En el corazón de la ciudad de Bruma Alta, donde los relojes giraban sin lógica y los árboles exhalaban humo en lugar de oxígeno, un nuevo administrador tomó el mando. Su nombre era Arístides Veloz, un hombre práctico, orgulloso de su velocidad para resolver problemas. Caminaba entre papeles y decretos, como si cruzara un campo de trigo, arrancando lo que creía maleza sin mirar atrás.
Un día, mientras examinaba el mapa de la región, Arístides notó una línea roja que dividía dos distritos olvidados: el Jardín del Silencio y la Plaza de la Palabra. Aquella frontera estaba marcada desde hacía siglos por una vieja cerca de hierro forjado, adornada con inscripciones en lenguas que nadie ya comprendía. La gente evitaba hablar de ella, aunque decían que una vez cruzado ese límite sin permiso, los ecos del pasado podían devorar el pensamiento.
—Absurdo —sentenció Arístides mientras sacaba su pluma ejecutiva—. Es un resto inútil de tiempos donde reinaba la superstición.
Ordenó derribar la cerca. Los herreros, obedientes, fundieron el hierro en campanas nuevas para anunciar el “Progreso”. El aire cambió. Al principio, los resultados fueron celebrados: el comercio entre los distritos creció, los discursos se hicieron más largos y vacíos, como si las palabras se hubieran liberado de todo significado. Pero luego, el Silencio comenzó a disolverse, como un gas venenoso que deshace la carne del tiempo.
En la Plaza de la Palabra, la gente dejó de entenderse. Las frases se desmoronaban en la boca de quienes hablaban. Nadie recordaba por qué hacían lo que hacían. Los contratos se volvieron jeroglíficos inútiles. Y en el Jardín, las plantas, al no escuchar ya el Silencio, crecieron descontroladas, asfixiando los senderos, devorando casas y templos.
Una anciana, la única que recordaba los susurros de los constructores originales de la valla, explicó entre lágrimas:
—La cerca no dividía territorios… dividía conceptos. Sostenía el equilibrio entre decir y callar, entre hacer y esperar. Ustedes no preguntaron antes de destruirla.
Algo semejante ocurrió en un tiempo remoto, en China. Un gobernante llamado Mao, sediento de purificación, alentó la destrucción de templos, obras de sabiduría y prácticas ancestrales durante la Revolución Cultural. Los jóvenes Guardias Rojos marcharon, seguros de estar librando al mundo de supersticiones. Pero lo que cortaron fue el hilo que unía generaciones: antiguos saberes agrícolas, técnicas médicas, y filosofías que prevenían el colapso social. Durante décadas, China se sumió en el caos de no recordar el porqué de sus propios rituales.
En otro escenario, más próximo, a principios del siglo XXI, los guardianes del dinero en el mundo financiero estadounidense desmantelaron las regulaciones creadas tras la Gran Depresión. La creencia era simple: los mercados podían autorregularse. Derribaron aquella cerca de normas, sin entender del todo por qué había sido construida. Así llegó la crisis de 2008. Familias perdieron sus hogares, países se endeudaron, y el sistema crujió bajo el peso de su propia soberbia.
Arístides, en su oficina oscura, escribía en su cuaderno de memorias las palabras que había aprendido demasiado tarde:
«Cada cerca, cada muro, cada ley, fue alguna vez levantado por manos que entendieron un peligro. Derribar sin comprender es invitar al monstruo que duerme al otro lado».
El viento que entraba por las ventanas rotas le traía voces que ya no podía entender. La ciudad de Bruma Alta se deshacía en su propio olvido.
Corolario
Antes de derribar la valla, pregúntate por qué está allí. La ignorancia apresurada es el abono de las tragedias. El principio de la valla de Chesterton nos exige humildad intelectual: no cambiar lo que no entendemos, hasta haber comprendido profundamente su propósito y las consecuencias de alterarlo.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.