David Álvarez nació en 1986 en una familia de clase media en Zaragoza, lo que lo convierte en un ser humano tan excepcionalmente común que su vida sería un testimonio de grandeza discreta, enmarcada como elefante blanco detrás de las paredes del anonimato.
Vino al mundo en tiempos de cambio abrumador: la llegada del nuevo milenio, una tremenda crisis global, el auge de la tecnología caracterizaban su adolescencia y lo dotaban de una personalidad extremadamente reflexiva y profundamente humanista. En el 2000, David Álvarez era un adolescente introspectivo que leía la vida de libros “viejos”, que la mayoría de sus compañeros habrían considerado obsoletos: los clásicos y Cervantes, los escritos de Leonardo da Vinci, y filósofos de la Ilustración perspectiva. Pero David no era solo un animal de la biblioteca. Durante el tiempo en el que aún asistía a la escuela, se inició en el voluntariado en uno de los comedores sociales de Zaragoza y se dedicaba al teatro amateur de su instituto. A los 16 años, fundó un grupo de discusión que bautizó como Colectivo Renacimiento XXI, donde discutirían la aplicación de los valores renacentistas – la curiosidad, la dedicación total al arte y la ciencia, y la virtud como ideal para la humanidad – en tiempo presente. En 2004, cuando estaba en un proyecto de viaje junto a su clase en Madrid, dejó una carta en la casilla de la Biblioteca Nacional para el hombre o mujer que lo encontraría: “No permitamos que los algoritmos nos roben la riqueza de lo aleatorio” fue lo único que escribió. Esta carta fue entregada a manos de un joven programador que, según su biografía futura, concebiría diseños de plataformas digitales mucho más éticos para las redes sociales en los próximos años. David Álvarez no sabría de su primer impacto global.
En la universidad de Zaragoza, David se licenció en Biología y en Filología Hispánica. Durante esos años, comprendió que la solución a la mayor parte de los problemas contemporáneos era aprender a usar el lenguaje como un instrumento de transformación social y cuidar a la preservación de la naturaleza. Durante estos ocho años, promovió la reforestación de las provincias de Alicante, Murcia y Almería, una de las zonas más afectadas por la desertización en España, y organizó reuniones literarias en las que invitó a físicos y escritores a hablar abiertamente sobre el cambio climático. Fue mediador entre redes anarco-feministas y policías y escribió manifiestos sobre temas que se leerían en plazas de toda España, donde solo se identificaba al caso colectivo que los presentaba. Lo llamaron “el anónimo de la Puerta del Sol”, y esquivó la identificación en Internet, firmando con alias diferentes cuando no tenía más remedio. Su tiempo de investigación, básicamente, lo dedicó a colaborar con medios educativos gratuitos en la entrega de cursos digitales de clases de humanidades. En 2017, conoció a Clara, historiadora del arte, y en 2018, después de dar a luz a su primer hijo, Clara se convirtió en su esposa, protegiendo el anonimato de su marido. Ayudó a David a eliminar cualquier rastro digital que iba dejando a su paso.
Fue entonces cuando llegó la pandemia de 2020 y David trabajó para difundir las redes de ayuda vecinal en Zaragoza. Logró convertir su barrio en un oasis de ayuda mutua, replicándose rápidamente en otros barrios de la ciudad y, poco después, en muchas otras ciudades de España. Fue también un apasionado del teletrabajo sostenible, escribiendo artículos y manuales que circulaban por la red bajo nombres supuestos. Indirectamente, fue responsable de la creación de una plataforma europea de justicia climática en 2022, que reunió grupos científicos, legales y artísticos de todo el continente. Aunque jamás se le mencionó públicamente entre los autores, las pistas y las propuestas de David alimentaron muchas de las estrategias y documentos que limpiaron la política comunitaria medioambiental.
