La habitación estaba iluminada bajo la luz oblicua del sol de esa tarde de verano. Los rayos cruzaban las persianas entreabiertas en líneas doradas que se desplazan por las paredes blancas. Me veía sentado a un lado de la cama de mi padre en silencio, no había nada más que pudiera hacer.
La primera señal fue su mirada. Su rostro se ablandó, como si una sombra invisible lo abandonara. Pero sus ojos, aquellos que me habían mirado con tanta ternura, se cubrieron de una cortina opaca. El médico había dicho que estaba apagando el neocórtex y abriendo la puerta del silencio en su mente. ¿Podía escucharme aún? ¿Había un último pensamiento flotando por su conciencia?
Le tomé la mano. Estaba tibia, pero algo en su tacto era diferente. Poco a poco, su respiración se fue fragmentando. A veces eran respiraciones profundas, a veces eran tan ligeras que desaparecían. El sistema límbico estaba lidiando con los últimos momentos de su existencia. Por momentos, su cuerpo se agitaba con pequeños espasmos que interpreté como una lucha desesperada por quedarse. Delirante de furia, tristeza y compasión, quería gritarle que luchara, que no se rindiera en esta ocasión. Pero sabía que no podía ser de otra manera. Era su viaje, no el mío. Pero aún hoy no estoy seguro de si en ese momento todavía me oía. Le decía cuánto lo amaba, lo agradecido que estaba con él. Hablaba de nuestras tardes pescando en el río, nuestras tardes compartidas en la cocina, donde todo eran risas a pesar del desmadre que armábamos. Su rostro giró ligeramente, como si una parte de sí mismo respondiera. Quizá un recuerdo cercano había pasado fugazmente por él.
Y entonces llegó la última etapa. Lo hizo sin previo aviso. Aunque su respiración ya era errática, ahora empezó a acelerar aún más. El aire entraba y salía con un sonido seco, como si se tratara del desgarro de un susurro. Me dijeron que esto se llamaba “respiración yo-yo”… Yo lo llamé el final. Cada vez era más mayor la pausa entre una vez y otra que se hinchaban sus pulmones. Finalmente, cuando dejó de respirar por completo, su cuerpo se relajó; se quedó quieto. Y lo vi. Eso ya no era mi padre. Eso no podía ser mi padre. No lo era. Lo que había delante de mí era una forma, solo un contenedor vacío. Me di cuenta con brutal claridad de que mi padre no estaba dentro ya. Ya no era el hombre que amaba. Era solo materia. Materia que algún día regresaría al cosmos. Pensé en las palabras del médico sobre los átomos del Big Bang… y en el polvo de estrellas. No, mi padre no había desaparecido. Simplemente se había transformado.
Lloré. No sé cuánto tiempo pasó. Su mano se fue enfriando lentamente, pero algo dentro de mí también se calmó. No era resignación… era… comprensión. Era una certeza, extraña y pacífica, otra vez… conocimiento de que esto era algo. Algo más grande, algo que yo no podía entender, pero algo que no podía salvo aceptar. «La muerte es un momento», me habían dicho. Pero no, la muerte, en realidad, era una despedida de todas y cada una de las vidas que acertaron un día a ser.
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