagar en su camino. La conversación se transformó en algo humano, tangible, como si dos desconocidos compartieran un paraguas en medio de la tormenta.

Cuando colgué, algo en mí se había ablandado. Tal vez la magia estaba en las cosas pequeñas, en las grietas por donde se filtra la luz.

Y luego llegó la tercera llamada. Eran las tres de la madrugada cuando el teléfono, ese oráculo insomne, decidió hablar de nuevo. Desperté con el corazón martillando, la cabeza envuelta en un velo de sueños mal tejidos.

—Hola, cariño —dijo una voz imposible. Era mi madre.

Mi pecho se contrajo, el aire se hizo un lujo inalcanzable. Ella había muerto hacía años, pero allí estaba, su voz tan viva como los susurros del viento.

—Mamá...

—Siempre estoy contigo —respondió con ternura.

La conversación flotó en un espacio ajeno al tiempo. Me habló de lucha, de miedo, y de cómo cada paso, por insignificante que pareciera, era un acto de amor hacia el mundo. Sus palabras eran un bálsamo, pero también una despedida.

Cuando la acabó la llamada, el silencio que quedó fue monumental. Miré el registro de llamadas; no había nada, solo el eco de algo que trascendía lo tangible.

Esa noche no dormí. La ciudad se extendía más allá de mi ventana, un océano de luces y sombras que respiraba en su indiferencia. Me prometí que mis palabras tendrían un peso, una resonancia. Escribiría no solo para mí, sino para tocar las vidas que pudieran cruzarse con las mías.

(Parte 2)

El teléfono volvió a sonar años después, esta vez trayendo no promesas, sino ruinas. Tenía 35 años y una vida que, vista desde fuera, parecía un éxito perfecto. Pero al otro lado, Marcos, mi gestor de patrimonio personal del banco, con voz de mármol, anunció que mis inversiones se habían volatilizado, arrastrándome con ellas.

Colgué, no sabiendo si reír o llorar. El suelo que había construido con tanto esfuerzo se deshacía bajo mis pies. Mis días se llenaron de sombras y palabras que no llegaban. Cada página era un campo estéril, y el mundo se volvió ajeno.

Otra llamada, meses después, me encontró en la penumbra de mi casa casi vacía. Era otra operadora, con ofertas vacías y un entusiasmo aprendido. Pero ya no tenía fuerzas ni para el sarcasmo.

—Nadie puede asegurarme contra las pérdidas que realmente importan —dije, y colgué.

El teléfono dejó de ser un aliado; se convirtió en un enemigo, un recordatorio de todo lo que se desmoronaba.

Hasta que una noche, la última llamada llegó. Mi madre de nuevo, pero esta vez su voz no traía consuelo.

—Nada saldrá bien —sentenció, helando mi sangre.

Colgué antes de que pudiera decir más, pero sus palabras quedaron tatuadas en mi mente. Esa noche, el vacío fue absoluto.

Sin embargo, la vida, caprichosa y obstinada, tiene formas extrañas de responder. Una tarde, en el parque, una anciana desconocida me recordó, con unas pocas palabras, que la lucha no era en vano. Volví a escribir, primero con timidez, luego con fervor.

Las seis llamadas fueron puntos de inflexión o heridas que también eran puertas. La vida, pensé, no es un cúmulo de éxitos o fracasos, sino el arte de responder al eco de las cosas que no podemos controlar. Y mientras mi pluma siga trazando líneas, tal vez aún haya algo por descubrir.


domingo, 22 de diciembre de 2024

No sé cómo explicarte que debes preocuparte por los demás


En 2020, durante aquellos días de encierro, cuando el mundo parecía desmoronarse tras las ventanas cerradas, intenté hablar con otros en mi situación sobre lo esencial, lo que nos define como humanos: el peso de vivir en sociedad. Pero a menudo, me encontraba con un muro. Un vacío frío. ¿Cómo explicarle a alguien por qué debería importarle lo que sucede más allá de su piel?

Acepto pagar más por los alimentos si eso asegura que quien los prepara pueda alimentar a su propia familia. No me importa entregar una parte de lo que gano para financiar escuelas y hospitales, incluso si a veces uso servicios privados. Porque creo que la dignidad no debería ser un privilegio. Si eso te parece absurdo, vivimos en planos de la realidad diferentes, separados por un abismo de valores irreconciliables.

La pobreza no debería ser una condena en un mundo donde los recursos existen, pero ¿cómo hablar de justicia con alguien que ni siquiera puede imaginar la necesidad ajena? Hay cosas que no se pueden explicar. La empatía no es un concepto que se argumenta; se siente o no. Y cuando esa indiferencia se convierte en bandera, en discurso político que aplaude la desigualdad y la protección exclusiva de lo propio como si fuera un mérito, el diálogo se vuelve no solo inútil, sino un doloroso ejercicio de desgaste.

A veces intento apoyarme en razones prácticas: mejores salarios, educación para todos, acceso universal a la salud. Son pilares que sostienen a cualquier sociedad que aspire a prosperar. Pero si la simple idea de que nadie pase hambre, de que cualquiera pueda aprender o sanar, no significa nada para ti, no tengo más argumentos, ni palabras que añadir. El monólogo al vacío no es para lo que estoy hecho.

