domingo, 19 de octubre de 2025

De cómo el pastel de riñones y la conversación de Lady Mildred conquistaron los siete mares

Se dice que el Imperio Británico se forjó sobre los mares, impulsado por la bravura de sus marinos, la superioridad de su técnica y la inquebrantable determinación de llevar la civilización (y el té de las cinco) a cada rincón del orbe. Todo eso, por supuesto, es una completa falacia. La verdad, conocida en los salones más selectos de Londres, pero cuidadosamente silenciada por los historiadores oficiales, es mucho más sencilla y considerablemente más trágica: los británicos se convirtieron en los mejores marinos del mundo porque preferían enfrentar tifones, piratas y el escorbuto antes que quedarse a cenar en casa.

Imaginemos, si se quiere, al joven Timothy Paddington-Smythe, heredero de una distinguida línea de caballeros cuya mayor hazaña había sido mantener los labios firmemente sellados mientras degustaban un estofado de cordero que, por textura y sabor, recordaba sospechosamente a la suela de un zapato usado en la campaña de Crimea. Timothy, como tantos otros de su época, había pasado los mejores años de su juventud participando en eternos banquetes familiares, donde se le ofrecía un menú que consistía, básicamente, en todo aquello que la naturaleza había destinado a no ser comido: anguila en gelatina, col hervida hasta rendirse al desaliento y el infame pastel de riñones, cuyo aroma bastaba para que los canarios de la casa se desmayaran en sus jaulas.

Si esto no fuera suficiente estímulo para buscar horizontes más apetitosos, estaba siempre la encantadora compañía de las damas del momento. Lady Mildred Higginbotham, por ejemplo, era conocida en toda la comarca por su habilidad para hablar durante seis horas consecutivas sobre los méritos comparativos del lino irlandés frente al escocés, sin una sola pausa para respirar ni, lo que es peor, para pensar. Las mujeres británicas, decían algunos, tenían la belleza etérea de las nieblas del Támesis; es decir, pálidas, frías y propensas a desaparecer en cuanto uno intentaba acercarse demasiado.

Así fue como Timothy, una noche particularmente memorable después de soportar un suflé de riñones que colapsó bajo su propio peso moral y una conversación de Lady Mildred sobre la mejor forma de remendar un calcetín de lana, tomó la decisión que cambiaría la historia del mundo. Se alistó en la Marina Real.

Al principio, muchos pensaron que era un impulso juvenil, una fase, como la costumbre de los jóvenes de entonces de coleccionar insectos muertos o aprender sánscrito. Pero cuando, a la semana siguiente, todos los varones de su club de lectura hicieron lo mismo, los altos mandos navales comprendieron que estaban ante algo grande.

En el mar, por supuesto, las condiciones eran atroces. Las raciones consistían en galletas que crujían menos por su textura y más por la presencia constante de gorgojos; el agua potable era un concepto teórico, y el ron fluía como única medicina contra el tedio y la humedad. Sin embargo, cualquier marinero habría preferido mil veces el escorbuto antes que el menú del Club de Caballeros de Cheltenham o la mirada inquisitiva de Lady Mildred al preguntar por qué uno llevaba los calcetines desparejados.

Así, por huir del pastel de anguila y de la conversación acerca de las virtudes del encaje de Nottingham, los marinos británicos zarparon una y otra vez. Descubrieron nuevas tierras, fundaron colonias, comerciaron especias (aunque, en un giro irónico, nunca consideraron usarlas en su propia cocina) y construyeron un imperio sobre la base del miedo visceral a volver a casa.

Es importante señalar que, siglos después, esta tradición se mantiene viva. Basta visitar cualquier pub de Portsmouth y escuchar a los marineros veteranos murmurar sobre la cocina de su infancia con el mismo tono con que otros narran tragedias épicas. La Royal Navy jamás ha olvidado su verdadero motor: la huida gloriosa del estofado de riñones y las conversaciones eternas sobre la temporada de cosecha de guisantes.

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