El cielo de la ciudad se abría como el pecho de un corredor agotado al final del día. Grises, morados y un último reflejo cobrizo en los cristales empañados de los edificios. Él caminaba sin rumbo cierto, apenas un temblor detrás de sus pasos, como si buscase algo que nunca supo perder. El ruido de los automóviles, los murmullos veloces de la gente al pasar, todo parecía un idioma que ya no comprendía. Llevaba los bolsillos llenos de preguntas que pesaban más que las llaves del apartamento vacío al que temía regresar.
Se llamaba Julián, aunque ya hacía tiempo que nadie pronunciaba su nombre en voz alta. Su nombre solo resonaba dentro de su cabeza, un eco tenue cuando abría la puerta por las noches y dejaba caer el abrigo sobre la silla. Y, sin embargo, había algo que lo mantenía despierto. Un hilo fino, casi invisible, que lo ataba a la posibilidad de un gesto, una palabra, algo. La señal.
Era ella. O la idea de ella. Lucía, con sus ojos como espejos gastados por el tiempo, con sus manos pequeñas que alguna vez sostuvieron su rostro como porcelana de otro siglo. Había dicho que lo pensaría. Que no estaba segura. Pero sus ojos, aquella última vez, tenían una sombra que Julián no había podido descifrar. Y entonces había empezado la espera.
Cada día repetía el ritual del café en la esquina de la plaza. Un café negro, fuerte, sin azúcar, como quien toma veneno por costumbre. Elegía siempre la mesa junto al ventanal, la misma donde ella había reído por primera vez con él. Imaginaba que si regresaba a sentarse allí, si permanecía lo suficiente, el mundo conspiraría para traerla de nuevo. Pero el mundo parecía ocupado en otros asuntos.
El viejo reloj de la torre marcaba horas inciertas, mientras bandadas de pájaros se precipitaban sobre las antenas como proyectiles sin convicción. Julián inspiraba profundamente, notando la humedad deslizarse por el cuello de su abrigo. Encendió un cigarrillo y observó el humo dibujar formas abstractas en el cristal. Ciertas tardes, juraba ver letras en la bruma. La “L” de Lucía flotaba brevemente antes de disolverse.
Pensaba: «Dame una señal, por pequeña que sea. Un discreto movimiento al cruzarnos. Un saludo fugaz. Un mensaje a deshoras. Algo que indique que lo lamentas, que lo consideras, que sigues ahí aunque distante. Dime que todo este tiempo no ha sido en vano».
Pero la ciudad no respondía. Solo ofrecía los intermitentes semáforos, el lejano rumor de un tren, la evanescente silueta de alguien que podría haber sido ella, pero nunca lo era.
La noche llegaba junto al temor a otro día sin respuesta. Y, sin embargo, se quedaba. Alguien debía esperar. Creía que la espera en sí era un lenguaje. Quizás, pensaba, Lucía interpretaba su quietud como un poema escrito con el cuerpo.
Julián regresó al apartamento cuando ya nadie más lo observaba. Apoyó la frente contra el marco de la ventana, buscando un resquicio de luz en algún lejano piso. Y entonces creyó discernir algo. Un tenue brillo, casi imperceptible. Podría ser el reflejo de un televisor, las llamas titilantes de otro mundo, o... quizás.
Sonrió. O algo similar a una sonrisa tembló en sus labios.
Al amanecer, volvería a la plaza. Quizá ese sería el día en que ella se sentara frente a él. O no.

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.