Un hombre, en mitad de la plaza vacía, sostenía un periódico al revés. La tinta escurría de los titulares como si estuviera recién impresa y las fotografías parecían mirarlo a él, como si fueran ellas quienes hojeaban su rostro. Leía de atrás hacia delante, sin prisa, como quien desanda un camino conocido. Fue entonces cuando pensé en ella.
Una mujer de ochenta años, con la piel trenzada por la paciencia del tiempo, se sentaba cada tarde junto a una ventana que daba a ninguna parte. Su respiración era lenta, como el viento que acaricia las cortinas sin intención de entrar. Un día cerró los ojos, no para morir, sino para abrirlos en el instante anterior. La cama de hospital desapareció, y sus piernas se alzaron fuertes y caminó hacia atrás, desandando pasillos que se convertían de nuevo en jardines. Los adioses murmurados en voz baja se convertían en saludos largos, efusivos, de esos que aún creen en el porvenir.
Sus manos, tan temblorosas como ramas sin nido, se fueron llenando de firmeza. Las arrugas de sus dedos se alisaron mientras devolvía cartas a los buzones, regalos a los escaparates, caricias al aire antes de que nadie las necesitara. El bastón cayó al suelo, deshecho en madera, y sus cabellos, como ríos oscuros, fluyeron hacia el color de la noche primera.
La mujer desandaba los años sin que el mundo lo notara. El amor de su vida, a quien había enterrado hacía décadas, emergía de la tierra con el aliento intacto, su risa fresca como una palabra recién inventada. Los hijos regresaban a su vientre con la inocencia de quienes no conocen la pérdida. Ella misma olvidaba el dolor con la serenidad de quien no sabe aún que existe.
Las cicatrices se cerraban, los huesos se aligeraban y su mirada perdía la resignación para llenarse de preguntas nuevas. Jugaba en patios donde las flores nacían al paso inverso de sus pasos, y las despedidas escolares eran bienvenidas. Su boca aprendía a hablar deshablando, regresando al balbuceo primitivo, a la risa sin motivo, al llanto sin tristeza.
El tiempo, al revés, era un río que devolvía cada pez a su huevo, cada hoja a su rama, cada sombra a su dueño. Finalmente, la mujer no fue mujer, sino niña, y después menos que niña: fue posibilidad, fue deseo, fue la nada que espera su turno para volverse carne.
Miré otra vez al hombre del periódico. Había llegado a la portada, la última página. Cerró el diario como quien cierra una vida, pero con la certeza de que todo puede abrirse de nuevo si se aprende a leer al revés. Pensé que tal vez la vida no es más que una ilusión impresa en un papel endeble y que lo importante no es hacia dónde se lee, sino con qué ojos.

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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.