domingo, 7 de diciembre de 2025

Un encuentro fortuito

Ilustración: Federico Murro

El atardecer traía consigo el preludio de la lluvia, aunque las gotas, testarudas, rehusaban caer. El cielo se encontraba cubierto por espesas nubes grises que amenazaban con desatar el aguacero en cualquier momento. Caminaba sin rumbo fijo, arrastrando los pies sobre las desconchadas aceras del barrio viejo, esas que suenan al quebrarse como huesos viejos. El aire era denso, como una despedida postergada sin sentido.

Sentada en un banco de madera, resguardado bajo el toldo azul de una anónima cafetería, se encontraba una mujer absorta en la lectura de un libro. Aunque no pude ver el título, reconocí el ejemplar por la forma en que sostenía las páginas entre sus manos, que parecían hablar con más elocuencia que cualquier palabra impresa. Al levantar la mirada y encontrarme con sus ojos, sentí que me conocía de siempre o que había estado esperando este encuentro en esa esquina.

Ninguno pronunció palabra al principio. Tan solo me regaló una media sonrisa que parecía encerrar todo el verano en un simple gesto. Había algo en su mirada que me hizo sentir ajeno a mí mismo, como si pudiera verse reflejado en ella como alguien mejor. Sin pensarlo demasiado, o pensándolo en exceso, me acerqué y nos sentamos uno junto al otro, rozándonos apenas, compartiendo el silencio, cuál lenguaje secreto.

Conversamos sobre nimiedades. Su infancia y la mía, un gato perdido, canciones que nunca volverían a sonar igual. Ella narraba con la delicadeza de quien teje un vestido con hilos de luz entre sus dedos desnudos. Yo respondía torpemente, temeroso de que mis palabras se quebraran al salir. Había en ella una gentileza que parecía haber sido olvidada por el mundo desde hacía siglos.

Me reveló su nombre al oído, el cual se me escapó al instante. A cambio, me obsequió una frase que parecía dirigida a ambos: «Hay trenes que pasan una sola vez y a veces no llevan a ningún lado, pero hay que subirse de todas formas». Sentí la necesidad de abrazarla o de huir, decidí quedarme inmóvil.

Sin darnos cuenta, el tiempo siguió su curso y la tarde dio paso a la noche, escondiendo sus últimos resquicios de luz entre sus pestañas. Ella se levantó la primera y antes de marcharse apoyó su mano sobre mi pecho, dejando algo ahí dentro. «No me busques», susurró, aunque no era una orden, sino un secreto.

Desde entonces he vuelto incontables veces a esa esquina buscando en vano el toldo, el banco, el libro misterioso. Pero todo permanece desvanecido. A veces pienso que fue una ilusión, un atisbo de otro tiempo que no me pertenece. Pero cuando cierro los ojos, aún siento el peso de su mano sobre mi pecho, sabiendo que algo cambió en mí aquella tarde de preludio de lluvia.

Un solo encuentro fue suficiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.