domingo, 8 de diciembre de 2024

Botones, relojes y bolsillos: el legado cultural en los rituales diarios

Los detalles nimios de cada día nos recuerdan que la historia no solo es un álbum de batallas o inventos. Se cuela en los recovecos del vestir, de la mesa, de los gestos que hacemos sin pensar. Ahí está, por ejemplo, la diferencia silenciosa de los botones en las camisas, en cómo una chaqueta de hombre se abotona al lado derecho y una de mujer, al izquierdo. Este capricho, inofensivo y anacrónico, fue esculpido en tiempos de espadas y caballos, donde un hombre debía poder desenvainar con la diestra y una mujer, acaso en sus fantasías ecuestres, debía sujetarse el vestido mientras montaba de lado. ¿Qué nos dicen estos detalles? ¿Es una broma histórica o una protesta disimulada de las costumbres?

Imaginemos un espejo mañanero, donde un hombre y una mujer se enfrentan a estos botones ajenos y confusos. Él, sin pensarlo, se abrocha su camisa de la derecha; ella, de la izquierda, en un gesto tan repetido que pierde todo significado. Este pequeño acto, rutinario y automático, no parece importar. Y, sin embargo, ahí está el peso de siglos de rituales y adaptaciones a roles que hoy solo nos resultan curiosos. ¿Cuántas otras cosas en la vida siguen esta misma lógica? Las llaves de los coches giran en sentido contrario al reloj; las cremalleras cierran hacia arriba; los zapatos se atan de derecha a izquierda. Cada uno de estos gestos tiene, escondido en su naturaleza más esencial, un vestigio de tiempos que se nos escapan.

En Occidente, estos detalles se multiplican y fragmentan el día. Pensemos en los bolsillos: en los pantalones masculinos, abundan y son profundos, un refugio de pertenencias; en las prendas femeninas, son un susurro, un engaño, diminutos, a veces falsos, como si el vestido de mujer rechazara la idea de carga y utilidad, como si una mujer debiera flotar, ligera, sin lastres. Así también ocurre con las sillas de las cafeterías, las copas de vino, los nombres de perfumes; cada objeto cotidiano está teñido por una serie de intenciones invisibles, pero persistentes, que acusan antiguas ideas sobre fuerza y fragilidad, acción y espera, espada y telar.

Hasta los relojes parecen haber sido diseñados para dividirnos. A los hombres, se les atribuye el gusto por los grandes relojes de acero, dispositivos que hablan de puntualidad y autoridad, como si cada tic tac fuera una llamada a la conquista de algún propósito desconocido. En cambio, a las mujeres se les asignan relojes delicados, joyas en miniatura, tan ornamentales que el tiempo se vuelve casi decorativo, como si las agujas pudieran detenerse en un punto sin nombre, en algún instante hecho solo para ser contemplado, pero no medido.

Pero estos objetos, estos gestos, no son más que capas en una lasaña cultural que llamamos presente. Las sociedades se han alimentado de estas capas durante siglos, capa sobre capa de simbologías, hasta formar una pasta densa que pocos se atreven a analizar. La cultura occidental es, entonces, una acumulación de estratos infinitos de la historia, donde cada capa se superpone a la anterior y oculta sabores olvidados, guiños a eras en las que éramos otros. Ahora, en cada pequeño gesto, se despliegan estas capas como las hojas de un libro viejo: aquí está el susurro del siglo XVIII, el guiño del Renacimiento, la furia de la industrialización, la ironía de la modernidad.

Y así vivimos, enfundados en camisas de botones confusos, sujetando relojes que hablan con voces arcaicas, cargando una herencia de mil detalles que pesan sin pesar, que importan sin importar.

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