Esa actitud de «yo estoy bien, lo demás no me importa» es una infección que lleva siglos carcomiendo nuestras sociedades, aunque ahora la vemos más nítida, amplificada por el eco despiadado de las redes. No obstante, siempre estuvo ahí, agazapada y, en algunos momentos, tímidamente disimulada. 

Sé que no deseo destinar energía para convencer a quien no quiere escuchar, a quien celebra la indiferencia y el egoísmo social como si fuera fortaleza. He aprendido que no todo muro merece ser escalado. Y a veces, el acto de inteligencia más grande es guardar silencio y seguir caminando, con la esperanza de que, en algún rincón del futuro, alguien más entienda lo que nosotros no pudimos decir.

domingo, 15 de diciembre de 2024

El eco de la última súplica

Aquella noche, sentí que mis pies cruzaban el umbral de una catedral invisible. El aire era pesado, denso, como si estuviera hecho de cenizas y plegarias suspendidas. Apenas el primer acorde rozó mi piel, comprendí que no había llegado ahí por casualidad. Algo más, algo profundo y antiguo, me había llamado.

Introitus: et lux perpetua luceat eis

El aire era una ceniza lenta flotando en un salón de espejos rotos. Cada fragmento reflejaba una pupila distinta, un ojo que ya no me pertenecía. El primer susurro de las voces me hizo cerrar los ojos. No eran palabras lo que escuchaba, sino un lenguaje más antiguo que el tiempo, una súplica que parecía surgir desde dentro de mí. «Dales descanso», decían, pero también era mi propio anhelo de reposo, de soltar el peso que llevaba en los hombros y que nadie parecía ver. El sonido no era un consuelo, sino una mano firme que me obligaba a mirar hacia el abismo.

Cuando las notas comenzaron a enredarse en un torbellino de voces, supe que no habría escapatoria. Era como si el suelo temblara bajo mis pies; cada giro de la música desenterraba en mí algo olvidado. Rostros, momentos, errores. Todo giraba en torno a un clamor único: «Ten piedad». Lo gritaban las voces, lo gritaba yo, sin atreverme a abrir la boca.

En la penumbra, mis manos se hundían en un mantel de terciopelo negro. Estaba sola, o tal vez no; la soledad siempre lleva consigo un eco. Mi pecho, una caverna donde resonaban los tambores de un juicio interminable. ¿Quién era el juez? ¿Quién el condenado?

Kyrie eleison. Christe eleison. Kyrie eleison.

Cada paso que daba sobre aquel terreno quebraba el mundo. Las raíces de los árboles se alzaban como manos esqueléticas, y un viento seco me arrancaba trozos de piel, llevándose también las memorias adheridas a ella. Quedé reducida a un alma desnuda, vulnerable y traslúcida. Fue entonces cuando los vi: un desfile de figuras sin rostro, con cuerpos hechos de humo, cargando cálices dorados.

Y luego llegó el fuego. Sentí que las llamas del juicio acariciaban mi piel, pero no eran solo castigo; había belleza en el horror, una belleza que me dejaba sin aliento. Era un incendio de todo lo que creía ser, dejando solo cenizas que, al mismo tiempo, brillaban como brasas vivas. Las trompetas parecían anunciar que todo había terminado, y a la vez, que algo nuevo comenzaba.

Confutatis maledictis, flammis acribus addictis.

El desfile avanzaba hacia un abismo que palpitaba como un corazón vivo. Me invitaron a seguirlos, y yo, presa del vértigo, obedecí. Caminé hasta el borde, donde las llamas se mezclaban con un río de cera derretida. Lacrimosa dies illa. Allí estaban mis recuerdos, encapsulados en burbujas que estallaban al contacto con el fuego. Cada estallido liberaba un grito.

Entonces, un murmullo más suave, un canto que no juzgaba ni exigía. «Recuerda», decían las voces, como si lo único que pudieran ofrecerme fuera la memoria. Recordar, no solo los dolores, sino también los instantes de ternura, las veces que amé sin miedo. Sentí que la música me hablaba como lo haría una madre: severa y amorosa, con una mano que acaricia mientras la otra señala el camino.

La luz llegó al final, pero no fue un estallido glorioso. Era un resplandor tenue, como la promesa del amanecer en medio de la noche más oscura. Las voces repetían sus súplicas, pero ya no había desesperación en ellas. Habían aceptado el destino, no con resignación, sino con la certeza de que en la oscuridad también hay una forma de verdad.

El fuego cesó. La figura en llamas se desintegró en polvo, y del abismo surgió un árbol, sus ramas cargadas de frutos que brillaban como ojos. Me levanté, más liviana que antes, con la certeza de que, aunque había perdido algo, lo que quedaba era suficiente.

Cuando la última nota se desvaneció, sentí que mi respiración estaba sincronizada con el silencio que la seguía. Miré a mi alrededor, y aunque estaba rodeado de otras almas, me sentí solo, pero no de un modo triste. Era una soledad sagrada, como si al fin hubiera encontrado algo en mí que no necesitaba de nadie más.

