domingo, 20 de abril de 2025

El bosque metálico de Son Castelló

En el occidente de la isla que los romanos denominaron Insula Maior, no muy lejos, donde las olas golpeaban la costa de la ciudad de Palma, había un bosque extraño. No estaba formado por árboles, arbustos o flores, sino por construcciones rectangulares de metal y cristal. Había carreteras de asfalto que conectaban sus dominios y vivían unas criaturas que no eran animales ni plantas. Eran seres humanos y venían e iban, creando su propio latido. El ritmo de aquel lugar era el de motores, relojes de fichar y el eco de pasos apresurados. 

Como en cualquier bosque, en lo alto de la cadena alimenticia, había depredadores. Eran gigantes que se elevaban sobre otros, con nombres que brillaban en sus fachadas. Grandes empresas que dominaban el ecosistema. Una de ellas era un coloso llamado Meliá, que dominaba selva del turismo, y otro, llamado Ávoris, que se alimentaba de un flujo constante de los seres pequeños. Pudiendo consumir gran cantidad de recursos, siempre lograban atraer otras criaturas. Proveedores, almacenistas, transportistas y los prestadores de servicios que vivían, alimentándose de lo que les sobraba. Muy por abajo en la cadena, se encontraban los insectos y plantas del bosque. Eran pequeños talleres de carpintería y empresas de reparto y negocios familiares. Aunque eran tan pequeños como las cafeterías, resultaban esenciales, ofreciendo una barandilla de metal, un envío puntual, una reparación precisa o un almuerzo necesario para alimentar a los seres humanos que deambulaban en sus calles. Algunos de ellos crecieron y se multiplicaron, y otros se iban apagando gradualmente, agotados por los vientos cambiantes del mercado, dejando solo un aviso en sus puertas de cristal, a modo de recordatorio de que un día estuvieron ahí.

Las medianas empresas y los emprendedores eran los árboles de este bosque. Firmes, constante, y resistentes a las adversidades de las maneras más insospechadas. Los trabajadores se movían entre ellos como hojas al viento, y cambiaban de lugar a lugar, llevando con ellos el conocimiento adquirido en las paradas precedentes. Un ejemplo esto era Xisco, que empezó como aprendiz en un taller de carpintería metálica; tiempo más tarde fundó su propia empresa de diseño industrial, y, con el pasar del tiempo, terminaría colaborando con los gigantes del polígono. 

Los carroñeros vivían a ras del suelo. Eran seres casi invisibles para el resto, vidas sin a veces hogar, que de noche y de día recorrían las calles, los contenedores de basura, y recogían lo que los demás desechaban. Cartonajes, piezas residuales de metal, plásticos y tablones de madera se apilaban en sus carretillas robadas a supermercados, para después ser reciclados. Y con esto cerraban el ciclo, pues esas personas vendían lo que recuperaban de la basura a empresas que les daban un nuevo uso. Tomeu sabía distinguir los tipos de metal y el lugar a donde podía llevar cada uno de estos. Aunque su rostro tenía tallados años de una vida muy dura, si es que acaso a esos se le podía llamar vida, era tan parte del bosque como un buitre es parte de la sabana. 

Un día, sin previo aviso, llego un invierno negro; que, aunque no tenía nieve ni viento, si llegó cargado de miedo y vacío. Lo llamaron “Pandemia y confinamiento”, y forzó a las criaturas del bosque a refugiarse en sus guaridas. Las grandes empresas, previsiblemente invencibles, redujeron su actividad a la mínima expresión, como cuando los osos hibernan en la época de mayor frío del año. Las plantas, insectos y animales del polígono se defendieron como pudieron, con la inestimable ayuda de los guardabosques.

Así fue como, de un día para otro, las calles del bosque dejaron de estar llenas de bulliciosa gente, y el silencio reemplazó al estrépito. Solo algunos carroñeros seguían cruzando el paisaje, recogiendo los trozos del pasado en un lugar que parecía olvidado. Sin embargo, no todo fue pura y simple devastación. Algunas criaturas se adaptaron al nuevo invierno. Una pequeña tienda de impresoras 3D que antes fabricaba maquetas y juguetes a media, empezó a crear pantallas de protección para los hospitales. Otras, como un atelier de costura, rediseñaron su producción hasta producir mascarillas. 

Con el paso del tiempo, el bosque empezó a cambiar. Los árboles más fuertes sobrevivieron, pero otros, que llevaban varias generaciones alimentando a los obreros del polígono, cerraron sus puertas para siempre. El bosque despertó después del invierno del confinamiento con una primavera notablemente distinta. Algunas criaturas que permanecieron en letargo, como las de la industria tecnológica, renacieron con más energía de la que jamás habían tenido. El polígono, anteriormente anclado a formas de hacer las cosas “de toda la vida”, se volvió más inteligente y conectado; las reuniones dejaron las oficinas por las pantallas, y los procesos se digitalizaron. En este nuevo comienzo, se volvieron comunes las alianzas; así, dos medianas empresas, una de logística y otra de tecnología, unieron fuerzas para ofrecer soluciones automáticas en el transporte. Los gigantes también prosperaron y absorbieron a los más débiles que no fueron capaces de sobreponerse a los cambios.

El tiempo pasó y Son Castelló regresó a la normalidad, pero no era el mismo lugar. Tomeu, a quien le decían carroñero, seguía allí, pero muchas tiendas y talleres le conocían por su nombre y le ofrecían cosas que no necesitaban. Xisco, el emprendedor, se encontró trabajando para abrir nuevas delegaciones, ampliando sus actividades gracias a ideas que tuvo durante los oscuros días del confinamiento.

Sin embargo, el bosque metálico de Son Castelló siguió siendo un espejo de la vida natural, interdependiente, adaptable, pero también desigual. Los gigantes seguían creciendo, pero los carroñeros continuaban en el suelo, permaneciendo tan invisibles como fundamentales. Su ecosistema solo existía debido a la actividad de las personas, siguiendo las mismas reglas que los bosques en la naturaleza, ya que, en su estructura, cada criatura tenía un papel, incluso aunque este pudiera parecer insignificante. 

Al final, Son Castelló no era solo un lugar de trabajo, era un mundo vivo con sus propias estaciones, ciclos de vida y sorpresas, buenas y malas. Y un bosque donde, de una forma u otra, la vida continuaba.


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