Nunca fui el tipo de persona que dejaba correos sin responder o reuniones sin documentar. Al principio, me parecía una forma básica de respeto: contestar a tiempo, anticiparse a los problemas, presentar los informes antes de la fecha límite y con un índice perfectamente numerado. Supongo que eso me hizo destacar en un ecosistema donde la mayoría consideraba la bandeja de entrada como un cementerio y los plazos, una mera sugerencia.
Me contrataron como analista de operaciones en Integra Maioris Solutions, un nombre que sugiere grandeza y que, sin embargo, aloja las mismas rutinas grises y protocolos repetitivos de cualquier consultora multinacional. La descripción del puesto incluía la frase “posibilidades de crecimiento”, lo cual es un eufemismo elegante para “te cargaremos con todo el trabajo que nadie más quiere hacer”. Pero entonces no lo sabía. O, siendo honestos, decidí no verlo.
Fui eficiente. No en el sentido vacío que se menciona en las evaluaciones de rendimiento, sino en el real: resolvía conflictos entre departamentos antes de que fueran evidentes, encontraba los errores de otros sin la necesidad de que me lo pidieran y daba seguimiento hasta en asuntos que ni siquiera eran míos. Así, los informes de Jaime pasaron a tener mis gráficos, los balances de Mariana llevaban mis fórmulas, y las presentaciones de Pablo, mis conclusiones.
“Confío en tu criterio”, me decían, mientras me pasaban correos en copia oculta que exigían acciones urgentes… mías ahora, claro. Yo seguía pensando que, si mostraba compromiso, eventualmente alguien se daría cuenta. Pero en Integra, lo que realmente notan es a quien sube la escalera, no a quien la sostiene.
Vi a varios de mis compañeros ascender con una rapidez que desafiaba la lógica y el calendario fiscal. Eran buenos con las palabras y mejores aun eligiendo qué errores ignorar. Algunos se referían a la “visión estratégica”, aunque apenas leían los documentos de estado y las previsiones de la compañía. Otros sabían a quién invitar a los afterworks, mientras yo revisaba modelos de riesgo en casa. Yo trabajaba; ellos crecían.
“Es cuestión de tiempo”, solía repetirme mientras asumía una responsabilidad nueva, como si fuera una promoción. Pero lo cierto es que no recibía aumentos ni buenas valoraciones, solo tareas adicionales. El reconocimiento consistía en que nadie me molestaba durante las reuniones: sabían que yo ya traía todo resuelto. El aplauso era un silencio administrativo.
Hace poco, mientras actualizaba un tablero de control que antes llevaba el gerente de proyectos (despedido por inútil en un ERE elegante y silencioso), recibí una llamada de Recursos Humanos. Al parecer, alguien se había quejado por el tono en que respondía al teléfono. Me explicaron, con esa cortesía profesional que recuerda al mármol pulido, que la actitud telefónica transmite el clima interno de la compañía y que debo contribuir a un entorno positivo.
Ahora tengo un post it pegado al monitor que dice: “Buenos días, habla Tomás. ¿En qué puedo ayudarte?”, con una sonrisa que jamás se refleja en mi rostro.
Pero aún me sale natural contestar como lo hice durante meses, antes de que me llamaran la atención.
RRHH dice que ya no se me permite contestar al teléfono con un “¡Joder! ¿Y ahora qué?”

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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.