La tierra crujía bajo sus pasos. Piedras que habían sido testigos de sus juegos, de sus besos adolescentes, de su silencio compartido, ahora eran esquirlas de tiempo que se rendían ante el peso de sus botas desgastadas. El sendero se estrechaba, como si los árboles quisieran cerrar el paso, proteger los secretos que dormían bajo su sombra. Pero él siguió. Incansable. Desde aquella tarde en que ella se fue, no había dejado de andar. Aunque se quedara quieto en la silla del porche, aunque no cruzara una sola puerta, él seguía andando dentro de sí, descalzo sobre brasas moribundas.
Giuliano había vuelto. Después de dieciocho años. Nadie lo esperaba, porque nadie lo recordaba ya. Los viejos del pueblo repetían nombres como letanías en la plaza, pero el suyo se había ido borrando, como la pintura deshecha de las fachadas que ya nadie reparaba. Solo la casa, aquella casa, seguía esperándolo de su exilio de piedra.
Al cruzar el umbral, el olor lo recibió. No como un golpe, sino como un susurro. Menta y romero. La mezcla precisa que ella preparaba cada mañana, macerando hojas en aceite tibio, mientras él fumaba en la ventana. La hierba colgada en manojos sobre el dintel aún conservaba su tono verde grisáceo, y el viento, al colarse por las rendijas del postigo, levantaba ese aroma antiguo, denso como un recuerdo húmedo. Lo reconoció enseguida, igual que se reconoce una canción que uno creía olvidada.
Entró sin prisa. La madera crujió bajo sus pies; el polvo levantado formaba pequeñas nubecillas que flotaban perezosas en la penumbra. Ella solía decir que la luz de la tarde tenía un color de miel en esa habitación, y que era entonces cuando todo parecía más vivo. Pero ahora la luz era otra: una leche aguada filtrada por las nubes que anunciaban tormenta. Giuliano acarició la superficie de la mesa, y la yema de sus dedos arrastró un reguero que brillaba momentáneamente antes de apagarse. Allí habían partido pan. Allí ella había dejado caer una lágrima el último día, mientras decía su nombre como si lo escupiera.
—Giuliano… no puedo…—.
Eso fue lo último que escuchó de su boca, antes de verla marcharse por el camino que él, ahora, había desandado.
Giuliano había plantado romero junto a la ventana. A ella le gustaba arrancar ramitas y deslizarlas bajo la almohada, decía que alejaban los sueños oscuros. La mata seguía allí, desbordada, salvaje, extendiendo sus ramas como brazos flacos. Tomó una de ellas, la frotó despacio. El perfume llenó el aire. Y, de golpe, la vio.
Lucía se agachaba sobre el suelo, con la falda arremangada y los cabellos cayéndole en cascada sobre el rostro. Reía. Reía mientras sacaba tierra con las uñas, plantando menta junto al romero. Decía que juntos crecerían mejor. Que juntos ahuyentarían los malos espíritus. Que juntos…
Él no había creído en esas cosas. Se había reído de su fe en los pequeños gestos. Pero ahora, en ese instante suspendido, supo que todo lo que habían sido seguía allí. Quieto. Quieto como el agua profunda que nadie mira.
Volvió a sentarse en la mecedora del porche. La misma que ella había lijado y pintado de azul una primavera. Menta en la mano izquierda. Romero en la derecha. Cerró los ojos. Escuchó el zumbido de las abejas que iban y venían del campo de lavanda al fondo. Oyó el ulular de la tórtola que anidaba aún en el alero. Todo parecía como antes. Como si ella pudiera salir en cualquier momento, las mejillas manchadas de tierra, riendo, con ese hueco entre los dientes que tanto le gustaba besar.
Pero no salió.
No saldría.
Porque había muerto.
Se lo dijeron en una carta que tardó meses en llegar. Había partido hacia el norte, y en un cruce de carreteras, el mundo decidió que era su momento. Un accidente. Un final sin poesía, sin aviso. Solo vacío.
Él no fue al entierro. No lloró. Siguió andando, como quien huye de algo que lleva en la conciencia. Pero ahora había vuelto. Para buscarla. O, al menos, para encontrarse a sí mismo donde ella lo había dejado.
La tarde cayó despacio. El cielo sangraba, igual que aquel día en que le prometió volver cuando supiera cómo quedarse. Ahora sabía.
Se levantó.
Rompió ramas frescas de romero y menta. Hizo un pequeño atado y lo colocó en la vieja repisa junto a la ventana. El viento lo movió suavemente, esparciendo el aroma por toda la estancia. Y en el aire, entre el polvo suspendido y los últimos rayos de luz, creyó verla otra vez, sonriendo, mirándolo con la ternura que solo tienen los que saben que el amor es algo que no muere, aunque cambie de forma.
Giuliano no lloró.
Respiró hondo.
Y por primera vez en muchos años, la soledad no le dolió tanto.
Se quedó allí, hasta que las estrellas encendieron su linterna ciega.
Y cuando la luna se alzó, se durmió, con las manos llenas de menta y romero.
Dicen en el pueblo que hay noches en las que un hombre canta bajito en esa casa. Canciones viejas. Canciones de amor. Y que cuando el viento sopla desde el sur, huele a algo dulce. A menta. A romero.

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