Caminé de regreso a casa con la sensación de haber estado en otro mundo, en un lugar donde el dolor, el miedo y la esperanza se entrelazan para formar algo irrepetible. Esa noche no dormí. No podía. El eco seguía vivo en mi pecho, como si cada latido fuera otra nota de aquella música que, sin pretenderlo, había despertado algo en mí que ya no podría acallar.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Botones, relojes y bolsillos: el legado cultural en los rituales diarios

Los detalles nimios de cada día nos recuerdan que la historia no solo es un álbum de batallas o inventos. Se cuela en los recovecos del vestir, de la mesa, de los gestos que hacemos sin pensar. Ahí está, por ejemplo, la diferencia silenciosa de los botones en las camisas, en cómo una chaqueta de hombre se abotona al lado derecho y una de mujer, al izquierdo. Este capricho, inofensivo y anacrónico, fue esculpido en tiempos de espadas y caballos, donde un hombre debía poder desenvainar con la diestra y una mujer, acaso en sus fantasías ecuestres, debía sujetarse el vestido mientras montaba de lado. ¿Qué nos dicen estos detalles? ¿Es una broma histórica o una protesta disimulada de las costumbres?

Imaginemos un espejo mañanero, donde un hombre y una mujer se enfrentan a estos botones ajenos y confusos. Él, sin pensarlo, se abrocha su camisa de la derecha; ella, de la izquierda, en un gesto tan repetido que pierde todo significado. Este pequeño acto, rutinario y automático, no parece importar. Y, sin embargo, ahí está el peso de siglos de rituales y adaptaciones a roles que hoy solo nos resultan curiosos. ¿Cuántas otras cosas en la vida siguen esta misma lógica? Las llaves de los coches giran en sentido contrario al reloj; las cremalleras cierran hacia arriba; los zapatos se atan de derecha a izquierda. Cada uno de estos gestos tiene, escondido en su naturaleza más esencial, un vestigio de tiempos que se nos escapan.

En Occidente, estos detalles se multiplican y fragmentan el día. Pensemos en los bolsillos: en los pantalones masculinos, abundan y son profundos, un refugio de pertenencias; en las prendas femeninas, son un susurro, un engaño, diminutos, a veces falsos, como si el vestido de mujer rechazara la idea de carga y utilidad, como si una mujer debiera flotar, ligera, sin lastres. Así también ocurre con las sillas de las cafeterías, las copas de vino, los nombres de perfumes; cada objeto cotidiano está teñido por una serie de intenciones invisibles, pero persistentes, que acusan antiguas ideas sobre fuerza y fragilidad, acción y espera, espada y telar.

Hasta los relojes parecen haber sido diseñados para dividirnos. A los hombres, se les atribuye el gusto por los grandes relojes de acero, dispositivos que hablan de puntualidad y autoridad, como si cada tic tac fuera una llamada a la conquista de algún propósito desconocido. En cambio, a las mujeres se les asignan relojes delicados, joyas en miniatura, tan ornamentales que el tiempo se vuelve casi decorativo, como si las agujas pudieran detenerse en un punto sin nombre, en algún instante hecho solo para ser contemplado, pero no medido.

Pero estos objetos, estos gestos, no son más que capas en una lasaña cultural que llamamos presente. Las sociedades se han alimentado de estas capas durante siglos, capa sobre capa de simbologías, hasta formar una pasta densa que pocos se atreven a analizar. La cultura occidental es, entonces, una acumulación de estratos infinitos de la historia, donde cada capa se superpone a la anterior y oculta sabores olvidados, guiños a eras en las que éramos otros. Ahora, en cada pequeño gesto, se despliegan estas capas como las hojas de un libro viejo: aquí está el susurro del siglo XVIII, el guiño del Renacimiento, la furia de la industrialización, la ironía de la modernidad.

Y así vivimos, enfundados en camisas de botones confusos, sujetando relojes que hablan con voces arcaicas, cargando una herencia de mil detalles que pesan sin pesar, que importan sin importar.

domingo, 1 de diciembre de 2024

A la sombra de un mundo que fue

No recuerdo con claridad el último día que vi el sol. Sé que era otoño porque los árboles estaban perdiendo sus hojas, pero el aire aún olía a tierra húmeda. Después todo se volvió confuso. Una mañana, tras varios días de ir perdiendo el sol intensidad en el cielo, ya no hubo amanecer. Se había apagado. Nadie sabe cómo ocurrió ni por qué, pero esa fue la última vez que vivimos en un mundo que aún tenía sentido.

Al principio, la gente no quiso creerlo. Parecía absurdo que algo tan fundamental, tan inmenso, pudiera desaparecer de repente. Nos aferramos a la idea de que el sol volvería, que todo era temporal. El gobierno decía que se trataba de un fenómeno atmosférico, una especie de eclipse. Pero los días, o lo que fueran esas horas de una penumbra enfermiza, se alargaban, y con el tiempo comprendimos que no había ninguna explicación, que el sol estaba muerto.

La oscuridad lo envolvía todo. La temperatura cayó rápidamente. La gente intentó sobrevivir como pudo, encendiendo generadores, quemando todo lo que estuviera a mano. Las ciudades, que ya no dormían por la ausencia de ciclos naturales, se convirtieron en un caos. Nosotros tuvimos suerte. Aún teníamos nuestra casa en el campo y algunas provisiones, pero cada día era más difícil mantenerse cálido, más difícil ver, más difícil respirar.

Con el tiempo, el hambre se convirtió en nuestra mayor preocupación. Las reservas de alimentos empezaron a agotarse y salir a buscar más era un suicidio. Mi esposa, Sara, intentaba mantener el ánimo de los niños, pero era imposible ocultarles la verdad. Incluso ellos sabían que estábamos solos, que afuera no había más que oscuridad y muerte. La desesperación empezó a hacer mella en nosotros. Los animales fueron los primeros en desaparecer. No solo por el frío; el hambre los obligó a devorarse entre ellos. Luego, nosotros hicimos lo mismo. Comimos lo que quedaba de nuestras gallinas, nuestras vacas. Un día, Sara sugirió que saliéramos a cazar. La miré en silencio, sin saber qué decir. No había nada que cazar. Solo sombras.

