domingo, 20 de julio de 2025

Clara y la tempestad

La tormenta llegó con el estruendo de un órgano desafinado. Golpeó el puerto de Génova con la furia de los dioses desterrados y arrancó farolas, lonas y recuerdos de las calles empapadas. Luca se sostuvo del barandal del muelle, la sal mordía su rostro, el viento le gritaba en los oídos. Era una noche para naufragar, para perderse en la penumbra del Adriático.

Pero no.

Era un pecado morir así, sin haber quemado hasta la última gota de su fuego, sin haber danzado sobre los charcos hasta hacerlos hervir.

Se apartó del borde y corrió, los zapatos resbalando en la madera mojada. La taberna de su tío, el «Vecchio Leone», estaba abierta, iluminada como un santuario. Adentro, entre vapores de grappa y risas entrecortadas, la gente se refugiaba del vendaval. En la esquina, un viejo gramófono giraba, dejando escapar una melodía que resonaba en los huesos: un himno que hablaba del espíritu en la oscuridad.

Luca entró empapado y con los ojos ardientes. Su tío Giacomo, un hombre con barba de marinero, lo miró con una mezcla de reproche y complicidad.

—La vida siempre va a retarte, ragazzo —dijo, sirviéndole un vaso de vino—. Pero el truco está en bailar con ella, no en pelear.

Luca bebió. El líquido ardió en su garganta como un relámpago.

Se giró y vio a Clara.

Ella.

Vestía un abrigo rojo que parecía sangrar sobre el lino blanco de la mesa. Tenía los labios curvados en un desafío silencioso, y sus ojos, oscuros y llenos de rutas secretas, lo atraparon.

Él sabía por qué estaba allí.

Clara le debía una respuesta. Luca le había entregado su corazón semanas atrás, cuando la luna se había reflejado en el mar como una moneda perdida. Le había dicho: «No tengo más que esto, pero arde como un sol. Tómalo o déjalo, pero no me hagas esperar en la sombra».

Y ella respondió con un atronador silencio.

Ahora, en medio del estrépito de la tormenta y de las voces que se elevaban en cánticos improvisados, Clara se levantó. Caminó hacia él con la cadencia de una melodía cómplice.

—¿Todavía quieres que lo tome? —susurró, apenas audible sobre la música.

Luca sonrió.

—Siempre.

Ella tomó su mano y lo arrastró al centro del local. El gramófono crujió, un acorde estalló en el aire, y alguien empezó a golpear la mesa al ritmo del latido de la vida.

Bailaron.

Bailaron con la fuerza de los que han estado al borde del abismo y han decidido dar un paso atrás. Bailaron con la furia de los que saben que el amor no es un refugio, sino una hoguera en la tormenta.

Fuera, el viento rugía. El mar devoraba los muelles.

Pero dentro, dentro del «Vecchio Leone», el mundo ardía en música y risa.

La vida era demasiado preciosa para desperdiciarla en el miedo.

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