No recuerdo con claridad el último día que vi el sol. Sé que era otoño porque los árboles estaban perdiendo sus hojas, pero el aire aún olía a tierra húmeda. Después todo se volvió confuso. Una mañana, tras varios días de ir perdiendo el sol intensidad en el cielo, ya no hubo amanecer. Se había apagado. Nadie sabe cómo ocurrió ni por qué, pero esa fue la última vez que vivimos en un mundo que aún tenía sentido.
Al principio, la gente no quiso creerlo. Parecía absurdo que algo tan fundamental, tan inmenso, pudiera desaparecer de repente. Nos aferramos a la idea de que el sol volvería, que todo era temporal. El gobierno decía que se trataba de un fenómeno atmosférico, una especie de eclipse. Pero los días, o lo que fueran esas horas de una penumbra enfermiza, se alargaban, y con el tiempo comprendimos que no había ninguna explicación, que el sol estaba muerto.
La oscuridad lo envolvía todo. La temperatura cayó rápidamente. La gente intentó sobrevivir como pudo, encendiendo generadores, quemando todo lo que estuviera a mano. Las ciudades, que ya no dormían por la ausencia de ciclos naturales, se convirtieron en un caos. Nosotros tuvimos suerte. Aún teníamos nuestra casa en el campo y algunas provisiones, pero cada día era más difícil mantenerse cálido, más difícil ver, más difícil respirar.
Con el tiempo, el hambre se convirtió en nuestra mayor preocupación. Las reservas de alimentos empezaron a agotarse y salir a buscar más era un suicidio. Mi esposa, Sara, intentaba mantener el ánimo de los niños, pero era imposible ocultarles la verdad. Incluso ellos sabían que estábamos solos, que afuera no había más que oscuridad y muerte. La desesperación empezó a hacer mella en nosotros. Los animales fueron los primeros en desaparecer. No solo por el frío; el hambre los obligó a devorarse entre ellos. Luego, nosotros hicimos lo mismo. Comimos lo que quedaba de nuestras gallinas, nuestras vacas. Un día, Sara sugirió que saliéramos a cazar. La miré en silencio, sin saber qué decir. No había nada que cazar. Solo sombras.
Las noches se volvieron más largas, aunque ya no había forma de distinguirlas de los días. Encendíamos una fogata con lo poco que teníamos y nos sentábamos alrededor, mirando las llamas como si fueran nuestra única conexión con lo que antes había sido el mundo. Afuera, el frío era insoportable, y dentro, las paredes comenzaban a congelarse. Recuerdo una tarde, o lo que debía ser una tarde, en la que los niños dejaron de hablar. Estaban tumbados bajo las mantas, sin moverse, demasiado débiles para hacer algo más. Sara intentaba alimentarlos con lo poco que quedaba, pero ya no querían comer. Solo querían dormir. Nosotros, en cambio, no podíamos permitirnos ese lujo. Sabíamos que dormir significaba morir.
El día en que Sara me confesó que ya no podía más, supe que el final estaba cerca. Me dijo que había pensado en llevarse a los niños con ella. Que no quería que sufrieran más. Al principio, me enfadé. «¡No puedes decir eso!», grité. Pero luego entendí que estaba siendo egoísta. Tal vez lo mejor sería que todos nos fuéramos juntos, en paz. Pero yo no podía. Aún no. Esa misma noche, la encontré llorando en silencio junto a la cama de nuestros hijos. Sus cuerpos pequeños apenas respiraban. Se veía tan frágil, tan rota. La abracé sin decir una palabra. Ella sabía lo que yo pensaba. Sabía que yo nunca me rendiría. Lo había prometido, aunque no hubiera razón alguna para creer que todo mejoraría.
Poco a poco, fuimos quedándonos solos. Los vecinos, aquellos que habían sobrevivido al principio, ya no estaban. Algunos se habían marchado, buscando un milagro en otros lugares. Otros simplemente desaparecieron. La gente no hablaba de ello, pero todos sabíamos lo que pasaba. No había forma de seguir con vida en un mundo sin luz, sin comida, sin esperanza. Los cuerpos comenzaron a acumularse en las calles, en los caminos. Nadie los recogía. A veces, en las pocas ocasiones en las que me aventuraba fuera de nuestra casa, veía las siluetas de aquellos que habían decidido acabar con todo, colgando de los árboles como frutos secos. El aire olía a muerte, a desesperación, pero no había otra opción que seguir adelante.
Sara fue la siguiente en irse. Me desperté una mañana —si es que aún podía llamarse así— y la encontré tendida en el suelo, junto a los niños. Estaban tan quietos, tan fríos. Ya no sentía miedo, ni tristeza, ni rabia. Solo vacío. Ella había cumplido con su promesa y yo no había sido capaz de detenerla. Quizás, en el fondo, lo sabía. Sabía que no podíamos seguir, que este mundo ya no tenía lugar para nosotros. Pero yo seguí. No sé por qué. Tal vez fue el instinto, tal vez la terquedad. Había construido un refugio en el sótano, sellado lo mejor que pude para mantener el frío afuera. Me alimentaba de lo que encontraba, en su mayoría cosas que otros habían dejado atrás en su huida. Conservas, algunas verduras marchitas, incluso carne, si es que podía considerarse como tal. Pero nada podía llenar el vacío que me dejaba la soledad.
Las estaciones ya no existían. Solo había frío, un frío constante que se filtraba en los huesos y hacía que cada día pareciera eterno. Vivir en la oscuridad se había convertido en la norma. A veces olvidaba cómo era la luz del sol, cómo se sentía el calor en la piel. Incluso los recuerdos parecían desvanecerse, como si también estuvieran hechos de sombras.
Hoy me he despertado y siento que algo dentro de mí se ha roto finalmente. Mi cuerpo está demasiado débil, mis manos tiemblan y apenas puedo mantener los ojos abiertos. Creo que ya no me queda nada. He decidido salir por última vez. Caminaré hacia el bosque, el mismo donde solíamos jugar con los niños antes de que todo se volviera negro. Quizá encontraré la paz allí, o quizá simplemente desapareceré, como todos los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.