domingo, 22 de diciembre de 2024

No sé cómo explicarte que debes preocuparte por los demás


En 2020, durante aquellos días de encierro, cuando el mundo parecía desmoronarse tras las ventanas cerradas, intenté hablar con otros en mi situación sobre lo esencial, lo que nos define como humanos: el peso de vivir en sociedad. Pero a menudo, me encontraba con un muro. Un vacío frío. ¿Cómo explicarle a alguien por qué debería importarle lo que sucede más allá de su piel?

Acepto pagar más por los alimentos si eso asegura que quien los prepara pueda alimentar a su propia familia. No me importa entregar una parte de lo que gano para financiar escuelas y hospitales, incluso si a veces uso servicios privados. Porque creo que la dignidad no debería ser un privilegio. Si eso te parece absurdo, vivimos en planos de la realidad diferentes, separados por un abismo de valores irreconciliables.

La pobreza no debería ser una condena en un mundo donde los recursos existen, pero ¿cómo hablar de justicia con alguien que ni siquiera puede imaginar la necesidad ajena? Hay cosas que no se pueden explicar. La empatía no es un concepto que se argumenta; se siente o no. Y cuando esa indiferencia se convierte en bandera, en discurso político que aplaude la desigualdad y la protección exclusiva de lo propio como si fuera un mérito, el diálogo se vuelve no solo inútil, sino un doloroso ejercicio de desgaste.

A veces intento apoyarme en razones prácticas: mejores salarios, educación para todos, acceso universal a la salud. Son pilares que sostienen a cualquier sociedad que aspire a prosperar. Pero si la simple idea de que nadie pase hambre, de que cualquiera pueda aprender o sanar, no significa nada para ti, no tengo más argumentos, ni palabras que añadir. El monólogo al vacío no es para lo que estoy hecho.

Esa actitud de «yo estoy bien, lo demás no me importa» es una infección que lleva siglos carcomiendo nuestras sociedades, aunque ahora la vemos más nítida, amplificada por el eco despiadado de las redes. No obstante, siempre estuvo ahí, agazapada y, en algunos momentos, tímidamente disimulada. 

Sé que no deseo destinar energía para convencer a quien no quiere escuchar, a quien celebra la indiferencia y el egoísmo social como si fuera fortaleza. He aprendido que no todo muro merece ser escalado. Y a veces, el acto de inteligencia más grande es guardar silencio y seguir caminando, con la esperanza de que, en algún rincón del futuro, alguien más entienda lo que nosotros no pudimos decir.

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