Nací durante el verano de 1979, bajo un cielo que, según cuenta mi madre, parecía un telón teñido de azul violento. Mi primer recuerdo es el del zumbido de una abeja atrapada entre los pliegues de una cortina amarilla. Tenía cuatro años y, mientras mi padre intentaba liberarla, yo pensaba que aquella abeja era un mensaje cifrado. Ahora sé que mi mente, siempre inclinada a los atajos, ya practicaba el arte de decidir rápido, casi sin pensar, un mecanismo que más tarde entendería como la base de muchas trampas mentales.
A los siete años, mi abuelo me llevó al rastro de Madrid. Allí vi un reloj que costaba 100 000 pesetas, junto a otro de 20 000. «El segundo es una ganga», le dije susurrando, para que no nos oyera el vendedor, mi abuelo se rio y me contestó: «ambos son una pérdida de dinero». Esa fue la primera vez que mi mente se dejó influir por la primera información que recibe, como si lo demás orbitara alrededor de esa ancla inicial. Más tarde, en la adolescencia, esto se repetiría al elegir amigos o libros; me bastaba la primera impresión para decidir su valor, equivocándome más veces de las que puedo contar.
A los 19, me enamoré por primera vez. Perdí algo más que tiempo y tranquilidad; me perdí a mí mismo. Cuando finalmente rompimos, me aferré al pasado con una fuerza absurda. Me dolía tanto la idea de perder lo que habíamos construido, que prefería no soltarlo, aunque fuera evidente que ya no quedaba nada que salvar.
La universidad fue otro campo de batalla mental. Quería ser ingeniero, pero una película sobre un arquitecto bohemio me convenció de que debía diseñar edificios imposibles. Fue la viva imagen lo que me sedujo, tan poderosa que ignoré otras opciones mucho más sensatas. Lo curioso es que, aunque me arrepiento de aquella elección, también aprendí a construir más que casas; construí historias, metáforas y puentes que, como este relato, cruzan desde lo irracional a lo racional, para llegar a lo íntimo.
A los 30, trabajaba en una consultora. Cada proyecto parecía sencillo sobre el papel, pero siempre se alargaba semanas, a veces meses. Éramos víctimas de un optimismo desmedido: subestimábamos lo que realmente nos llevaría completar cada tarea. Por entonces, yo ya leía a Kahneman y comprendía cómo nuestra mente diseña escenarios futuros ideales que rara vez se ajustan a la realidad.
El peor error de mi vida sucedió a los 39. Invertí todos mis ahorros, unos 50 000 euros, en un negocio de drones porque llevaba años convencido de que era una gran idea. Mi entusiasmo me hizo buscar solo pruebas que confirmaran mi decisión y descartar las que advertían del riesgo. Perdí el dinero, pero obtuve una lección imborrable: la mente puede ser un aliado traicionero. Tal y como Wittgenstein resumió de una manera tan certera: «Nada es tan difícil como no engañarse a uno mismo».
Hoy, con 45 años, vivo entre decisiones que aún se tambalean entre el presente y el futuro indeterminado. Cada mañana, cuando tomo café y planeo el día, y luego, a lo largo de este, intento no dejarme arrastrar por mis impulsos. A veces lo consigo. En ese esfuerzo por comprender mis propias trampas mentales, he aprendido algo: la vida se construye entre lo inmediato y lo eterno, y aunque mi cerebro me engañe, el viaje merece la pena.
El viaje merece la pena, sin duda. Un fuerte abrazo.
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