Las noches se volvieron más largas, aunque ya no había forma de distinguirlas de los días. Encendíamos una fogata con lo poco que teníamos y nos sentábamos alrededor, mirando las llamas como si fueran nuestra única conexión con lo que antes había sido el mundo. Afuera, el frío era insoportable, y dentro, las paredes comenzaban a congelarse. Recuerdo una tarde, o lo que debía ser una tarde, en la que los niños dejaron de hablar. Estaban tumbados bajo las mantas, sin moverse, demasiado débiles para hacer algo más. Sara intentaba alimentarlos con lo poco que quedaba, pero ya no querían comer. Solo querían dormir. Nosotros, en cambio, no podíamos permitirnos ese lujo. Sabíamos que dormir significaba morir.

El día en que Sara me confesó que ya no podía más, supe que el final estaba cerca. Me dijo que había pensado en llevarse a los niños con ella. Que no quería que sufrieran más. Al principio, me enfadé. «¡No puedes decir eso!», grité. Pero luego entendí que estaba siendo egoísta. Tal vez lo mejor sería que todos nos fuéramos juntos, en paz. Pero yo no podía. Aún no. Esa misma noche, la encontré llorando en silencio junto a la cama de nuestros hijos. Sus cuerpos pequeños apenas respiraban. Se veía tan frágil, tan rota. La abracé sin decir una palabra. Ella sabía lo que yo pensaba. Sabía que yo nunca me rendiría. Lo había prometido, aunque no hubiera razón alguna para creer que todo mejoraría.

Poco a poco, fuimos quedándonos solos. Los vecinos, aquellos que habían sobrevivido al principio, ya no estaban. Algunos se habían marchado, buscando un milagro en otros lugares. Otros simplemente desaparecieron. La gente no hablaba de ello, pero todos sabíamos lo que pasaba. No había forma de seguir con vida en un mundo sin luz, sin comida, sin esperanza. Los cuerpos comenzaron a acumularse en las calles, en los caminos. Nadie los recogía. A veces, en las pocas ocasiones en las que me aventuraba fuera de nuestra casa, veía las siluetas de aquellos que habían decidido acabar con todo, colgando de los árboles como frutos secos. El aire olía a muerte, a desesperación, pero no había otra opción que seguir adelante.

Sara fue la siguiente en irse. Me desperté una mañana —si es que aún podía llamarse así— y la encontré tendida en el suelo, junto a los niños. Estaban tan quietos, tan fríos. Ya no sentía miedo, ni tristeza, ni rabia. Solo vacío. Ella había cumplido con su promesa y yo no había sido capaz de detenerla. Quizás, en el fondo, lo sabía. Sabía que no podíamos seguir, que este mundo ya no tenía lugar para nosotros. Pero yo seguí. No sé por qué. Tal vez fue el instinto, tal vez la terquedad. Había construido un refugio en el sótano, sellado lo mejor que pude para mantener el frío afuera. Me alimentaba de lo que encontraba, en su mayoría cosas que otros habían dejado atrás en su huida. Conservas, algunas verduras marchitas, incluso carne, si es que podía considerarse como tal. Pero nada podía llenar el vacío que me dejaba la soledad.

Las estaciones ya no existían. Solo había frío, un frío constante que se filtraba en los huesos y hacía que cada día pareciera eterno. Vivir en la oscuridad se había convertido en la norma. A veces olvidaba cómo era la luz del sol, cómo se sentía el calor en la piel. Incluso los recuerdos parecían desvanecerse, como si también estuvieran hechos de sombras.

Hoy me he despertado y siento que algo dentro de mí se ha roto finalmente. Mi cuerpo está demasiado débil, mis manos tiemblan y apenas puedo mantener los ojos abiertos. Creo que ya no me queda nada. He decidido salir por última vez. Caminaré hacia el bosque, el mismo donde solíamos jugar con los niños antes de que todo se volviera negro. Quizá encontraré la paz allí, o quizá simplemente desapareceré, como todos los demás.

domingo, 24 de noviembre de 2024

El valor de escuchar, de tender puentes, es el coraje de entender al otro


Ser de mente abierta ha moldeado mi vida de maneras inesperadas, pero también me ha mostrado un rostro inquietante de la sociedad. Desde siempre, he creído que dialogar con quienes piensan distinto es esencial para crecer, para entender mejor el mundo en toda su complejidad. Pero cuanto más lo hago, más me doy cuenta de que esa disposición a escuchar al otro, lejos de ser admirada, puede convertirse en un arma de doble filo. A veces, el precio de la apertura es el rechazo de aquellos con los que te identificas más o tienes más afinidad.

Recuerdo cuando la información política era algo que consumíamos en privado. Podías leer un periódico, ver las noticias, reflexionar, todo en la intimidad de tu espacio personal. Era un momento de conexión entre tus pensamientos y el mundo. Hoy, esa intimidad parece haber desaparecido. Ahora, lo difícil es evitar que lo que leemos, lo que compartimos y con quién nos relacionamos sea visible para todos. Nos exponemos constantemente y con ello, quedamos vulnerables a los juicios de los demás.

