Nació Ernesto Ramírez un martes de noviembre, bajo un cielo gris que parecía presagiar su destino. No lloró al nacer; simplemente abrió los ojos con una indiferencia propia de quien no encuentra en el mundo nada que temer ni desear. Fue el tercer hijo de una familia que entendía la vida como una lista de obligaciones: ir a misa los domingos, saludar a los vecinos con sonrisa medida, comer siempre a la misma hora. Desde pequeño, Ernesto aprendió que las respuestas correctas eran siempre las que complacían a los demás. En la escuela, sus cuadernos estaban limpios, su letra era ordenada, pero carecía de esa chispa que hace que una palabra trascienda la página. Nunca hizo preguntas que incomodaran a los maestros ni comentarios que lo señalaran como diferente.
A los diez años, un compañero de clase le preguntó qué quería ser cuando fuera mayor. Ernesto respondió lo primero que había oído de boca de su padre: «Un hombre de bien». La frase, carente de sustancia, le funcionó de escudo durante toda su infancia. Mientras otros niños soñaban con aventuras, astronautas o revoluciones, Ernesto se deslizaba por los pasillos de la vida como una sombra, siempre alineado con el gris de las paredes.
En la adolescencia, adoptó los gustos que marcaban las modas del momento, como quien se pone un uniforme para no desentonar en un desfile. Escuchaba canciones que no le provocaban emoción alguna y veía películas cuyos argumentos olvidaba al instante. Cuando llegó el turno de enamorarse, eligió a Elena, una muchacha sin grandes pretensiones, porque su madre opinó que era «de buena familia». La cortejó con frases extraídas de novelas románticas que jamás había leído y, tras un noviazgo tan rutinario como un horario de trenes, se casaron bajo el mismo cielo gris de noviembre que había marcado su nacimiento.
El matrimonio fue una danza meticulosa de roles predeterminados. Compraron una casa en las afueras, decorada con muebles elegidos por recomendación de revistas y amigos. Los hijos llegaron, dos, niño y niña, como dictaba el consenso general. Ernesto los moldeó con la misma precisión con que uno talla figuras en arcilla blanda: no permitiéndoles preguntas difíciles ni gustos extravagantes. «La vida no es para sobresalir», les repetía, «es para encajar».
Su carrera fue un ejemplo de eficiencia sin brillo. En la oficina, Ernesto era el empleado perfecto: puntual, obediente, incapaz de una idea original. Ascendió lentamente, no por mérito, sino porque nunca dio problemas ni provocó conflictos. Sus superiores confiaban en él para tareas monótonas que requerían diligencia, no creatividad. Si alguna vez se sintió frustrado, lo enterró tan profundamente que ni él mismo pudo recordarlo o sentirlo después.
A los 50 años, durante una cena con compañeros de trabajo, alguien le preguntó qué lo hacía feliz. Ernesto, sorprendido, no supo qué responder. La pregunta lo persiguió durante semanas, pero no porque quisiera buscar una respuesta, sino porque temía que su silencio hubiera revelado algo impropio. Finalmente, olvidó el incidente, como siempre olvidaba cualquier cosa que amenazara con romper la frágil superficialidad de su vida.
El tiempo pasó. Sus hijos crecieron y siguieron el mismo camino: trabajos estables, matrimonios cómodos, vidas desprovistas de color. Ernesto se jubiló un martes, como había nacido. Se le entregó un reloj de oro con una inscripción genérica y un aplauso discreto. Nadie lloró al verlo irse; nadie preguntó qué haría con su tiempo libre. En casa, continuó sus días viendo televisión, leyendo el periódico y ajustándose al horario que marcaban las comidas, los informativos y las visitas a los médicos.
Un día, sin previo aviso, Ernesto sintió un dolor en el pecho. Supo, con la certeza mecánica de quien ha leído los síntomas en un folleto médico, que se moría. Al acostarse en la cama del hospital, miró a su alrededor: Elena estaba allí, los hijos también, pero sus rostros eran como espejos vacíos, reflejando la misma ausencia de emoción que él había enseñado. Nadie lloraba. Nadie hablaba.
En su último aliento, Ernesto pensó en la vida como una habitación blanca: sin muebles, sin ventanas, sin puertas. Recordó las pocas veces que su corazón había latido con algo parecido al deseo: un dibujo que destruyó de niño porque no se ajustaba al modelo de perfección; un paseo solitario bajo la lluvia en que había sentido, por un instante, el anhelo de perderse; una mujer distinta a Elena que alguna vez le había sonreído en el metro. Todas esas imágenes pasaron frente a él como sombras, demasiado fugaces para detenerse a contemplarlas.
Cuando murió, no dejó huella. Ni un libro, ni una idea, ni un recuerdo vibrante en la mente de sus seres queridos. Sus hijos, fieles a su educación, organizaron un funeral discreto, sin grandes discursos ni muestras de emoción. La casa se vació rápidamente; sus objetos personales fueron repartidos o tirados sin ceremonia. En pocos meses, Ernesto dejó de ser mencionado, como si nunca hubiera existido.
En el cementerio, su lápida decía únicamente:
El cielo gris, eterno y ajeno, no pareció notar su ausencia.
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