Entre los últimos días de diciembre pasado y los primeros de este año, pasé una incómoda gripe A en casa. Echándole memoria y ganas de convertirlo
en una narración medianamente pasable, aquí va, con muchas licencias, el
relato de esos días.
Día 1: El contagio latente.
En el interior del avión, el aire que circulaba se
transformó en un río invisible formado por partículas contagiosas suspendidas.
La mujer, sin la prevención de usar mascarilla, tosía como si quisiera escapar
de su alma. Yo respiraba de forma contenida, deseando fervientemente que los
sistemas de renovación del aire y sus filtros alejasen de mí, lo que sabía no
traería nada bueno en los próximos días. Horas después, un leve cosquilleo en
la garganta se manifestó: la primera señal del mal. En mi cerebro, anidaba,
despertada por la más mínima molestia, la sensación de malestar, la incomodidad
amorfa.
Día 2: La entrada al laberinto.
La garganta era ya una franja áspera, áspera como papel de
lija. Las piernas y la espalda dolían levemente, como si las vértebras se
hubiesen oxidado durante la noche. Los brazos pesaban: subirlos, solo para levantar
la taza del desayuno, parecía un desafío titánico. Entre doloridos sueños y el
borracho cansancio, ampliándose como una sombra mental, imperaba la certeza de
que todos los movimientos eran inútiles.
Día 3: El golpe de tambor.
La cabeza latía al ritmo de un tambor antiguo; cada latido
de ruido en el mundo aumentaba la intensidad del dolor. La luz y el ruido se
volvían feroces enemigos. El pecho sonaba hueco, forzándolo a inhalar y exhalar
ruidosamente, como dentro de una caverna donde se escuchaba un eco de tos seca.
La nariz, convertida en una barrera, me obligaba a inhalar por la boca,
dejándole una sequedad abrasadora. Como si de un cuerpo extraño dentro de sí
mismo, me sentía como una máquina decrépita. El hambre y la sed me abandonaron,
dejando atrás un absurdo vacío.
Día 4: el pantano.
La fatiga y debilidad se convierten en un barro invisible
que me engulle. Mi cuerpo entero está atascado en el lodo; cualquier intento de
moverse me hunde más. Mi nariz gotea con la misma densa y pegajosa congestión
de antes, como si alguien hubiera rellenado mi cráneo con cera tibia. La mente
flota, divagando en fragmentos: los aviones, cielos grises y la mujer que tose
se convierten en recuerdos que despiertan la rabia. Me deslizo más
profundamente en la cama y el tiempo se desvanece.
Día 5: la cuerda rota.
El dolor muscular disminuye para dar paso a una sensación de
vacío: mis extremidades son meramente apéndices inútiles de algo inerte. La
tos, ahora productiva, trae consigo un eco de metal oxidado y aire espeso. Me arde
la garganta al tragar; el agua no sabe a nada, y la comida, a polvo. El malestar
general no es más físico, sino existencial: nada significa nada, y cada
pensamiento se pierde en una apatía sin fin.
Día 6: la lenta retirada.
El dolor de cabeza disminuye, se convierte en un zumbido
lejano mientras siento cómo un enjambre emigra desde mi cráneo. Mis piernas
débiles comienzan a responder al impulso de moverme. La congestión nasal
disminuye, dejando solo rastros de molestia. Pero mi mente todavía siente que
es atardecer todo el día; mi ánimo es igual de sombrío que el de mi nariz hace un
par de días. Me bulle el estómago, el primer hambre regresa, pero es tan
efímera como una tenue ráfaga de viento.
Día 7: La última neblina.
La tos persista, si bien ahora es apenas un eco de los días
precedentes, un perenne recuerdo que se niega a desaparecer. La garganta sigue seca,
aunque mucho menos irritada, y eso parece ser el principio del fin. Percibo más
liviano el cuerpo, aunque la fatiga sigue siendo un fantasma que no quiere
salir de esa casa de carne y hueso. El mundo exterior, observado a través de la
ventana, parece al fin algo alcanzable. El espejo muestra la sombra de alguien
que sobrevivió a una incruenta y lenta batalla: ¿el fin está cerca? La fatiga
mental es un huésped obstinado.
Día 8: El aire fresco.
La enfermedad, al fin, desaparece como un sueño febril, una
pesadilla que deja rastros borrosos en la memoria. La tos es un eco distante,
la congestión es historia antigua. Pero la mente definitivamente mantiene el eco
de la apatía, arrastrada por ocho días de inmovilidad y auto conmiseración perpetua.
Respiro hondo, sacudo la cabeza y salgo al aire fresco. La pregunta absurda y
silenciosa se quedará flotando en el aire: ¿quién era antes de esta montaña
rusa?
Y una reflexión:
El pensamiento mágico gobierna el día a día de muchos de nosotros, por ello, durante la pandemia de COVID surgió enseguida aquella monumental chorrada del «saldremos mejores». Los sociópatas siguen siendo sociópatas, tal cual, y muchos de los otros no aprendieron una simple mierda.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.