Este cambio me lleva a preguntarme: ¿qué sucede cuando alguien de nuestro círculo, de nuestra «tribu», decide tender un puente hacia las ideas del otro lado? ¿Lo admiramos por su valor, por su capacidad de escuchar? ¿O lo castigamos por atreverse a cruzar una línea que, en estos tiempos, parece infranqueable?

Por mi parte, siempre he sentido una admiración profunda por quienes pueden dejar de lado sus prejuicios para escuchar a los demás. Creo que el simple acto de ser receptivo a las ideas ajenas es una muestra de generosidad y de humildad. Significa estar dispuesto a reconocer que no tienes todas las respuestas, que el mundo no es solo blanco o negro, sino que está lleno de matices.

Sin embargo, lo que me he encontrado una y otra vez es que, cuando se trata de política, la historia es distinta. La polarización ha alcanzado tal nivel que, a veces, parece que escuchar al otro es casi un pecado. Lo he visto en personas cercanas, cuando alguien muestra el más mínimo interés por comprender al que está enfrente, inmediatamente se le mira con desconfianza. He visto cómo amigos y conocidos son etiquetados de traidores, lo he sido yo mismo, solo por querer entender a quienes piensan diferente.

Lo más preocupante es que no se trata solo de no estar de acuerdo con las ideas del otro, sino que se espera que las veamos como inmorales. En muchos casos, no se rechazan simplemente los argumentos, sino a las personas mismas, como si el hecho de escuchar fuera ya un acto de complicidad con algo condenable, y este rechazo tiene un costo personal enorme. Lo he sentido en carne propia, y lo he observado en otros. Cuando alguien es receptivo a una idea contraria, muchos de sus pares no lo ven como una virtud, sino como una traición. Aquellos que ven a la otra parte como «mala» o «inmoral» castigan al que se atreve a escuchar, a dialogar. Y esto no se limita a temas abstractos, sino que ocurre en cuestiones muy concretas, desde el derecho al aborto hasta el control de la inmigración o la regulación de las redes sociales y los medios de comunicación. La reacción es casi automática: si alguien escucha al otro, entonces es que está permitiendo lo inaceptable.

He dado bastante vueltas a cómo escapar de esta trampa, con no demasiado éxito. Sería necesario, para empezar, que la mayoría dejase de ver al oponente como una caricatura, cuando empezamos a percibir su humanidad, las barreras se desmoronan. Me he dado cuenta de que, si logramos presentar a la otra persona no como un representante anónimo y prototípico de un grupo, sino como alguien complejo, con sus propios sueños y contradicciones, el castigo disminuye. A veces, basta con saber que a esa persona le gusta pasear a su perro o que disfruta leyendo novelas de ciencia ficción. De repente, el «enemigo» se convierte en alguien con quien podrías tener más en común de lo que creías.

Lo que me queda claro es que, aunque ser de mente abierta puede aislarte en ciertos momentos, sigue siendo una de las mayores fortalezas que alguien puede tener. A pesar de los riesgos, sigo creyendo que vale la pena tender la mano al otro. Escuchar no es rendirse ni traicionar a tus valores y principios, es, al contrario, un acto de valentía. Es reconocer que el otro, por muy diferente que parezca, es también parte de esta aventura humana que compartimos.

Para ampliar información: https://psycnet.apa.org/doiLanding?doi=10.1037%2Fxge0001579

domingo, 17 de noviembre de 2024

La visión de Rafael Yuste acerca del futuro de la realidad y los neuroderechos

Esta entrevista con Rafael Yuste, neurobiólogo hispano estadounidense, toca un tema fascinante y a la vez inquietante: el potencial de la neurotecnología para cambiar nuestra comprensión de la realidad y sus implicaciones éticas. Como él menciona, el concepto del «teatro del mundo», en el que nuestro cerebro genera una representación virtual de la realidad, es una teoría de profundo impacto, que conecta directamente con filósofos como Kant y Platón, y autores literarios como Calderón de la Barca. Tengo una fuerte sospecha de que esta idea revolucionaria tiene una base sólida en la evolución biológica: los cerebros han perfeccionado su capacidad de modelar la realidad externa durante cientos de millones de años para ayudar a los organismos a sobrevivir.

La extrapolación de esta teoría es perturbadora, ya que plantea la posibilidad de que, mediante la manipulación de la actividad cerebral, sea posible alterar esa realidad subjetiva en los seres humanos. Aunque la tecnología para hacer esto ya está disponible en animales, el riesgo en humanos es inmenso, por lo que Yuste insiste en la necesidad urgente de legislar y proteger los neuroderechos. La mente es un santuario personal y debe permanecer inviolable, salvo en casos de intervención médica justificada, lo que hace imprescindible una legislación clara y robusta que defienda nuestra privacidad cerebral. 

El aspecto positivo de las neurotecnologías es igualmente impresionante. El hecho de que puedan ser la clave para tratar enfermedades cerebrales incurables es esperanzador. Como explica Yuste, el alzheimer, la esquizofrenia o la epilepsia son verdaderos desafíos para la medicina actual. La posibilidad de que estas tecnologías revolucionen la psiquiatría y la neurología no solo abre una ventana a mejorar la calidad de vida de millones de personas, sino que podría cambiar por completo cómo entendemos y tratamos las enfermedades mentales. Pensar que estas tecnologías podrían ayudar a comprender mejor la naturaleza de las emociones humanas y los procesos cognitivos que nos definen como especie, resulta tan emocionante como esperanzador.