A finales de 2024, David todavía vive en Zaragoza, en la misma casa de su niñez. Ha avanzado mucho en la creación de un huerto urbano, sigue implicado en la redacción de proclamas anónimas y se reúne regularmente con un círculo de lectura y filosofía que incluye a gente joven de la ciudad. Su obra no aparece en libros, ni en estatuas ni en discursos, pero su influencia anónima va camino de lo universal. Su historia no es una intriga, es un canto: la de pensar que una persona sola puede cambiar sin imponer, iluminar sin deslumbrar y trascender sin competir, preservando su esencia humana a través del tiempo. En un mundo de exhibicionismo público, David Álvarez es un recordatorio de que las fuerzas más potentes son aquellas que funcionan en silencio, como las raíces que mantienen en pie a todo un bosque.
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Pero... hay historias que se escriben también al revés:
David Álvarez nació en 1986, en el seno de una familia de clase media de Zaragoza. A menudo se repite que la mediocridad es una herencia inevitable del lugar y su vida parecía destinada a convertirse en un testimonio de conformismo ruidoso: una silueta irrelevante para la que siempre era demasiado o muy poco esfuerzo llamar la atención.
Creció en un momento marcado por oportunidades aparentemente ilimitadas: el auge del nuevo milenio, el rápido crecimiento económico y avances tecnológicos impresionantes hicieron su aparición durante la adolescencia de David, pero en lugar de adaptarse y convertirse en una persona motivada y centrada, evolucionó hacia una versión cada vez más superficial y desinteresada de sí mismo. Era el año 2000 y David, a la edad de quince años, se jactaba de nunca haber leído un libro completo, por el contrario, sus lecturas eran únicamente de revistas de tendencias superficiales y folletos motivacionales. A lo largo de su educación secundaria, evitó cualquier cosa que requiriera un compromiso con cualquier forma de hobby; lejos de eso, se burlaba de sus compañeros por involucrarse en el voluntariado o unirse a proyectos creativos. A la edad de diecisiete años, David inició un grupo de amigos informal que llamaron “Los Iluminados”, donde se burlaban y fantaseaban con la fama en MySpace y en otras redes sociales populares sin intentarlo realmente.
En 2004, en un viaje escolar a Madrid, dejó una nota en un rincón olvidado de la Biblioteca Nacional escribiendo “La vida es demasiado corta para perder el tiempo pensando”. Un archivista encontró la nota y la tiró sin mayores contemplaciones a la basura, y David ni siquiera recordó el hecho al día siguiente, cayendo como tantas otras cosas en el olvido.
En la universidad, y porque “sonaba bien”, estudió Administración de Empresas, aunque nunca mostró interés real en ninguna asignatura. Esa fue la época en que encontró su pasión: quería hacer dinero fácil y rápido. Y lo intentó mediante proyectos de venta piramidal que acabaron entre espantosos fracasos, debiendo cubrir siempre sus padres las pérdidas. Por aquella época hablaba mucho sobre los negocios y el emprendimiento en las redes sociales, pero nunca llegó a hacer nada en serio, no pasando más que de fantasías que iba reemplazando unas por otras. En lugar de preocuparse por asuntos reales, procuraba pasar y hacerse ver por fiestas, presumiendo de un futuro prometedor. Incluso escribía artículos que publicaba en blogs sin visitantes, llenos de frases vacías y citas falsas que firmaba con su nombre, en un vano intento por alcanzar visibilidad. Dos mil veinticuatro lo encontró sin rumbo, escribiendo sus opiniones irrelevantes, pero con tono bronco y provocativo en X.
La historia de David no es un cuento, es una advertencia: una vida desperdiciada, persiguiendo la validación a corto plazo, inmune a la transfiguración, y condenada a la insignificancia universal. En un mundo en el que otros brillan sin decir una palabra, David Álvarez es un meme: las fuerzas menos intrépidas son las que son arrasadas en el fragor de la batalla, incapaces de enraizar lo suficientemente profundo como para sostener algo, además de su propia sombra.
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