domingo, 9 de noviembre de 2025

Manual de incendios para oficinistas

No fue un pensamiento, ni siquiera una corazonada. Fue un tambor primitivo golpeando contra las costillas, retumbando en el plexo solar mientras el último anuncio publicitario parpadeaba sobre la avenida.

"¡Rebajas del fin del mundo!", decía, y Deucalión sonrió, mostrando los dientes como un animal que, de pronto, recuerda que está vivo.

La ciudad sudaba electricidad. Los semáforos colgaban como frutas maduras a punto de desprenderse, los edificios respiraban con ventiladores mecánicos, el asfalto parecía a punto de derretirse y tragarse a todos los oficinistas que cruzaban en estampida los pasos peatonales. Deucalión, ese oficinista entre miles, llevaba veinte años programando ascensores.

No metáforas. Ascensores reales.

—Subir. Bajar. Parar en el piso equivocado—, murmuraba mientras firmaba la renuncia en el reverso de una factura de la luz.

Esa tarde, con un bidón rojo en la mano derecha y un mechero azul en la izquierda, subió hasta su apartamento en el tercer piso.

Cada escalón sonaba como arrancarle las costillas a una ballena varada.

Cada puerta que dejaba atrás era un latido menos en la máquina monstruosa de la normalidad.

Entró en su casa, recogió los álbumes de fotos que nunca había abierto, los trajes gris pizarra que usaba los lunes y los papeles con palabras que ya no significaban nada. Les echó gasolina como si fueran plantas sedientas. La alfombra bebió, los libros gimieron un instante antes de empaparse.

Y cuando el fuego empezó a bailar, Deucalión también bailó.

Una danza epiléptica, tribal, absurda.

Bailó mientras las cortinas ardían como lenguas de demonios infantiles, mientras el sofá se derretía en una mueca negra, mientras los cuadros con marinas serenas se retorcían como peces asfixiados.

Bailó sin música. O mejor dicho, al ritmo de la sirena lejana de los bomberos y el zumbido de los transformadores explotando en cadena.

El fuego lo miraba con ojos de insecto: múltiples, indiferentes, hambrientos. Y Deucalión le devolvía la mirada con algo parecido al amor.

Cuando el techo se cayó como un telón de teatro barato, se arrastró fuera del edificio, cubierto de cenizas y sonrisas.

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