Una de las propuestas más interesantes es la idea de la decodificación de pensamientos, que permitiría, por ejemplo, escribir directamente a través del pensamiento o incluso reducir los malentendidos mediante una especie de traducción simultánea de ideas. La ineficiencia en la comunicación humana quedaría completamente atrás si pudiéramos transmitir nuestras intenciones sin que el lenguaje fuese una barrera. Aunque suene a utopía de ciencia ficción, Yuste lo presenta como una posibilidad tangible a medio plazo.

No obstante, la cuestión de la privacidad y la protección de los datos neuronales será crucial para evitar que estas tecnologías se utilicen de manera indebida. Yuste es tajante: los datos neuronales deben considerarse tan sensibles como los datos médicos. El ejemplo de la reciente legislación aprobada en California es un paso en la dirección correcta y es alentador ver que en España también se están dando los pasos adecuados para adoptar estas medidas. Esto podría posicionarnos como pioneros en Europa, algo extremadamente positivo y conveniente.

La entrevista se cierra tratando acerca de la relación entre los avances en inteligencia artificial y la neurociencia como otro tema clave. El cerebro humano sigue siendo una fuente de inspiración para los algoritmos de redes neuronales que sustentan la IA moderna. Yuste destaca un hecho asombroso: nuestro cerebro, con un consumo energético ínfimo, gestiona más conexiones que toda la internet global. Si logramos comprender cómo la naturaleza ha resuelto este enigma, podríamos revolucionar el futuro de la tecnología, reduciendo drásticamente su consumo energético, que empieza ya a convertirse en un nuevo problema.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Nihil novum sub sole

Ulrich había dejado Stalingrado como quien se arranca la piel, con los huesos temblando bajo el uniforme raído y la mirada perdida en el blanco infinito del invierno ruso. No había victoria, no había gloria. Solo cadáveres enterrados en hielo y gritos atrapados en las trincheras. Diez años habían pasado desde que la guerra lo tragó, y en su marcha errante hacia Berlín, hacia su Penélope, no había encontrado sino ruinas, sombras de ciudades que ya no existían.

Europa era un paisaje de cenizas. Los caminos se bifurcaban como serpientes muertas, las vías del tren yacían retorcidas bajo cielos plagados de nubes sombrías. Ulrich caminaba entre ellas como un espectro, sin sentir hambre ni frío, como si su cuerpo hubiera abandonado la lucha hacía tiempo y solo quedara su voluntad obstinada. La muerte lo había rondado mil veces, pero parecía negarse a llevárselo, como si disfrutara viendo su lento declinar.

Una noche, mientras bordeaba los escombros de lo que una vez fue Varsovia, una bandada de cuervos lo siguió desde el cielo. Creyó ver en sus ojos el brillo de antiguos dioses, crueles, mofándose de su desgracia. Al caer la tarde, encontró refugio en un edificio bombardeado, donde unos cuantos miserables se habían refugiado del invierno. Hombres rotos, soldados de ejércitos olvidados, todos con la misma mirada vacía. Entre ellos, una mujer pálida, de rostro afilado y ojos vacíos, lo observaba en silencio. Se llamaba Circe, pero ya no tenía pócimas ni encantos. Sus manos estaban manchadas de ceniza, y su sonrisa era una cicatriz abierta.

Circe le ofreció aguardiente y una mentira disfrazada de esperanza. Ulrich bebió, porque era más fácil olvidarse por un momento de la guerra que había dejado atrás que seguir sintiendo la náusea constante en el pecho. Los demás también bebieron, y pronto comenzaron a reír, aunque sus risas sonaban como llantos disfrazados. La noche se estiró interminable, y cuando amaneció, Ulrich se encontraba solo. Los demás se habían desvanecido como humo, dejando la huella de sus cuerpos aún tibia sobre el suelo frío.

Continuó su viaje. Ya no buscaba el regreso, sino el fin, pero la muerte seguía esquivándolo con una crueldad casi burlesca. Al llegar a Berlín, su Ítaca mancillada, descubrió que Penélope no había tejido nada en su ausencia. La guerra había destrozado el telar, había reducido la casa a unas ruinas vacías. Vagó entre los escombros, escarbando la tierra con las manos como si buscara algo perdido, algo que ni siquiera recordaba.

Los pretendientes no eran hombres de carne y hueso, sino fantasmas de otros tiempos, soldados que yacían esparcidos por las calles, ojos vacíos abiertos al cielo. Telémaco no era más que una sombra, un niño que había crecido alimentado por la muerte, sus manos pequeñas sosteniendo armas más pesadas que su memoria.

Ulrich se arrodilló entre los escombros, mirando la ciudad muerta que una vez llamó hogar. No había victoria, no había final. Solo quedaba la guerra, riendo, infinita, como un cáncer en el alma de la humanidad. La paz era un mito que los hombres contaban para no volverse locos.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Cuando el mundo avanza despacio, el grito interior resuena de manera ensordecedora

En más de una ocasión he sentido ese impulso incontrolable de abandonar una conversación vacía, de esas en las que parece que el tiempo no avanza, pero la charla sigue. No me malinterpretes, puedo ser educado, claro, y participar en este tipo de intercambios banales cuando la situación lo requiere. Sin embargo, por dentro, mi mente se retuerce, buscando algo más que hablar del clima o del último meme en internet o programa de televisión irrelevante. Mi cerebro simplemente no tolera el tedio de lo predecible. Me hace preguntarme si esto es algo que experimentamos todos o, si como me han sugerido más de una vez, tiene que ver con la incomodidad que a veces se siente al pensar más rápido o más profundamente que bastantes de los que nos rodean.

