domingo, 31 de agosto de 2025

De zorros y erizos, una historia en la Historia

Fragmento I

Alejandría, 391 d. C.
El resplandor de las cenizas


El pergamino huele a resina y sudor. Teón de Mesenia extiende los dedos, temblorosos como una caña mecida por el viento. Ante él, la Biblioteca de Alejandría parece un cuerpo a punto de ser desollado por las fauces del Imperio. Cae la tarde y el polvo rojizo del desierto se cuela por las ventanas abiertas: los códices tosen.

—Los erizos... —murmura Teón, trazando una línea en la tierra con la uña ennegrecida—. Los erizos esconden la cabeza bajo tierra caliente y niegan la existencia del sol más allá de sus púas.

Detrás, su discípula, Helíade, sopla sobre las brasas del aceite. Quema un trozo de papiro, lo transforma en humo y oración. Ella es un zorro. Un pensamiento inquieto que salta de Aristóteles a los sueños de los magos caldeos sin pedir permiso a los teólogos ni a los gobernantes.

—Maestro, si ocultamos el conocimiento, muere —dice—. Si lo mostramos, lo queman.

El redoble de los cascos romanos resuena en el mármol. Teón sonríe, sin dientes, como quien ha visto el fin del mundo tres veces.

—¿Qué queda entonces, zorra?

—Recordarlo en las manos. Escribir en la piel. Sembrarlo en la boca del viento.

Y mientras los erizos destruyen las estatuas, las zorras esconden semillas en los pliegues de sus mantos. Algunas germinarán siglos después, en lenguas aún no existentes.

 

Fragmento II

Provenza, 1264
La monja de los círculos


Se cuenta que sor Agnès nació con una estrella tatuada en su lengua, aunque el prior aseguraba que era solo un lunar. Ella dibujaba órbitas celestes en el margen de su salterio mientras el abad pronunciaba la condena de Giordano Bruno del otro lado del mar, en Roma. Los zorros sueñan despiertos. Los erizos vigilaban las puertas de las celdas.

En la clandestinidad de su clausura, Agnès mezclaba tinturas alquímicas en pequeños frascos que escondía tras los huesos de santa Felicitas. Leía a Ibn Sina, copiaba pasajes de De revolutionibus orbium coelestium antes de que su autor hubiera nacido. Aquí el tiempo no era recto, era un remolino que embriagaba.

—El dogma es una llave oxidada, decía al hermano Guillermo, quien escuchaba sin mirar—. Sirve para abrir una sola puerta. Pero el zorro necesita muchas llaves, o ninguna. A veces solo un soplo basta.

Ella se deslizaba entre vigilias, recogía hierbas que sanaban y palabras que ardían. Mientras los inquisidores afilaban su lógica como cuchillas, Agnès recorría los sueños de los moribundos y sembraba dudas con la misma ternura con la que deshojaba una rosa marchita.

Los zorros viven en la grieta entre el dogma y la fe. Algunos, como Agnès, arden en la hoguera; otros se transforman en humo y atraviesan siglos.

 

Fragmento III

Manchester, 1862
El caldero de humo y hueso

Nathaniel G. Harlow llevaba bigote de erizo. Sus manos, en cambio, eran de zorro: trazaban planos que no obedecían al orden del vapor ni del hierro. Él diseñaba un motor que respiraba aire como los hombres, un aparato que soñaba en fluidos y no en engranajes.

—Es imprudente —advierte la baronesa Whitam, dueña de la mitad de los telares de Lancashire—. El progreso es una senda recta, no un bosque.

Nataniel responde sin levantar la vista:

—En un bosque, uno puede elegir caminos, incluso perderse.

Sobre las chimeneas hay humo de hollín, pero en el cuaderno de Harlow crecen árboles que absorben carbón y lo devuelven como flores luminosas. Algunos llaman a eso utopía. Otros, locura.

Los erizos construyen fábricas eternas que expelen niebla. Los zorros buscan en la ciénaga sistemas donde la máquina se integre al pulso secreto de la tierra.

Cuando el motor de Nataniel por fin respira, lo hace como un animal dormido. Y aunque nunca sabrá si su invento salvará el mundo o será enterrado en la ciénaga del olvido, sigue dibujando. Porque los zorros no creen en finales, solo en nuevas metamorfosis.

 

Fragmento IV

Ciudad de México, 2027
Cartografías del conflicto

Mireya Salgado tiene un mapa del mundo incrustado en la retina. Sus algoritmos predicen migraciones humanas como si fueran tormentas eléctricas. Se sienta en una sala sin ventanas, rodeada de pantallas donde los presidentes se convierten en hormigas, los soldados en píxeles.

El conflicto estalla en Kazajistán y se arrastra hasta el Congo. Los erizos analizan el pasado: correlaciones rígidas, tablas de causalidad. Los zorros, como Mireya, sospechan que los hilos no van de A a B. A veces van de A al abismo y de ahí a la música de un niño que juega a las canicas en un mercado bombardeado.

—No puedes tomar decisiones estratégicas basándote en intuiciones —le dice su jefe.

—¿Y si la intuición es la única brújula que queda cuando el mapa arde?

El informe de Mireya presentaba tres soluciones posibles. Dos acataban el protocolo erizo. La tercera era un paso innovador. Casi nadie la aprobaba. Pero uno de los jefes la marcó con su sello.

Después, en las llanuras del Sahel, una aldea que debía ser evacuada seguía en pie.

Los zorros entendían que el destino se movía como el viento en una ciudad fantasma.

 

Fragmento V

Gliese 581g, año 2453
El consejo de los últimos animales

El salón es un círculo de huesos y luces líquidas. Diez figuras humanas debaten en lenguas que mezclan el canto de las ballenas con la sintaxis de los sueños. Fuera, los océanos de metano se pliegan como crisálidas.

La cuestión es simple y monstruosa:

¿Sobrevivir como erizos, dentro de un refugio sellado, esperando el fin o convertirse en zorros y sembrar colonias en mundos inestables, aceptando la posibilidad del desastre absoluto?

Keira-Hu, descendiente de agricultores marcianos, habla:

—Un erizo se entierra y sobrevive. Un zorro se dispersa y muta. ¿Qué somos ahora?

El decano de la Estación responde:

—Somos el eco de la Tierra. Un eco no puede elegir su forma.

Pero algunos sí eligen. Y mientras los erizos programan sistemas cerrados de reciclaje, los zorros abren las compuertas y dejan que el polvo estelar los transforme.


Epílogo

Ningún tiempo. Ningún lugar.

En el corazón del laberinto, un niño dibuja en la arena. A un lado, un erizo duerme enrollado. Al otro, un zorro observa su reflejo en el agua.

El niño pregunta a nadie:

—¿Qué pasa si el zorro y el erizo se encuentran y bailan?

Nadie responde. Pero las estrellas tiemblan, como si supieran que esa pregunta no tiene respuesta. O quizá la respuesta sea el propio temblor.

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