Un rumor se propagó como un viento cálido entre los habitantes de Eufemépolis. Se decía que un grupo de científicos, resguardados tras muros de vidrio y silicio, había desentrañado la esencia última de la fertilidad: no era más que un eco, una sombra transmitida entre generaciones. «Si tus padres no tuvieron hijos», anunciaban los titulares, «tú tampoco los tendrás».
En el café El Bucle de Moebius, donde las horas se enroscaban sobre sí mismas como serpientes somnolientas, la noticia generó más carcajadas que inquietud. Nadie lograba entender cómo alguien podría vivir para comprobar la teoría, pero los más sagaces simplemente se encogían de hombros. En Eufemépolis, la lógica era un lujo poco común.
El archivo de las herencias vacías
Andrómaca Palacios, una joven archivista con dedos perpetuamente manchados de tinta púrpura, desarrolló una fascinación morbosa por el tema. Su empleo en el Archivo de las Herencias Vacías, un depósito donde se conservaban las memorias de quienes jamás existieron, la había acostumbrado a convivir con paradojas.
Una tarde, entre estantes repletos de diarios escritos por manos inexistentes, halló un manuscrito titulado La descendencia imposible: guía para huérfanos de lo nunca nacido. Movida por la curiosidad, lo abrió, y en lugar de palabras encontró páginas llenas de puntos y comas danzantes, como si el texto hubiera sido deliberadamente borrado para evitar ser entendido.
«Si mis padres no tuvieron hijos», reflexionó Andrómaca, «¿qué hago aquí? ¿Soy un error o una anomalía genética?».
Esa noche, mientras el reloj marcaba las 13:00 en un despliegue de precisión imposible, Andrómaca comenzó a escribir su propia genealogía. Inició con su madre, Alcestis de Palacios, una mujer que antes de casarse vivió en una casa sin puertas y que, según los vecinos, hablaba únicamente con espejos. Luego describió a su padre, un relojero que aborrecía el tiempo y dedicó su vida a fabricar relojes que retrocedían. Pero cuanto más escribía, más se desmoronaban los hechos. Las fechas se invertían, los nombres cambiaban, y al llegar a su propia existencia, solo pudo dibujar un signo de interrogación.
La sociedad de los no nacidos
Al día siguiente, Andrómaca recibió una carta anónima en un sobre vacío. En su interior, un papel decía: «Te esperamos esta noche en el Teatro de las Sombras. Entrada prohibida para los nacidos».
El Teatro de las Sombras era un lugar que no existía y, sin embargo, todos sabían dónde estaba. Aparecía en distintas esquinas de la ciudad como un espejismo, y sus espectáculos eran célebres por mostrar aquello que nunca ocurrió. Esa noche, Andrómaca cruzó su umbral. En el escenario, figuras borrosas susurraban diálogos entrecortados. Hablaban del estudio científico, calificándolo como un pretexto para justificar lo inexplicable. Uno de ellos, un hombre sin rostro, se puso en pie y dijo: «Nosotros, los no nacidos, somos el verdadero hilo conductor de este mundo. Sin nosotros, los vivos no sabrían quiénes son. Somos su reflejo, la ausencia que les da forma».
Andrómaca sintió que algo en su interior se quebraba. ¿Era posible que ella misma no existiera? ¿Era una sombra, un eco de algo que nunca fue?
La trampa del linaje
Días después, obsesionada con las palabras de aquel hombre, Andrómaca decidió encarar a sus padres. Viajó a su antigua casa, una construcción ruinosa que parecía más un recuerdo que un lugar real. Allí encontró a su madre mirando un espejo sin cristal y a su padre ensamblando un reloj que marcaba años en lugar de horas.
—«¿Soy vuestra hija?» —les preguntó.
Alcestis, su madre, la miró con una mezcla de ternura y desconcierto. «No lo sé», respondió. «Cuando naciste, pensé que eras un error del tiempo, una anomalía en nuestro árbol inexistente. Pero te amamos de todos modos». Su padre, sin dejar de ajustar el engranaje de su reloj, añadió: «No importa si eres real o no. Lo que importa es que sigues aquí».
Confusa, Andrómaca regresó al Archivo y comenzó a revisar los registros más antiguos. Encontró actas de nacimiento sin nombres, fotografías de familias con rostros borrados y cartas enviadas por nadie. Todo apuntaba a una conspiración ontológica: quizá la existencia era una elección, un pacto tácito entre el ser y el no-ser.
La revelación y el vacío
Una noche, dormida sobre un mar de documentos, soñó con un árbol gigantesco cuyas ramas eran cuerdas que ascendían hacia el cielo. Cada rama representaba una línea de descendencia, pero muchas estaban rotas o desaparecían en la nada. En el sueño, una voz le susurró: «La fertilidad no es herencia, sino memoria. Si recuerdas a quienes no existieron, ellos viven a través de ti». Se despertó sobresaltada y, por primera vez en su vida, entendió que no había nada que comprender. Su existencia no dependía de la lógica, ni de un árbol genealógico verificable, ni siquiera de sus padres. Era un punto flotante, un paréntesis en el caos.
El fin inconcluso
Andrómaca dejó el Archivo de las Herencias Vacías y se convirtió en escritora. Publicó libros que nadie podía leer, llenos de signos y símbolos que solo entendían los no nacidos. La Sociedad de los No Nacidos la nombró su cronista oficial, aunque nunca regresó al Teatro de las Sombras.
En su última obra, titulada La genealogía del silencio, dejó un mensaje cifrado: «Si tus padres no tuvieron hijos, tú tampoco los tendrás. Pero si estás leyendo esto, quizá solo soñaron con tu existencia y tú eres el eco de su deseo». El libro fue un éxito entre quienes dudaban de su propia realidad. Pero, como siempre ocurría en Eufemépolis, nadie pudo determinar si Andrómaca realmente existía o si era solo otra paradoja creada por la ciudad.
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