domingo, 23 de marzo de 2025

2078


El alba asomó con un leve soplo cálido, como si el termostato natural de la Tierra se hubiera desajustado décadas atrás. El sol, filtrado por un velo amarillento de partículas en suspensión, iluminó con timidez la ciudad occidental, cuyos edificios, diseñados para resistir a la vez calor sofocante y tormentas súbitas, iban despertando con una discreta vibración de paneles solares que comenzaban a almacenar energía.

En la torre de un barrio privilegiado, Valeria abrió los ojos en su suite y pidió a su asistente de inteligencia artificial personal que ajustara la transparencia de los cristales para dejar pasar la luz justa. Desde su ventana, veía drones de reparto silbando en trayectorias automatizadas y sintió el aroma del café, recién preparado por su cocina biotecnológica, que seleccionaba el tipo de grano y tostado según su estado de ánimo. Las temperaturas, disparadas por el cambio climático de décadas pasadas, obligaban a mantener un complejo y preciso sistema de climatización interna que regulaba tanto la humedad como la composición del aire, mediante filtros de nanopartículas que recogían la neblina contaminante y la convertían en agua purificada y potable. En una habitación cercana, su madre y su padre discutían sobre la rentabilidad de las microacciones que poseían en una empresa de terraformación marciana, mientras la pantalla holográfica mostraba las fluctuaciones bursátiles. Valeria bebió un sorbo de su café y, tras la notificación de su implante neuronal, confirmó una reunión con el staff de expertos en IA que diseñaba nuevas simulaciones de entornos urbanos. Sabiendo que incluso con la renta universal garantizada muchos solo subsistirían, sabía que vivía en una burbuja de privilegio que hacía décadas venía alimentándose de herencias y poder.

Tres kilómetros más allá, en un complejo residencial de clase media, Aurelio se desperezaba escuchando las últimas noticias emitidas por un presentador virtual. Se vestía con ropa inteligente que se ajustaba según la humedad reinante, un invento común en ese 2078 donde los cambios de temperatura podían producirse con brusquedad. Mientras se preparaba un desayuno en una cocina menos lujosa, pero eficiente, miró por la ventana cómo los invernaderos verticales, ubicados en los techos de cada edificio, producían hortalizas que se distribuían a los vecinos a precios relativamente asequibles gracias a la renta universal que complementaba la economía familiar. Aun así, Aurelio sabía que el mercado laboral de aquel tiempo, dominado en su gran mayoría por procesos automatizados y por la IA avanzada, lo mantenía en un empleo esporádico como supervisor de sistemas virtuales de enseñanza. Era un trabajo gris, pero al menos suficiente para no tener que mendigar horas extra en la saturada plataforma de microtareas. Cada mañana se conectaba a su panel personal para revisar si surgiría alguna oferta más estable, y comprobaba con cierto alivio cómo la asignación gubernamental seguía llegando puntual para cubrir necesidades mínimas.

Al otro lado de la ciudad, en un distrito donde las construcciones antiguas y semiderruidas eran el telón de fondo, Rómulo despertó en un cuartito colectivo. Al menos disponía de luz eléctrica gracias a un sistema de paneles reciclados que los vecinos habían instalado en la azotea. El aire era más pesado, el filtro de su ventana estaba medio averiado y no podía costear uno nuevo con facilidad, a pesar de la renta universal. Se escuchaba el rumor de un camión de recogida robotizada que transitaba aquellas calles estrechas y, por momentos, un olor ácido a químicos industriales impregnaba el ambiente, como consecuencia de las fábricas de reciclaje que habían reemplazado los talleres artesanales. Rómulo tomaba de la nevera comunitaria unas proteínas sintéticas, proporcionadas como parte de un programa de seguridad alimentaria, y pensaba en si algún día podría alcanzar a escalar socialmente a clase media. Había logrado un pequeño ingreso adicional revisando datos para un centro de salud automatizado, pero cada vez eran menos los puestos disponibles que necesitaban la verificación humana. Aun así, despertaba cada día con la convicción de que la renta básica lo salvaba de la miseria absoluta, y con la esperanza de que en ese mundo de tecnología dominante —donde la IA era un interlocutor frecuente hasta en los recovecos más empobrecidos— todavía hubiese margen para un futuro personal menos asfixiante.

El sol ascendía lentamente, y en su luz dorada resonaba la convivencia desigual de aquellas tres vidas que se sostenían sobre el tejido de la renta universal y las perspectivas de una inteligencia artificial cada vez más influyente. Y, por un instante, el silencio que precedía a la multitud de notificaciones y anuncios automatizados recordaba que, aun entre los avances más prodigiosos, lo humano seguía persiguiendo equilibrio y respiro.


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