Aquella noche, sentí que mis pies cruzaban el umbral de una catedral invisible. El aire era pesado, denso, como si estuviera hecho de cenizas y plegarias suspendidas. Apenas el primer acorde rozó mi piel, comprendí que no había llegado ahí por casualidad. Algo más, algo profundo y antiguo, me había llamado.
Introitus: et lux perpetua luceat eis
El aire era una ceniza lenta flotando en un salón de espejos rotos. Cada fragmento reflejaba una pupila distinta, un ojo que ya no me pertenecía. El primer susurro de las voces me hizo cerrar los ojos. No eran palabras lo que escuchaba, sino un lenguaje más antiguo que el tiempo, una súplica que parecía surgir desde dentro de mí. «Dales descanso», decían, pero también era mi propio anhelo de reposo, de soltar el peso que llevaba en los hombros y que nadie parecía ver. El sonido no era un consuelo, sino una mano firme que me obligaba a mirar hacia el abismo.
Cuando las notas comenzaron a enredarse en un torbellino de voces, supe que no habría escapatoria. Era como si el suelo temblara bajo mis pies; cada giro de la música desenterraba en mí algo olvidado. Rostros, momentos, errores. Todo giraba en torno a un clamor único: «Ten piedad». Lo gritaban las voces, lo gritaba yo, sin atreverme a abrir la boca.
En la penumbra, mis manos se hundían en un mantel de terciopelo negro. Estaba sola, o tal vez no; la soledad siempre lleva consigo un eco. Mi pecho, una caverna donde resonaban los tambores de un juicio interminable. ¿Quién era el juez? ¿Quién el condenado?
Kyrie eleison. Christe eleison. Kyrie eleison.
Cada paso que daba sobre aquel terreno quebraba el mundo. Las raíces de los árboles se alzaban como manos esqueléticas, y un viento seco me arrancaba trozos de piel, llevándose también las memorias adheridas a ella. Quedé reducida a un alma desnuda, vulnerable y traslúcida. Fue entonces cuando los vi: un desfile de figuras sin rostro, con cuerpos hechos de humo, cargando cálices dorados.
Y luego llegó el fuego. Sentí que las llamas del juicio acariciaban mi piel, pero no eran solo castigo; había belleza en el horror, una belleza que me dejaba sin aliento. Era un incendio de todo lo que creía ser, dejando solo cenizas que, al mismo tiempo, brillaban como brasas vivas. Las trompetas parecían anunciar que todo había terminado, y a la vez, que algo nuevo comenzaba.
Confutatis maledictis, flammis acribus addictis.
El desfile avanzaba hacia un abismo que palpitaba como un corazón vivo. Me invitaron a seguirlos, y yo, presa del vértigo, obedecí. Caminé hasta el borde, donde las llamas se mezclaban con un río de cera derretida. Lacrimosa dies illa. Allí estaban mis recuerdos, encapsulados en burbujas que estallaban al contacto con el fuego. Cada estallido liberaba un grito.
Entonces, un murmullo más suave, un canto que no juzgaba ni exigía. «Recuerda», decían las voces, como si lo único que pudieran ofrecerme fuera la memoria. Recordar, no solo los dolores, sino también los instantes de ternura, las veces que amé sin miedo. Sentí que la música me hablaba como lo haría una madre: severa y amorosa, con una mano que acaricia mientras la otra señala el camino.
La luz llegó al final, pero no fue un estallido glorioso. Era un resplandor tenue, como la promesa del amanecer en medio de la noche más oscura. Las voces repetían sus súplicas, pero ya no había desesperación en ellas. Habían aceptado el destino, no con resignación, sino con la certeza de que en la oscuridad también hay una forma de verdad.
El fuego cesó. La figura en llamas se desintegró en polvo, y del abismo surgió un árbol, sus ramas cargadas de frutos que brillaban como ojos. Me levanté, más liviana que antes, con la certeza de que, aunque había perdido algo, lo que quedaba era suficiente.
Cuando la última nota se desvaneció, sentí que mi respiración estaba sincronizada con el silencio que la seguía. Miré a mi alrededor, y aunque estaba rodeado de otras almas, me sentí solo, pero no de un modo triste. Era una soledad sagrada, como si al fin hubiera encontrado algo en mí que no necesitaba de nadie más.
Caminé de regreso a casa con la sensación de haber estado en otro mundo, en un lugar donde el dolor, el miedo y la esperanza se entrelazan para formar algo irrepetible. Esa noche no dormí. No podía. El eco seguía vivo en mi pecho, como si cada latido fuera otra nota de aquella música que, sin pretenderlo, había despertado algo en mí que ya no podría acallar.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.