A finales de los 60, había un bar que olía a castañas asadas y al humo dulce del tabaco negro. Se llamaba Il Sorpasso, aunque nadie en el barrio recordaba cuándo o por qué había recibido ese nombre. Era un local estrecho, con un espejo detrás de la barra que deformaba ligeramente los reflejos, como si todo allí sucediera dentro de un sueño deshilachado. En las mañanas de otoño, la luz entraba dorada y tibia, atravesando el polvo suspendido en el aire como si fuera un mar de oro viejo.
Yo solía ir los jueves, justo antes de que el reloj de la iglesia diera las once, porque a esa hora llegaba Giulietta. Caminaba despacio, con unos zapatos de charol que hacían un ruido pequeño y limpio sobre los adoquines. Llevaba siempre el mismo abrigo verde oliva, abrochado hasta el cuello, y un pañuelo blanco que se anudaba en el cabello como si protegiera un secreto.
Me sentaba en la mesa junto a la ventana. Pedía un café corto, fuerte, de esos que te golpean en el pecho al primer sorbo. A veces, también, un corto de vermut rojo, que bebía de a poco, mirando la calle donde pasaban los viejos en bicicleta, las mujeres con los bolsos del mercado, los niños que perseguían un aro de hierro. Las hojas caían despacio de los plátanos, y había un perfume a pan recién hecho que venía de la panadería de Luigi.
Giulietta pedía siempre lo mismo: un vaso de agua sin gas y un cornetto relleno de crema. Se sentaba frente a la pianola, aunque nunca tocaba nada. Solo apoyaba la mano izquierda sobre la tapa de madera, como si el instrumento le escuchara los pensamientos. A veces dibujaba figuras en la condensación del vaso. Una vez, sin querer, dejó el dibujo de un pez. Lo supe porque ella me miró, sonrió apenas y después sopló sobre el vidrio, como quien borra una palabra mal escrita.
La primera vez que hablamos, llovía. De esas lluvias finas que, engañosamente, parecen no mojar, pero que se te meten en los huesos si te quedas quieto demasiado tiempo. Ella había olvidado su paraguas en casa. Yo llevaba el mío, uno de esos negros, grandes, con el mango de madera pulida. Le ofrecí compartirlo. Caminamos juntos desde el bar hasta la esquina donde ella tomaba el autobús número cinco. La calle brillaba como un espejo roto y los coches pasaban despacio, levantando un rocío gris que olía a gasolina y a tierra mojada.
No dijimos mucho. Apenas su nombre, el mío, que vivía cerca de la estación y que a veces escribía cartas sin enviarlas. Ella reía con una música baja, como el sonido de los cubiertos al chocar suavemente en un cajón. No sé qué le hizo gracia, tal vez que yo hablara de cartas sin destino. Pero ese sonido se me quedó prendido al cuello como una bufanda cálida.
Durante dos meses, compartimos los jueves. A veces hablábamos del tiempo, de los partidos de fútbol que ella nunca veía, pero fingía seguir. Otras, del viejo Paolo, que tocaba el acordeón en la esquina por unas monedas. A Giulietta le gustaba decir que cada nota que tocaba Paolo era un botón que caía de su abrigo invisible. Eso me hacía reír. Ella también reía.
Una tarde de noviembre, Giulietta no llegó. Esperé hasta que la sombra del campanario alcanzó mi mesa. Pedí otro café, que se enfrió sin que lo tocara. Al tercer jueves sin verla, pregunté a Gino, el camarero. Encogió los hombros. Me dijo que alguien comentó que se había ido a Trieste, donde tenía un tío enfermo. Nunca supe si era cierto. Nunca regresó.
Sin embargo, cada vez que paso por Il Sorpasso, entro y me siento junto a la ventana. Pido un café fuerte y un vermut rojo. A veces, cuando la luz cae justa sobre el espejo viejo, me parece verla allí, con su abrigo verde, tocando la tapa de la pianola como si de verdad estuviera a punto de sonar una canción antigua.
Y en esos instantes breves y dorados, todo es como antes. La calle vibra bajo los pasos de los niños, las hojas giran lentas como bailarinas cansadas, y yo sonrío, porque sé que fue real. Aunque haya durado poco, aunque no haya vuelto. Fue real.
Y es… maravilloso.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.