El reloj de la Stazione Porta Nuova marcaba una hora que nunca existió. Era una noche detenida en su propio eco, colgando como una lámpara rota sobre las calles mojadas de Turín. La lluvia caía fina, como un secreto mal contado, y los faroles temblaban con la luz amarilla de una melancolía vieja, de esas que uno arrastra sin saber bien de dónde viene.
Ella estaba allí, apoyada contra el quicio de una puerta cerrada. La gabardina oscura le rozaba los tobillos y un cigarrillo apagado le colgaba de los labios sin fuego. Cuando la vi, supe que era imposible salir de esa noche sin quemarse las manos. Se llamaba Lucía o algo que sonaba como el crujir de las hojas secas bajo las suelas. La boca le sabía a vino barato y a algo que me hizo olvidar quién era yo antes de besarla.
Turín olía a metal mojado, a río turbio y a tiempo extraviado. Caminábamos sin destino por la Via Roma, donde las vitrinas dormían vacías y nuestros reflejos iban a la deriva como barcos sin capitán. Nos mirábamos como quien intenta leer una carta escrita en un idioma olvidado, y cada palabra que nos decíamos abría una herida pequeña en el aire denso que nos envolvía. A veces me hablaba de Turín, de un tren que había perdido o inventado. Yo la escuchaba y no podía dejar de pensar que también la perdería a ella antes del amanecer.
En una habitación del quinto piso, en un hotel cuyo nombre no tiene importancia, el mundo se derrumbaba y resucitaba al compás de sus manos recorriéndome. Las persianas entreabiertas dejaban entrar la luz pálida de la ciudad, como si la ciudad también quisiera espiar ese instante y guardárselo para sí. Follamos con la desesperación de dos personas que sabían que nunca habría un después. Y, sin embargo, mentíamos. Susurrábamos promesas que nacían muertas, porque sabíamos que el amanecer es un asesino que no deja testigos.
Sus dedos dibujaron constelaciones invisibles en mi espalda. Me contó que, en algún lugar, tenía un nombre distinto. Que cuando llovía, ella aún recordaba a un hombre que bailaba mal, pero la hacía reír. Yo no le hablé de mi vida antes de esa noche, porque era como hablar de un muerto sin tumba. Y ella me besó con la ternura cruel de quien acaricia a un animal herido sabiendo que va a morir.
Al final, se vistió despacio. La luz del alba le pintaba el rostro con el gris desvaído del adiós. Yo la miré ponerse los zapatos como quien mira cerrar la última puerta de la última casa que podría haber sido hogar. Me dijo algo en voz baja, quizás mi nombre, o quizás un simple «adiós» que se quebró contra el suelo. Y se fue.
Caminé después por la ciudad vacía, con el olor de su piel aún pegado a mis manos. El Po arrastraba su corriente lenta y sucia bajo los puentes de piedra, y en cada esquina me parecía ver la sombra de su figura alejándose, aunque sabía que ya no estaba. Turín amanecía, indiferente y ajena, como un amante que nunca pregunta si has dormido bien.
Han pasado años desde aquella noche, pero a veces el viento trae el mismo perfume de lluvia vieja y tabaco, y entonces sé que ella aún vive en alguna parte de mí. Que ese cuarto anónimo sigue existiendo en un pliegue secreto del tiempo. Y que hay encuentros que nunca terminan, aunque la cama esté vacía y el mundo siga girando.

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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.