Alguien debería haber encendido la luz en ese instante. Pero la luz, en los despachos altos, en las torres de las grandes empresas, se rige por leyes físicas distintas. La gravedad es más tenue, la electricidad menos fiable, y el tiempo... bueno, el tiempo suele marcharse antes de que uno pueda entenderlo.
Yo era la directora de recursos humanos. Eso significaba que conocía los huesos y tendones de la empresa como si fueran los míos. Sabía qué engranajes chirriaban y cuáles se oxidaban sin remedio. Y era yo quien elegía el momento exacto de amputar.
Aquel martes, que podría haber sido lunes o jueves, me puse la blusa blanca como una página sin escribir. Me gustaba pensar que vestía de preludio. Me apoyé en el cristal frío de mi despacho mientras el reloj corría hacia atrás. Observaba el hormiguero: diez mil empleados que giraban en su danza horizontal, pequeños dioses de sus cubículos, repitiendo tareas sin saber si eran personas o engranajes.
Entonces lo llamé. O quizás no. Tal vez lo señalé, con el dedo extendido como una varita rota. Ven. Eso dije. No dije su nombre. Los nombres pesan demasiado cuando uno tiene que pronunciarlos en la horca de las buenas maneras.
—A mi despacho —ordené.
Caminó detrás de mí. Se sentó frente a la mesa como si estuviera al borde de una piscina vacía. A veces pienso que todos se sientan así. Miran la mesa como si fuera un abismo relleno de papeles.
Le pregunté:
—Señálame tu puesto de trabajo.
Él parpadeó. Luego extendió el brazo hacia la ventana, donde las mesas se apilaban como huesos blanqueados por la rutina.
—Ese.
Yo negué sin emitir ningún sonido. No dije nada más al principio. Quería que sintiera el frío del cristal entre los dientes. Era la forma más humana que conocía de decir adiós.
Pero también tenía otro método. Me gustaba jugar con el tono, como si fuera una pianista de cementerios. Le sonreí con esa comisura que se dobla hacia abajo.
—Querido extrabajador —le dije, mientras acariciaba la carpeta roja—. Te vamos a echar de menos... diecinueve días y quinientas noches.
No entendió. O entendió demasiado. A veces, lo mejor que puede pasar es que no haya lágrimas. Sólo un leve asentir, como quien acepta que el mundo tiene sus grietas por donde el agua se escapa.
Firmó. Me miró. Y volvimos a ser nadie el uno para la otra.
Más tarde, abrí la ventana. Dejé que entrara el viento, pero no el sol. Había algo bello en despedir: es la última vez que uno se siente dios. Después, regresamos a ser simples mortales que encienden la luz porque es de noche.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.