El Club Nébula se sostenía sobre el filo de una madrugada que nunca amanecía. Su techo parecía respirar con el vaho de cuerpos encendidos, sucio de humo y murmullos, un útero de sombras donde el deseo se cruzaba con la desesperación en la penumbra del cristal de los vasos mal enjuagados. La música era un animal de latón que se arrastraba entre los pliegues de la noche, dejando rastros de saxofón y jadeos de trompeta en la piel sudorosa de los desconocidos.
Él —no tenía nombre, no lo necesitaba— bebía un licor espeso que sabía a despedida. Llevaba los labios teñidos de un vino oscuro y la mirada herida de quien ha bailado demasiado cerca del abismo. Vedo nero, murmuró entre dientes, y la frase se disolvió en su boca como un beso sin destinatario.
Entonces, ella apareció.
Una silueta cortada a navajazos por la luz de los neones. Su vestido, una sombra líquida deslizándose entre los cuerpos. Ojos como astillas de cristal roto, reflejando el espanto y la furia de los que han amado demasiado tarde. Cuando sus miradas chocaron, se sintió el chasquido de un fósforo encendiéndose en el viento.
Bailaron. O tal vez pelearon con los cuerpos.
Cada movimiento era una embestida, una súplica. Sus manos resbalaban como si buscaran algo más que piel, algo que se escondía debajo de los huesos, allí donde el amor se convierte en ceniza. El deseo era un hilo negro que los ataba y los estrangulaba a la vez.
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella con voz de carmín corrido.
—Porque si te dejo de mirar, desapareces.
Y entonces, el beso. Un golpe de mar en mitad de la tormenta. Ella sabía a humo y a canciones que nadie recordaba. Él a sueños ahogados en alcohol. La gente alrededor se desdibujaba, se convertía en sombras sin rostro. Pero el beso, el beso era real.
Un grito rasgó la música. Un vaso estalló en el suelo, fragmentándose en espejos diminutos. Como presagio, como aviso. La magia del instante se rompió. Ella retrocedió un paso. La pupila contraída, el filo del peligro brillando en su boca.
—No nos pertenecemos.
Y en el aire quedó su perfume, un vagabundeo en la oscuridad, algo que no era ni carne ni recuerdo, sino un eco de lo que pudo haber sido. Él quiso seguirla, pero el club se tragó su silueta.
Se quedó solo. El vaso vacío entre los dedos.
En su mente, la imagen de ella flotando entre luces y sombras, condenada a ser una canción sin final, una memoria que dolía como un cigarro apagado contra la piel.
Bebió el último sorbo. Negro.
Y esperó que la noche lo devorara antes de que el amanecer se atreviera a nacer.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.