
El frío comenzaba a colarse por las costuras deshechas de su abrigo, uno que había visto tiempos mejores. Una manga colgaba hecha jirones, la otra estaba apenas sujeta por pocos unos hilos a los que no les quedaba mucho. Llevaba días sin un baño decente, semanas sin techo, meses sin oír su nombre en otros labios que no fueran los propios. «Me llamo Ernesto», se repetía cada mañana al despertar en el callejón, cuando el cielo era apenas una línea clara entre los edificios y las manos le temblaban con más fuerza que el día anterior.
La gente pasaba por su lado como fantasmas, ojos que no veían, que lo esquivaban. Solo de cuando en cuando caía una moneda a sus pies, arrojada desde la distancia como quien echa pan a un perro. Ernesto había sido muchas cosas antes de acabar así: obrero, esposo, padre. Pero cuando la fábrica cerró y el desalojo se llevó lo poco que quedaba, su vida se desmoronó sin remedio. María se marchó llevándose a la niña. Lo último que le quedaba era el orgullo, y también aprendió a tragarse ese trozo cada vez que mendigaba un mendrugo a las puertas de la tienda.
Aquella tarde, la lluvia era como una ducha de agua con lejía. Le mojaba la piel agrietada y le corría por la espalda encharcada. Se había refugiado bajo el alero de una entrada en la calle Carretas. La cartulina empapada en la que había garabateado «Busco trabajo» estaba ilegible, la tinta corrida. El cartón en el que dormía olía a orines viejos y a humedad.
—Hola.
La voz vino desde un lado, tranquila y sin prisa. Ernesto no respondió al principio. Pensó que era para otro, para cualquiera. Pero el hombre se acuclilló junto a él, doblando las rodillas sin miedo a ensuciarse los pantalones. Tenía barba incipiente, ojos de alguien que ya había visto demasiado y una bolsa de plástico en la mano. De esas que crujen como un animal lastimado.
—Te traje algo caliente.
Ernesto lo miró con la misma incredulidad con la que uno mira un truco barato de feria. La bolsa contenía un sándwich envuelto en papel de aluminio y un vaso de cartón. Salía vapor. Caldo. O café. O lo que fuera que estuviera caliente.
—No tengo para pagarte —dijo Ernesto, la voz ronca como una cerradura vieja.
—No te lo estoy vendiendo.
Aquel hombre se sentó a su lado, apoyó la espalda en la pared, estiró las piernas. Sacó otro vaso de su mochila y bebió. No preguntó nada. No dijo nada más. Solo estuvo ahí, como si fuera lo más normal del mundo.
Ernesto comió sin pensar. El pan estaba blando. Había pollo dentro. Y algo de mayonesa. Al tragar, sintió que el pecho se le aflojaba. Algo se deshizo en él, como cuando uno se duerme después de días sin dormir. El vaso tenía sopa, tibia, con sabor a otros tiempos mejores. No era gran cosa, pero bajaba por la garganta como un abrazo que no esperaba.
—¿Por qué haces esto? —preguntó después, cuando el estómago dejó de dolerle tanto.
El hombre se encogió de hombros.
—Porque hace años me lo hicieron a mí. Y si no fuera por eso, seguiría pensando en cómo tirarme a las vías del metro.
Ernesto bajó su mirada perdida. Sus uñas sucias, sus dedos como garras escuálidas. La lluvia había cesado hacía tiempo. Solo quedaba un aire denso, impregnado de olor a tierra húmeda y humo de escapes.
Intercambiaron pocas palabras. Sebastián le habló de un refugio cercano al ayuntamiento. No era un palacio, pero ofrecía camas y algo de sopa caliente por las noches. También le habló acerca de alguien que ofrecía pequeños trabajos esporádicos. Limpiar cristales, cargar bolsas. Lo justo para recomenzar de cero, si uno podía soportar el frío y el temor a ser abandonado si no despertaba al amanecer.
Aquella noche, Ernesto caminó hacia el albergue. Recorrió calles que no pisaba desde que vestía traje y corbata para ir a la oficina. La ciudad era la misma, pero él la miraba como un animal que emerge de su madriguera luego del invierno.
Le dieron una manta. Le asignaron un número. Le brindaron un lugar para descansar. Los otros hombres eran sombras que respiraban fuerte en la penumbra. Algunos tosían. Otros lloraban dormidos. Pero allí estaban, con vida. Como él.
El trabajo apareció después. Barría un galpón. No importaba. Sus manos dolían; sin embargo, su cuerpo se irguió nuevamente. Cada noche, cuando Sebastián pasaba a verlo, se sentaban un rato en un banco. Fumaban cigarros liados a mano, compartiendo cada calada.
—No sé si podré salir de esta —decía Ernesto.
—No es necesario salir —respondía Sebastián—. Solo hace falta seguir caminando un poco más.
Un mes después, Ernesto caminó con pesar por la plaza donde había descansado su cuerpo agotado en un banco de cemento. Al acercarse, reconoció al chico que aún quedaba sentado en el lugar, envuelto apenas por una bolsa de basura que no lograba protegerlo del viento helado. Se detuvo frente a él, ofreciéndole en silencio lo poco que le quedaba de su cena. El muchacho, temblando, recibió el alimento sin siquiera mirar a su benefactor. Por un instante, Ernesto temió que el mundo siguiera siendo tan cruel... pero también creyó ver que todavía quedaba en él un resquicio de compasión que permitía aliviar el sufrimiento ajeno sin menoscabo propio.
Donde el frío ya no es solo una sensación física, sino el reflejo del vacío que carcome desde adentro.
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.