CRUZ:
ÉL
A veces la miro mientras duerme. No porque sienta ternura, ni porque quiera tocarle el rostro como antes, cuando mi amor era urgente y excitante. La miro porque en su rostro dormido hay una calma que no encuentro en el mío, un vacío que envidio. Me pregunto si será feliz en esos sueños que se le escapan al amanecer.
El desayuno es mecánico. Nos cruzamos en la cocina como dos engranajes que giran en la misma máquina, pero que nunca llegan a rozarse. Le digo que tengo una reunión temprano, que me esperan en la oficina. Ella asiente, ni siquiera pregunta. Pienso que debería inventar una excusa más convincente, pero parece que ya no importa.
Conduzco sin rumbo, esquivo autopistas y elijo caminos largos, carreteras secundarias donde no hay prisa. Me detengo en una estación de servicio, compro un café y un sándwich que dejo a medio comer. La radio suena de fondo, desgranando noticias que nada me importan y que solo sirven para tapar el silencio. Hoy me pregunto si ella sabe que estoy huyendo. Si sospecha que esas reuniones urgentes no existen, si imagina mis horas vacías sentado en un banco frente al mar mirando el horizonte.
La verdad es que no sé qué quiero. La quiero, sí, pero ¿de qué sirve querer sin esa chispa que lo encendía todo? Quererla no basta, no me basta a mí.
ELLA
Los sábados por la mañana son los peores. Lo veo salir temprano, con esa misma mirada cansada que lleva desde hace meses. Nunca me dice exactamente a dónde va, y yo no pregunto. No porque no quiera saber, sino porque temo la respuesta.
Paso las primeras horas del día limpiando la casa, ordenando cosas que ya estaban ordenadas. Me entretengo con pequeños rituales: regar las plantas, doblar la ropa. A veces me detengo frente al espejo del pasillo y me miro fijamente, buscando algo en mi propio reflejo. ¿Sigo siendo la misma? ¿La mujer de la que él se enamoró? No estoy segura.
A mediodía me preparo un café y me siento junto a la ventana. Afuera, la vida sigue su curso: una pareja pasea de la mano, un niño corre detrás de un balón, un perro ladra. Yo miro todo como si fuera una espectadora en una obra que no me incluye.
Hace tiempo que dejé de esperar que las cosas cambiaran. Tal vez también estoy huyendo, pero no tengo carreteras, ni estaciones de servicio. Mi huida es más sutil: el libro que leo para perderme en otras vidas, el teléfono que reviso buscando mensajes que no llegan.
Lo quiero, pero esa palabra se siente pequeña, insuficiente. A veces me pregunto si él también siente este vacío, si sabe que hace meses, quizás años, vivimos juntos pero en mundos distintos.
ÉL
Hoy volví tarde, más tarde de lo habitual. Al entrar, noté la casa más silenciosa de lo normal. Me quité los zapatos en la entrada, intentando no hacer ruido, aunque no sé por qué. Ella estaba en el salón, con las piernas cruzadas, leyendo.
Le dije “hola” en voz baja, y ella me respondió con una sonrisa ligera, casi automática. Me senté frente a ella, pero no dijimos nada. Quise preguntarle por su día, hacer un comentario banal sobre el libro que estaba leyendo. Sin embargo, las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta, como si no fueran bienvenidas en ese silencio cómodo y extraño que nos envolvía.
ELLA
Cuando lo vi entrar esta noche, algo en su mirada me pareció diferente. No supe qué era, pero me detuve un momento en su rostro, buscando un rastro de aquel hombre que solía abrazarme sin motivo, que reía conmigo hasta que nos saltaban las lágrimas de puro regocijo.
Quise decirle algo. Preguntarle si estaba bien, si necesitaba algo. Pero el espacio entre nosotros dibujaba un abismo imposible de cruzar. En lugar de eso, volví la vista al libro que tenía entre las manos, aunque no estaba leyendo realmente.
Nos quedamos así un rato, como si el salón fuera un cuadro congelado: dos figuras en el mismo lienzo, sin tocarse.
EPÍLOGO (AMBOS)
Nos acostamos en silencio, como siempre. La habitación está a oscuras, y entre los dos cuerpos hay un espacio vacío, invisible, que pesa más que cualquier palabra.
Ella no duerme. Lo sé porque su respiración no ha cambiado. Yo tampoco puedo dormir. Me doy la vuelta hacia la pared, y escucho cómo el despertador en la mesilla marca los segundos, como si quisiera recordarnos que el tiempo no se detiene, aunque nosotros sí lo hayamos hecho.
Cada uno tiene una pregunta que no se atreve a formular. Cada uno guarda un secreto que el otro intuye, pero que prefiere no confirmar.
En algún rincón de la noche, nuestras mentes se cruzan en un punto imposible, como dos líneas paralelas que se encuentran solo en la imaginación. Pero cuando el amanecer llegue, sabremos que ese instante fugaz se habrá desvanecido, y la distancia seguirá siendo el único idioma que compartimos.
Y CARA
ÉL
Cada mañana me despierto antes que ella, no por obligación, sino por costumbre. Me gusta este momento, cuando la casa está en silencio y el sol apenas insinúa su llegada tras las cortinas. Me quedo un rato mirándola dormir, el ritmo tranquilo de su respiración, los mechones de cabello revueltos sobre la almohada. Es extraño: después de tantos años, aún siento la necesidad de memorizarla, como si temiera que algún día estas imágenes se desdibujen.
