domingo, 10 de agosto de 2025

El vértigo de decir que sí

Era fácil. Siempre lo había sido. Decir que sí como quien le prende fuego a una mecha sin importarle la explosión. No pensar, no detenerse, no analizar. Un paso tras otro, un sí tras otro. Sí a otra copa, sí a otro cigarro, sí a otra carretera de madrugada, sí a otra piel efímera, sí a otro amanecer estrellado contra el suelo pegajoso de un bar sin nombre.

Las noches tenían un ritmo propio, uno que lo arrastraba sin resistencia. Se llamaba Sergio, aunque en esos momentos su nombre apenas importaba. Se lo habían gritado, susurrado, olvidado y reinventado tantas veces que había dejado de pertenecerle. Su identidad se diluía entre el humo y la velocidad, entre la euforia de los cuerpos girando al compás de una canción que ya nadie recordaba al día siguiente.

—¿Otra vuelta?

—Sí.

No importaba de qué se tratara. Él asentía, firmaba el contrato sin leer la letra pequeña, se lanzaba al abismo con la convicción de que la caída era parte del espectáculo. La vida era un incendio y él bailaba en medio de las llamas.

Las madrugadas se repetían con la precisión de un disco rayado. Se despertaba en lugares ajenos, con el sabor de la resaca anidado en la lengua y la vaga sensación de que el mundo se estaba encogiendo a su alrededor. Pero no se permitía pensar demasiado. Pensar era el enemigo. Así que encendía otro cigarro, sonreía, salía a la calle y seguía el guion de su propia inercia.

Sí a la velocidad, sí a la risa forzada, sí al desenfreno que disfrazaba una desesperación que nunca reconocía del todo.

Esa noche no fue distinta. Se subió a un coche sin preguntar a dónde iban. Ráfagas de luces le atravesaban el rostro, destellos rojos y blancos que desaparecían demasiado rápido como para aferrarse a ellos. El motor rugía, la música estallaba y las voces se mezclaban en un eco sin sentido.

—Vamos a seguir hasta que no quede nada.

—Sí.

La carretera era una línea borrosa. En algún punto, alguien sacó una botella por la ventanilla y la dejó estrellarse contra el asfalto. Sergio rio con el resto, aunque no estaba seguro de qué era tan gracioso. El sonido del cristal roto se quedó en su cabeza, vibrando en algún rincón de su conciencia como una advertencia que decidió ignorar.

El coche se detuvo frente a un bar que parecía sacado de una película de serie Z. Luces de neón titilaban sobre un cartel medio roto. Adentro, la música explotaba con la fuerza de una avalancha. Todo era calor, cuerpos enredados, la sensación de estar a un segundo de perder el control.

Sergio se dejó arrastrar por la multitud. Se apoyó en la barra, pidió algo que no recordaría al día siguiente y lo bebió como si fuera la única forma de sostenerse en pie. Alguien lo tomó de la mano y lo llevó a la pista. Bailó. O al menos eso creyó.

Y entonces llegó el instante.

Un destello. Una pausa en la inercia.

El latido de la música se distorsionó por un segundo. La gente a su alrededor pareció moverse en cámara lenta. Su reflejo en el espejo detrás de la barra le devolvió una mirada vacía, la sonrisa de un extraño que lo imitaba con desgana.

La certeza lo golpeó con la violencia de un puñetazo en el estómago. Todo era mentira. La euforia, la velocidad, la supuesta libertad. No estaba eligiendo nada. No era él quien decía que sí. Era algo dentro de él, algo que tenía miedo de detenerse, de quedarse a solas con el eco de sus propios pensamientos.

Se apartó. Salió tambaleándose del bar, el aire nocturno quemándole la garganta. La ciudad se estiraba a su alrededor con indiferencia. En la acera de enfrente, un hombre dormía encogido sobre un cartón, ajeno a todo.

Sergio encendió un cigarro con manos temblorosas.

Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué hacer.

No supo si quería seguir corriendo o si, en el fondo, lo único que quería era detenerse.

A lo lejos, alguien reía. La risa flotó en el aire por un instante antes de desvanecerse en la nada.

La noche seguía su curso.

Y él, por primera vez, no respondió.

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