Este tipo de situaciones me agotan, y no solo en lo social. En el ámbito laboral, la ineficiencia me frustra hasta límites que a veces resultan enervantes. No entiendo cómo otros pueden soportar procesos redundantes, decisiones mal fundamentadas o reuniones sin propósito. Para mí, cada minuto desperdiciado en algo que podría hacerse mejor es un ataque directo a mi paciencia, un insulto a la inteligencia y es ahí cuando mi mente empieza a desconectarse, buscando estímulos más desafiantes o algo que me distraiga hasta que esos momentos totalmente prescindibles pasan.

No necesito que todo el mundo a mi alrededor sea un genio, pero hay algo particularmente extenuante en lidiar con la incomprensión ajena. Intentar explicar una idea, una solución o un concepto que para mí es evidente, pero que parece un rompecabezas indescifrable para otros, es una fuente de desgaste emocional continuo. Es como si cada conversación se convirtiera en una montaña a escalar, y a veces, simplemente no me quedan ganas para seguir subiendo.

Y claro, como si todo esto no fuera suficiente, está el fenómeno de pensar demasiado. A menudo me encuentro atrapado en una espiral de análisis sin fin. Mi cerebro no se contenta con respuestas simples o con aceptar lo evidente; tiene que darle vueltas a todo, buscar ángulos nuevos, anticipar posibles problemas. No es raro sentirme agotado antes de haber dado siquiera un paso hacia la acción. Esta tendencia a la reflexión excesiva, curiosamente, puede llevarme a procrastinar. Paradójicamente, cuanto más claro tengo lo que debo hacer, más tiendo a posponerlo. Es una lucha interna constante entre la claridad mental y la inercia de la pereza.

Todo esto me lleva a una conclusión obvia, pero incómoda: percibir las cosas con mayor claridad y velocidad de lo habitual no es una ventaja libre de costes. Sí, puede que tenga la capacidad de resolver problemas complejos, de ver conexiones o patrones donde otros no las ven, o de crear mis propios retos cuando el entorno no me los ofrece. Pero la otra cara de la moneda es una sensación persistente de insatisfacción, de estar rodeado de un mundo que no siempre me entiende o que avanza a un ritmo que no comparto.

Si alguna vez has sentido que no estás al nivel de lo que te rodea, ya sea en el trabajo, en conversaciones triviales o en la vida en general, conoces estas experiencias a las que me refiero. Y aunque puedan resultar frustrantes, la clave está en encontrar los momentos —y las personas— que nos estimulan de verdad, y aprender a sobrevivir al resto del tiempo sin perder la cordura.

domingo, 27 de octubre de 2024

Eidan ratrepsed aesed on euq le ne oñeus nu se adiv al

Vivía en una ciudad donde los relojes andaban hacia atrás y las sombras vagaban solas. Su nombre era Ulises, un hombre que amanecía antes de quedarse dormido y soñaba después de que sus párpados despertaran. 

Las calles eran ríos de arena que cambiaban de rumbo junto con el viento y las palabras se paseaban libres como mariposas sin viento. Ulises era un buscador, buscaba algo que, al final del día, no recordaba haber perdido. 

La llave sin puerta estaba en su bolsillo, una llave que, aunque no abría ninguna entrada, destellaba en un sol de mil luces cada noche sin luna. 

Un día, después de contemplar la extraña fuga de su propia sombra por un callejón que no existía, la siguió. Al final de la acera le esperaba un grupo de árboles con raíces por encima de la Tierra y ramas en el cielo. Aquí conoció a una mujer sin rostro que le ofreció un espejo hecho de agua. “Aquí”, dijo, “podrás ver lo que no eres”. Ulises miró en el espejo y vio un desierto infinito donde una estatua de arena se desmoronaba con cada latido de su corazón. Soltó el espejo confundido; la gota de agua se expandió en una nube que subió hasta verse disipar. 

Siguió caminando y llegó a una casa que era más grande por dentro que por fuera. Las habitaciones tenían ventanas repletas de bruma y un reloj que se resistía de manera terca en marcar las mismas horas. Al fin de un pasillo sin fin, una puerta guardaba un abismo que olía a cosmos. Metió la llave y observó cómo el vacío estaba lleno de estrellas cantando canciones sin sonido. 

Fue ahí cuando Ulises entendió que buscaba respuestas en donde las preguntas iban a morir. Entonces se sentó al borde del abismo y dejó que las estrellas le contaran cosas sin principio ni fin. Sintió que su sombra había vuelto, era luz y era sombra. Y juntos, se disolvieron en una sola existencia de sombra y luz, ser y no ser. 

Fueron y quedaron, ya no había tiempo, y Ulises se convirtió en una abstracción en la mente de algún dios muerto. La ciudad siguió girando sin final. La gente siguió persiguiendo sus sombras y no dando nunca con ellas. Pues la vida y el absurdo y la maravilla que es, continuaron eternas y finitas. La vida es un sueño en el que no desea despertar nadie.

martes, 15 de octubre de 2024

El mar, la mar, la aventura que un día fue...

