Durante siglos, la aldea de Caelum había permanecido como un
remanso de tradición en medio de un océano de ignorancia. Allí, entre templos
de piedra y rituales transmitidos durante generaciones, se rendía culto a las
fuerzas invisibles que, decían, regían el destino de los humanos. Los ancianos
hablaban de dioses que lanzaban rayos en los días de tormenta y espíritus que
enfermaban a los niños cuando la luna menguaba. La vida era un tablero de
caprichos, y la supervivencia, un juego de obediencia y temor.
Sin embargo, algo había cambiado en los últimos años. Un
hombre, Elías Vargas, había llegado desde las tierras del sur. No traía
talismanes ni promesas de salvación. No, traía un telescopio que instaló en la
cima de la colina más alta, justo donde los lugareños colocaban ofrendas para
calmar la ira del dios del cielo. Al principio se rieron de él, luego le
temieron. Pero Elías, con una paciencia inconmensurable, comenzó a mostrarles
algo que nunca antes habían visto: las lunas de Júpiter bailando a su
alrededor, obedientes a un orden que ningún hechicero había invocado.
Aquella noche el cielo estaba despejado, como si el
firmamento mismo hubiese decidido escuchar. Elías hablaba ante un círculo de
aldeanos, la mayoría ancianos, los más jóvenes escondidos detrás de ellos,
observaban con desconfianza.
—No necesito que creáis en mí —dijo Elías, con una voz que
era suave pero firme como el acero templado—. Sólo os pido que observéis. Que
miréis con vuestros propios ojos.
Elevó su mano, como si captara la atención del universo
entero, y señaló el telescopio.
—Lo que veréis ahí no ni es magia ni son los caprichos de un
dios. Son lunas orbitando un planeta, siguiendo leyes que podemos comprender,
porque esas leyes no cambian. No se ofenden ni exigen sacrificios o plegarias.
Un murmullo recorrió a la multitud. Un anciano, con el
rostro moldeado por el viento y el tiempo, fue el primero en acercarse. Puso el
ojo en el visor. Su cuerpo tembló. No por miedo, sino por la súbita revelación
de que el universo era, después de todo, un lugar ordenado.
Sin embargo, la verdadera prueba llegó semanas después.
Un temblor sacudió la tierra. Las casas de adobe crujieron
como huesos bajo un peso antiguo. Un alud sepultó el río. Los aldeanos
corrieron hacia los altares, desgarrando sus vestimentas, clamando por
misericordia a los dioses que siempre los habían ignorado. La desesperación es
el alimento de la superstición.
Pero Elías no se unió a ellos. En vez de eso, organizó a los
más jóvenes, los que aún conservaban el brillo de la duda en sus ojos. Les
enseñó a buscar grietas en el suelo, a construir rampas para desviar los
escombros, a encontrar agua subterránea donde antes sólo veían roca.
—No es un castigo, es geología —les dijo mientras sus manos
cavaban con el ímpetu de quien cree en el mañana—. La tierra se mueve porque
así funciona este mundo. Es peligrosa, sí, pero no está viva ni odia. Si
comprendemos sus reglas, podemos protegernos de su inconsciente furia desatada.
Los supervivientes no rezaron esa noche. Trabajaron. Y
cuando finalmente descansaron bajo el cielo frío, uno de los muchachos
preguntó:
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no hay magia en las
estrellas, maestro Elías? —preguntó el estudiante con curiosidad—. ¿Cómo
sabemos que todo tiene una explicación científica?
Elías sonrió sabiendo que esta pregunta llegaría
eventualmente. —Nadie puede afirmar con absoluta certeza que no existe la
magia— respondió —pero hasta ahora, todo lo que hemos observado en el cielo y
en la tierra tiene causas naturales que podemos investigar y comprender a
través de la observación y el experimento. Si algún día encontramos algo que se
sale de nuestra comprensión actual, no lo llamaremos milagro sino misterio, un
rompecabezas que nos falta resolver. Confía en que a través del estudio
perseverante descubriremos las leyes que rigen el universo.
El joven estudiante contempló el firmamento de una nueva
manera, viendo en él no dioses ni demonios sino un vasto campo de conocimiento
por explorar.
Con el tiempo, la ciudad cambió su perspectiva. Donde antes
había rituales ahora había laboratorios. Los libros de astrología fueron
reemplazados por tratados de física celeste. En la plaza principal que alguna
vez alojó hogueras piadosas, los pobladores se reunían ahora para discutir
nuevas teorías sobre la formación de la Tierra.
Elías envejeció presenciando aquella transformación pacífica
del saber. Aunque no alcanzó a ver todos los descubrimientos venideros, supo
que había ayudado a encaminar a su pueblo hacia un camino de progreso guiado
por la razón en lugar de la superstición.
Sus últimas palabras invitaron a mantener la mente abierta
aún en los tiempos venideros: "Sigamos interrogando al universo con
humildad y buscando en él las leyes que rijan su funcionamiento, en lugar de
aferrarnos a conjeturas". "Si alguna vez os encontráis ante lo
inesperado, recordad esto: no es el misterio quien guía las estrellas, ni el
azar quien derriba los árboles en la tormenta. Es la naturaleza obediente a
leyes que, aunque complejas y a veces incomprensibles, pueden ser desentrañadas
mediante el estudio y la dedicación. La grandeza no está en inventar conjeturas
infundadas, sino en desentrañar verdades a través de la investigación paciente
y el espíritu crítico. Porque el cosmos es inteligible y ese hecho, por sí
solo, representa el prodigio más asombroso de todos".

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