“Me encanta la idea de que si hoy se publicara la noticia de
que el amianto es problemático, un subgrupo de gente publicaría fotos de
ellos durmiendo en él o esnifándolo o algo así”. La metáfora es cruda, pero
captura con precisión la deriva absurda a la que nos empuja la polarización
ideológica en el mundo occidental. Imaginar a alguien inhalando amianto como
acto de rebeldía no resulta disparatado en un escenario donde el
rechazo a la evidencia se convierte en una bandera de identidad y pertenencia, como sucede con las vacunas.
En la actualidad, las sociedades democráticas atraviesan un
momento de creciente fragmentación. La desconfianza hacia la ciencia, las
instituciones y los consensos básicos sobre la realidad objetiva se ha
instalado en sectores significativos de la población. La polarización, lejos de
limitarse a un legítimo disenso político, ha evolucionado hacia trincheras
irreconciliables donde el simple reconocimiento de hechos compartidos se
convierte en territorio disputado. La reacción instintiva de ciertos grupos no es
evaluar la información disponible, sino determinar a qué bando beneficia, para
luego adoptar la postura contraria por puro reflejo identitario. Así, si un
estudio advierte sobre el peligro de un contaminante, no faltarán quienes
respondan con fotos desafiantes: “aquí estoy, durmiendo sobre amianto”. Es el
gesto demostrativo de una época que confunde la resistencia al poder con la
negación sistemática del conocimiento.
Las causas de este fenómeno son múltiples y complejas. La
desinformación, amplificada por algoritmos que premian la indignación y la
simplicidad, ofrece narrativas confortables para quienes desconfían de la
complejidad del mundo. Las burbujas ideológicas en redes sociales refuerzan
visiones maniqueas donde el otro es percibido no como un adversario legítimo,
sino como un enemigo moral. El tribalismo digital convierte cualquier
discrepancia en un ataque personal, y la pertenencia a una comunidad pasa a depender
de demostrar lealtad incondicional a un relato, aunque este contradiga la
evidencia más elemental. La ciencia, entendida como un proceso revisable y
perfeccionable, es presentada como un dogma interesado, incapaz de ofrecer
certezas absolutas y, por tanto, sospechosa de manipulación. Esto erosiona la
legitimidad de las instituciones democráticas, que se perciben al servicio de
élites desconectadas de “la gente común”.
Las consecuencias son evidentes. El debate público se
degrada hasta convertirse en un campo de batalla emocional, donde la búsqueda
de verdad es sustituida por la necesidad de reafirmar identidades. Las
políticas públicas, incluso las más urgentes como la respuesta al cambio
climático o la gestión sanitaria, se paralizan ante la incapacidad de
establecer un mínimo consenso racional. La democracia liberal, que requiere
ciudadanos capaces de deliberar sobre hechos compartidos, se resiente cuando
las diferencias políticas se convierten en guerras culturales de suma cero. Y
en esa lógica, la cohesión social se fractura: el otro no es un conciudadano,
sino un traidor, un vendido o un peligro.
Sin embargo, la salida no pasa por una cruzada moralizante que refuerce la superioridad de unos sobre otros. La pedagogía del desprecio solo ahonda el resentimiento. Se necesita reconstruir espacios donde el desacuerdo no implique deshumanización y donde la verdad no sea rehén de las afinidades tribales. Reaprender a dudar, a escuchar y a admitir la falibilidad propia son actos subversivos en tiempos de certezas incuestionables. La ciencia no es infalible, pero es el mejor instrumento que tenemos para aproximarnos a la realidad; y el diálogo racional, aunque imperfecto, sigue siendo la condición de posibilidad para cualquier proyecto democrático que aspire a algo más que la mera supervivencia.

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