domingo, 13 de octubre de 2024

Otto, el oficinista

Otto se llamaba el oficinista, aunque a él su nombre siempre le había parecido más el de un insecto olvidado que se arrastraba por la mente cada vez que se observaba en el espejo de ascensor, ese cubo de cristal en el que subía y bajaba con el ritmo de los días. 

Todo en su vida carecía de los atributos de lo real, estaba atrapado en una réplica defectuosa del universo. El despertador lo despertaba a las 7:03, un sonido frío y metálico, como si la realidad misma se hubiera vuelto mecánica. Se levantaba, se vestía, se tomaba su café solo sin azúcar de pie frente a la ventana, sin observarla realmente y salía a la calle. 

Las sombras borrosas pasaban a su lado, las mismas caras inexpresivas, flotando. Llegaba a la oficina a las 8:37, saludaba al portero sin recibir respuesta y se sentaba en su cubículo. El reloj en la pared, ese miserable centinela del tiempo, siempre marcaba las 9:00 cuando Otto se hundía en su silla. A un lado, un compañero de trabajo cuyo nombre nunca podía recordar mascaba chicle en un ritmo que parecía acompasarse al tic-tac del reloj. Todo estaba demasiado sincronizado, como una mala interpretación. Pasaban las horas, una repetición de murmullos. Teclear, firmar, responder correos electrónicos irrelevantes, volver a mirar el reloj. Cada día terminaba como el primero: Otto guardando sus utensilios de trabajo en su maletín a las 18:12, cruzando el lobby de las oficinas, alcanzando al tren de las 18:30, el mismo paisaje gris que se desvanecía con edificios repletos de ventanas. Un ciclo perfecto, cerrado.

Y luego, una mañana, ocurrió lo imposible. Cuando sonó el despertador a las 7:03, Otto ya sabía lo que iba a pasar. Conocía cada detalle de ese día aún no vivido, cada paso para alcanzar la oficina y el número exacto de estos. También sabía las palabras que iba a recibir del jefe justo antes de marcharse a las 18:12. Sentía como si su vida fuera una proyección desde un proyector roto, con una cinta de celuloide deshilachada, girando y enredándose en sí misma; pero el día aún no había transcurrido siquiera. Sin embargo, tenía la certeza de que lo había experimentado exactamente así miles de veces antes.

Intentó parar, cambiar cualquier cosa. Anduvo más despacio hacia el tren. Compró una copia del periódico, pero las palabras se fundían juntas y giraban una y otra vez. Llegó tarde a la oficina, pero sus relojes todavía marcaban las 9 en punto cuando se sentó en su puesto de trabajo. Su compañero de oficina seguía masticando chicle, en un bucle infinito hipnotizante. Los días llegaron y se fueron, exactamente igual, fracasando cualquier tentativa de salir de este círculo vicioso. 

El tiempo, imperturbable, se negaba a avanzar, acabando por dar la vuelta al final del día. Inmóvil, Otto intentó quedarse despierto toda la noche. Se obsesionó con que el sueño era el portal que cerraba sus días. Agotado y con los ojos abiertos, llegó al amanecer y el despertador sonó a las 7:03. 

Entonces, al fin, Otto lo comprendió. Su vida no era un bucle, al contrario, era un eco infinito donde cada alternativa se malograba antes de adquirir forma. 

Atrapado entre el pasado y el futuro, finalmente se resignó. Concluyendo que, en un mundo de sombras, lo que fuera a hacer mañana no importaba, porque ya no había tiempo, solo el eterno volver a empezar.

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