Me levanto con cuidado para no despertarla. En la cocina, preparo café, el suyo con leche, el mío solo. El aroma llena la casa, y me gusta imaginar que ella lo percibe aun dormida. Cuando entra en la cocina, con ese andar pausado y descalzo, siempre me sorprendo. ¿Cómo puede alguien parecer tan hermosa con el cabello alborotado y la cara aún marcada por las sábanas?
Le doy su taza y la observo mientras da el primer sorbo. Hay algo en ese gesto cotidiano que me reconforta, como si en esos pequeños rituales estuviera escrita toda nuestra historia.
ELLA
Me despierta el olor del café. Sé que lo prepara cada mañana, antes incluso de que yo abra los ojos, como si quisiera que el día comenzara con algo dulce. Me quedo un rato en la cama, escuchando los ruidos suaves de la casa: el agua corriendo, el crujido del suelo bajo sus pasos. Esos sonidos me dan paz.
Cuando entro en la cocina, lo veo esperándome con mi taza. No importa cuánto tiempo pase, siempre se las arregla para hacerme sentir especial, incluso en los detalles más pequeños. Le doy las gracias con una sonrisa, sé que no hace falta decir nada. Su mirada basta para entender que no lo hace por obligación, sino por sentida voluntad.
A veces me siento culpable de recibir tanto, porque pienso que no devuelvo de la misma manera, poseída por un síndrome del impostor marital, pero él siempre encuentra la forma de hacerme sentir que lo que tenemos es un equilibrio perfecto.
ÉL
Hoy no trabajamos, y eso me alegra de una forma especial. Salimos a caminar por el parque después del desayuno, algo que hacemos cada vez que tenemos un día libre los dos. Me gusta cómo su paso acompasa al mío, cómo su mano busca la mía sin pensarlo.
A medida que paseamos, hablamos de todo y de nada: de los libros que estamos leyendo, de una película que queremos ver, de la exposición a la que iremos la semana que viene. A veces me detengo a mirarla mientras habla, porque hay algo en su entusiasmo que me asombra y obliga a poner los pies en la tierra. Ella no se da cuenta, pero yo me quedo ahí, atrapado en ese momento, pensando en lo afortunado que soy.
Al final de la caminata, siempre encontramos un banco donde sentarnos. Ella saca el libro que lleva en el bolso, y yo simplemente me quedo observando el mundo alrededor, sintiendo cómo el tiempo pierde urgencia mientras estoy a su lado.
ELLA
El parque siempre ha sido nuestro refugio. Me encanta caminar junto a él, hablar de cosas que no tienen importancia, pero que, por alguna razón, siempre nos hacen reír. Hay una conexión en esos momentos que no puedo explicar, como si el mundo desapareciera y solo existiéramos nosotros.
Hoy llevé un libro, pero no he pasado de la primera página. Lo miro de reojo mientras él observa a las palomas. Tiene esa expresión serena que me enamoró desde el principio, como si estuviera en paz con todo. Es extraño, pero aun después de tantos años juntos, siento mariposas en el estómago cuando lo veo así.
ÉL
Por la tarde, volvemos a casa. Ella insiste en preparar la cena, aunque le he dicho que puedo hacerlo yo. Al final, terminamos cocinando juntos. Nos movemos en la cocina como si fuera un baile que conocemos de memoria: yo corto las verduras, ella mezcla las especias.
Cuando la cena está lista, encendemos unas velas en la mesa. No necesitamos ocasiones especiales para celebrar; sin buscarlo, hacemos que cada día sea extraordinario cuando estamos juntos.
ELLA
Después de cenar, él insiste en lavar los platos. Me siento en el sofá y pongo música. Lo escucho tararear mientras le oigo cacharrear en la cocina y no puedo evitar sonreír.
Cuando termina, se sienta a mi lado, y yo apoyo mi cabeza en su hombro. Es un gesto simple, pero tiene un peso que me llena de tranquilidad. Hablamos un rato más, sobre cosas pequeñas y sobre sueños grandes. Le digo que quiero viajar, conocer lugares nuevos, y él asiente, como siempre, dispuesto a acompañarme.
ÉL
Nos acostamos tarde esa noche. En la cama, ella se queda dormida casi de inmediato, como siempre que llega cansada. Yo, en cambio, me quedo despierto unos minutos más, mirándola. Sé que esto puede parecer cursi o exagerado, pero no me importa. Para mí, cada día con ella es un recordatorio de lo afortunado que soy.
ELLA
Mientras duermo, creo sentir su mirada, esa que siempre me ha hecho sentir la mujer más amada del mundo. No lo sé con certeza, pero algo en mi interior me dice que él nunca dejará de mirarme así, incluso cuando los años tiñan de blanco nuestras cabezas y nos cubran con su peso.
EPÍLOGO (AMBOS)
Estamos lejos de ser perfectos. Hay días en los que discutimos, en los que el cansancio pesa más que el amor. Pero siempre volvemos al centro, a ese punto donde nuestros silencios son cómodos y nuestras palabras sinceras.
No sabemos qué nos depara el futuro; aun así, tampoco importa. Lo único cierto es que, mientras estemos juntos, cada día será un comienzo.