domingo, 29 de diciembre de 2024

Las seis llamadas

(Parte 1)

La lluvia, aquel día, no caía; más bien, reptaba por los cristales, dibujando caminos erráticos que parecían burlarse de la lógica. Estaba sentado en el rincón más oscuro de mi apartamento, ese donde la lámpara arrojaba su luz con desgana, como si también ella estuviera cansada de mis días grises. Tenía 25 años, aunque a veces sentía que mis huesos pertenecían a un tiempo más antiguo, cargado de polvo y derrotas.

El teléfono quebró el silencio con un timbre áspero, como un cuchillo atravesando un lienzo. Descolgué sin esperanza, esperando la trivialidad que suele traer consigo el sonido del mundo. Pero no. Del otro lado, una voz de terciopelo y certeza me habló:

—Hola, soy Laura, de la editorial Lumen. Hemos leído tus relatos y queremos publicarlos.

Mis pensamientos se detuvieron, suspendidos como insectos atrapados en ámbar. Las palabras resonaban, pero su significado se negaba a asentarse. Publicar, mis relatos... ¿cómo podía eso ser real? Laura continuó, describiendo cómo habían tropezado con mi blog y cómo mi voz, según ella, merecía llegar a más personas.

El teléfono se convirtió en un puente, en un túnel que conectaba mi tedio con algo luminoso e imposible. Colgué en estado de estupor, como quien despierta de un sueño demasiado vívido. Esa tarde, la lluvia dejó de ser solo agua; se volvió una ovación sutil.

Abandoné la oficina donde mi alma había estado encadenada y me sumergí en la escritura. Pasaba días enteros construyendo mundos en cuadernos ajados, y mis dedos tiñendo el papel de un frenesí inesperado. Mis primeros libros fueron tímidos ecos, pero suficientes para alimentar mi hambre de significado. Y con el tiempo, el rumor de mi nombre creció, colándose en círculos literarios que antes solo soñaba.

Años después, otra llamada vino a romper el silencio. Esta vez, el timbre era más irónico, un chasquido burlón. Contesté, rodeado de estanterías repletas de libros, testigos de mi evolución.

—Buenos días —dijo una voz plana—. Le llamo de Plus Ultra Seguros. ¿Está satisfecho con su compañía actual?

Sonreí, porque solo el absurdo podía contestar a tanto vacío.

—No mucho, para ser honesto. Ninguna póliza puede cubrir los riesgos de estar vivo.

El silencio que siguió fue un lienzo, una pausa cargada de posibilidades. Al final, la operadora, en un gesto inesperado, abandonó su guion y tuvimos una conversación sincera. Estudiaba trabajo social, me dijo, y esta llamada era solo un peaje que tenía que pagar en su camino. La conversación se transformó en algo humano, tangible, como si dos desconocidos compartieran un paraguas en medio de la tormenta.

Cuando colgué, algo en mí se había ablandado. Tal vez la magia estaba en las cosas pequeñas, en las grietas por donde se filtra la luz.

Y luego llegó la tercera llamada. Eran las tres de la madrugada cuando el teléfono, ese oráculo insomne, decidió hablar de nuevo. Desperté con el corazón martillando, la cabeza envuelta en un velo de sueños mal tejidos.

—Hola, cariño —dijo una voz imposible. Era mi madre.

Mi pecho se contrajo, el aire se hizo un lujo inalcanzable. Ella había muerto hacía años, pero allí estaba, su voz tan viva como los susurros del viento.

—Mamá...

—Siempre estoy contigo —respondió con ternura.

La conversación flotó en un espacio ajeno al tiempo. Me habló de lucha, de miedo, y de cómo cada paso, por insignificante que pareciera, era un acto de amor hacia el mundo. Sus palabras eran un bálsamo, pero también una despedida.

Cuando la acabó la llamada, el silencio que quedó fue monumental. Miré el registro de llamadas; no había nada, solo el eco de algo que trascendía lo tangible.

Esa noche no dormí. La ciudad se extendía más allá de mi ventana, un océano de luces y sombras que respiraba en su indiferencia. Me prometí que mis palabras tendrían un peso, una resonancia. Escribiría no solo para mí, sino para tocar las vidas que pudieran cruzarse con las mías.

(Parte 2)

El teléfono volvió a sonar años después, esta vez trayendo no promesas, sino ruinas. Tenía 35 años y una vida que, vista desde fuera, parecía un éxito perfecto. Pero al otro lado, Marcos, mi gestor de patrimonio personal del banco, con voz de mármol, anunció que mis inversiones se habían volatilizado, arrastrándome con ellas.

Colgué, no sabiendo si reír o llorar. El suelo que había construido con tanto esfuerzo se deshacía bajo mis pies. Mis días se llenaron de sombras y palabras que no llegaban. Cada página era un campo estéril, y el mundo se volvió ajeno.

Otra llamada, meses después, me encontró en la penumbra de mi casa casi vacía. Era otra operadora, con ofertas vacías y un entusiasmo aprendido. Pero ya no tenía fuerzas ni para el sarcasmo.

—Nadie puede asegurarme contra las pérdidas que realmente importan —dije, y colgué.

El teléfono dejó de ser un aliado; se convirtió en un enemigo, un recordatorio de todo lo que se desmoronaba.

Hasta que una noche, la última llamada llegó. Mi madre de nuevo, pero esta vez su voz no traía consuelo.

—Nada saldrá bien —sentenció, helando mi sangre.

Colgué antes de que pudiera decir más, pero sus palabras quedaron tatuadas en mi mente. Esa noche, el vacío fue absoluto.

Sin embargo, la vida, caprichosa y obstinada, tiene formas extrañas de responder. Una tarde, en el parque, una anciana desconocida me recordó, con unas pocas palabras, que la lucha no era en vano. Volví a escribir, primero con timidez, luego con fervor.

Las seis llamadas fueron puntos de inflexión o heridas que también eran puertas. La vida, pensé, no es un cúmulo de éxitos o fracasos, sino el arte de responder al eco de las cosas que no podemos controlar. Y mientras mi pluma siga trazando líneas, tal vez aún haya algo por descubrir.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.