domingo, 29 de junio de 2025

Crónica de una transubstanciación culinaria

La cocina es un lugar vibrante donde los deseos y el hambre se mezclan bajo la tenue luz amarilla de una bombilla que está a punto de apagarse. Sobre la tabla de cortar en madera se encuentra el cuchillo que, cortando las patatas, las transforma en finas rodajas blancuzcas como párpados a punto de cerrarse en un sueño agotador.

Junto a ti, la cebolla derrama lágrimas delicadas y seductoras a modo aroma antiguo y misterioso; sus capas concéntricas parecen desvanecerse lentamente en el ambiente, como una amante discreta que se desvanece en el aire y llena el momento de su aliento agridulce y etéreo. 

El aceite comienza su siseo en la sartén anticipando el mar dorado que está por devorar lo que caiga en su vientre caliente y burbujeante. Las patatas entran sigilosamente, como si fueran suicidas, seguidas de cerca por la cebolla que las abraza en una danza frenética de llamas. Juntas bailan, chisporrotean y susurran en un idioma misterioso. La sartén se convierte en un lecho de amantes prohibidos, una celebración pagana donde todo se fusiona, se desafía y se transforma.  

De repente, aparece la sal: esos cristales que nos transportan a los océanos al caer como una ofrenda incolora, penetrando delicadamente en las patatas y las cebollas crepitantes. Esto hace que recuerden su origen y su vida antes de encaminarse inevitablemente hacia su destino final. La sal se convierte así en un hechizo poderoso y en un ritual purificador que precede a la entrega definitiva. 

Sin embargo, falta la deidad del sacrificio que es el huevo; ese ovoide de inconmensurables oportunidades y ese grito contenido en una cáscara frágil y vulnerable. Se rompe y se derrama en un recipiente; sus yemas brillan como soles desvergonzados. Y en ese momento llegado, las patatas y la cebolla se sumergen rápidamente en la viscosidad dorada, se mezclan con ella, entregándose como si fueran cuerpos sin pecado.

Una y otra vuelta en la sartén sellan el destino en un giro singular. Una simple acción hace que la tortilla se eleve en el aire y quede suspendida en el vértigo de la incertidumbre antes de regresar al calor de su lecho. Ahora se convierte en una sola entidad redonda y perfectamente cocinada; la culminación de un antiguo ritual. 

Y por fin, llega el momento culmen, cuando el acerado cuchillo penetra la suave carne de la tortilla caliente; el vapor subiendo como un último suspiro; el primer mordisco que representa tanto el comienzo como el fin de algo. En boca se percibe la dulce sensualidad de la cebolla; se escucha el susurro de la patata revelando secretos; se saborea la untuosidad del huevo que todo lo envuelve en su caricia placentera. 

La boca se representa como un altar, y la tortilla es como un dios pasajero que desaparece en el acto de comerla. Mientras tanto, afuera, el mundo sigue su rumbo sin importar lo que ocurre dentro de nosotros; donde parece como si hubiese sido engullido por completo el universo.

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