En la mesa queda un plato vacío. La cuchara reposa al borde, inclinada como un pájaro que duda antes de alzar el vuelo. Hay un leve aroma de pan tibio en el aire, pero no hay pan. Solo la memoria de un pan que nunca existió, un rumor de harina y manos que nunca amasaron para mí.
Fuera, la luz es pálida, un sol que no calienta, un oro sin cuerpo. Se escucha el eco de pasos lejanos, el tintineo de cubiertos en otras casas, voces que no me llaman. Me asomo a la ventana y veo una calle detenida en su propio bostezo. Un perro cruza sin prisa. Un niño arroja una piedra a un charco.
Yo espero. No sé exactamente qué.
Tal vez la promesa de algo que alguien dijo alguna vez, con los pulmones llenos de futuro. Tal vez un sonido que nunca llegó a mis oídos, como el batir de alas de un pájaro que nunca alzó el vuelo.
Pienso en las tardes de la infancia, cuando mi madre decía espera, y yo creía que en la espera estaba el milagro. Que al otro lado del tiempo aguardaba el festín, el circo, la música. Pero a veces el tiempo pasaba y solo quedaba el silencio, ese sabor de nada que llena la boca como el viento.
Recuerdo un cumpleaños sin pastel. Una carta que nunca llegó. Una voz que prometió volver y se desvaneció en el olvido.
Me siento en la silla y hago girar la cuchara entre mis dedos. Cierro los ojos. En algún lugar, alguien está partiendo un pan caliente; su corteza cruje como un secreto compartido. En algún lugar, alguien pronuncia un nombre con ternura, y aunque no sea el mío, me aferro a la certeza de que esa ternura existe.
Abro los ojos.
Afuera, el niño sigue jugando con su piedra. El perro ha desaparecido.
El mundo continúa. Y yo también.

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