Es asombroso pensar en la valentía y la determinación de los grandes capitanes que, con medios precarios y en condiciones extremas, lograron hazañas que marcaron la historia de la humanidad. La navegación en el pasado era un acto tan arriesgado como las misiones espaciales del último tercio del siglo XX, con el peligro constante de lo desconocido y la posibilidad siempre presente de no regresar jamás. Estos capitanes no solo se enfrentaron a mares peligrosos, sino también a retos tecnológicos, políticos y humanos que hoy, desde nuestra perspectiva, parecen casi insuperables.

De entre todos los que han sido, estos 10 célebres marinos y exploradores tuvieron un impacto decisivo en la historia de la humanidad. Si bien son todos los que están, es obvio que no están todos los que son, aunque en nuestra memoria hispana destaque de una manera espacial Juan Sebastián Elcano, el primer capitán en completar la vuelta al mundo, representando el coraje y la resistencia humana ante lo desconocido. Esta travesía no solo demostró que la Tierra era redonda, sino que también abrió nuevas rutas comerciales que cambiaron el curso de la historia económica y política.

Sin más, y por orden cronológico:

1. Erik el Rojo (950-1003 aprox.)

Este vikingo noruego, al descubrir y colonizar Groenlandia, fue uno de los pioneros de la expansión nórdica en el Atlántico Norte. Su legado es un testimonio del espíritu indomable de los vikingos, navegantes que, con tecnologías rudimentarias, se aventuraron en algunos de los mares más hostiles del mundo.

2. Zheng He (1371-1433)

Ochenta años antes de que Colón zarpara, Zheng He comandó una de las mayores flotas jamás vistas, demostrando el poderío de la China de la dinastía Ming. Sus viajes diplomáticos y comerciales extendieron la influencia de China por el océano Índico, conectando Asia con África de manera nunca antes vista. Aunque su legado no está tan presente en Occidente, su impacto en la historia marítima es incuestionable.

3. Cristóbal Colón (1451-1506)

Su descubrimiento de América en 1492 revolucionó el mundo. Colón fue el precursor de la era de exploración y colonización europea, alterando profundamente el curso de la historia. Su impacto fue tan grande que aún hoy seguimos hablando de él en conversaciones cotidianas.

4. Fernando de Magallanes (1480-1521) y Juan Sebastián Elcano (1476-1526)

Capitaneada por Magallanes, la primera vuelta al mundo fue completada por Elcano tras la muerte del primero durante la travesía. Su logro no solo probó la esfericidad de la Tierra, sino que también abrió nuevas rutas comerciales globales que cambiarían la economía mundial para siempre. Su gesta es comparable al primer alunizaje: el desconocido océano era su espacio, y él, uno de sus primeros astronautas.

5. Bartolomeu Dias (1450-1500)

Su éxito al doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488 abrió la puerta a la ruta marítima hacia Asia, lo que revolucionó el comercio global. Fue uno de los primeros grandes capitanes en demostrar que África podía ser rodeada, conectando el Atlántico con el océano Índico y acelerando la expansión portuguesa.

6. Francis Drake (1540-1596)

El corsario inglés que desafió a España circunnavegando el mundo y saqueando sus colonias. Su audacia influyó decisivamente en el conflicto anglo-español y, como comandante, demostró una combinación de astucia y valentía que pocos podían igualar en su tiempo. Sus hazañas, entre ellas la defensa de Inglaterra contra la Armada Invencible, le han ganado un lugar inamovible en la historia.

7. Edward Teach (Barbanegra) (1680-1718)

El capitán pirata más temido del Caribe, con su terrorífica apariencia y despiadadas tácticas. Barbanegra dominaba el miedo como arma, algo que utilizó para controlar rutas comerciales clave. Su nombre aún resuena en la cultura popular como el pirata por excelencia.

8. James Cook (1728-1779)

Un verdadero pionero en la exploración del Pacífico, Cook cartografió Australia, Nueva Zelanda y muchas otras islas. A su coraje se le atribuye no solo la expansión del Imperio Británico, sino también importantes avances en la ciencia, gracias a sus precisas observaciones y descubrimientos en regiones antes desconocidas para Europa.

9. Horatio Nelson (1758-1805)

Su genialidad táctica le aseguró la victoria en la Batalla de Trafalgar en 1805, consolidando el dominio británico en los mares durante un siglo. Nelson es recordado no solo por sus victorias, sino por su carisma y liderazgo, que inspiraron a sus hombres a conseguir lo imposible en algunas de las batallas navales más decisivas de la historia.

10. Ernest Shackleton (1874-1922)

Aunque nunca logró su objetivo de cruzar la Antártida, su increíble capacidad de liderazgo y supervivencia bajo condiciones extremas durante la expedición Endurance ha sido fuente de inspiración durante más de un siglo. Shackleton mostró una determinación y fortaleza humana comparable con la de los astronautas que exploraron el espacio.

Estas figuras, como los primeros astronautas, nos recuerdan el poder del ingenio y la valentía humana frente a lo desconocido. Con barcos de madera y sin mapas fiables, se aventuraron en lo inexplorado, cambiando el mundo para siempre. A través de ellos, aprendemos que el verdadero progreso nace del coraje y la voluntad de ir más allá de los límites conocidos, incluso cuando esos límites parecen infranqueables.

Honor y gloria a todos ellos.