Fragmento I
Alejandría, 391 d. C.
El resplandor de las cenizas
El pergamino huele a resina y sudor. Teón de Mesenia
extiende los dedos, temblorosos como una caña mecida por el viento. Ante él, la
Biblioteca de Alejandría parece un cuerpo a punto de ser desollado por las
fauces del Imperio. Cae la tarde y el polvo rojizo del desierto se cuela por
las ventanas abiertas: los códices tosen.
—Los erizos... —murmura Teón, trazando una línea en la
tierra con la uña ennegrecida—. Los erizos esconden la cabeza bajo tierra
caliente y niegan la existencia del sol más allá de sus púas.
Detrás, su discípula, Helíade, sopla sobre las brasas del
aceite. Quema un trozo de papiro, lo transforma en humo y oración. Ella es un
zorro. Un pensamiento inquieto que salta de Aristóteles a los sueños de los
magos caldeos sin pedir permiso a los teólogos ni a los gobernantes.
—Maestro, si ocultamos el conocimiento, muere —dice—. Si lo
mostramos, lo queman.
El redoble de los cascos romanos resuena en el mármol. Teón
sonríe, sin dientes, como quien ha visto el fin del mundo tres veces.
—¿Qué queda entonces, zorra?
—Recordarlo en las manos. Escribir en la piel. Sembrarlo en
la boca del viento.
Y mientras los erizos destruyen las estatuas, las zorras
esconden semillas en los pliegues de sus mantos. Algunas germinarán siglos
después, en lenguas aún no existentes.
Fragmento II
Provenza, 1264
La monja de los círculos
Se cuenta que sor Agnès nació con una estrella tatuada en su
lengua, aunque el prior aseguraba que era solo un lunar. Ella dibujaba órbitas
celestes en el margen de su salterio mientras el abad pronunciaba la condena de
Giordano Bruno del otro lado del mar, en Roma. Los zorros sueñan despiertos.
Los erizos vigilaban las puertas de las celdas.
En la clandestinidad de su clausura, Agnès mezclaba tinturas
alquímicas en pequeños frascos que escondía tras los huesos de santa Felicitas.
Leía a Ibn Sina, copiaba pasajes de De revolutionibus orbium coelestium antes
de que su autor hubiera nacido. Aquí el tiempo no era recto, era un remolino
que embriagaba.
—El dogma es una llave oxidada, decía al hermano Guillermo,
quien escuchaba sin mirar—. Sirve para abrir una sola puerta. Pero el zorro
necesita muchas llaves, o ninguna. A veces solo un soplo basta.
Ella se deslizaba entre vigilias, recogía hierbas que
sanaban y palabras que ardían. Mientras los inquisidores afilaban su lógica
como cuchillas, Agnès recorría los sueños de los moribundos y sembraba dudas
con la misma ternura con la que deshojaba una rosa marchita.
Los zorros viven en la grieta entre el dogma y la fe.
Algunos, como Agnès, arden en la hoguera; otros se transforman en humo y
atraviesan siglos.
Fragmento III
Manchester, 1862
El caldero de humo y hueso
Nathaniel G. Harlow llevaba bigote de erizo. Sus manos, en
cambio, eran de zorro: trazaban planos que no obedecían al orden del vapor ni
del hierro. Él diseñaba un motor que respiraba aire como los hombres, un
aparato que soñaba en fluidos y no en engranajes.
—Es imprudente —advierte la baronesa Whitam, dueña de la
mitad de los telares de Lancashire—. El progreso es una senda recta, no un
bosque.
Nataniel responde sin levantar la vista:
—En un bosque, uno puede elegir caminos, incluso perderse.
Sobre las chimeneas hay humo de hollín, pero en el cuaderno
de Harlow crecen árboles que absorben carbón y lo devuelven como flores
luminosas. Algunos llaman a eso utopía. Otros, locura.
Los erizos construyen fábricas eternas que expelen niebla.
Los zorros buscan en la ciénaga sistemas donde la máquina se integre al pulso
secreto de la tierra.
Cuando el motor de Nataniel por fin respira, lo hace como un
animal dormido. Y aunque nunca sabrá si su invento salvará el mundo o será
enterrado en la ciénaga del olvido, sigue dibujando. Porque los zorros no creen
en finales, solo en nuevas metamorfosis.
Fragmento IV
Ciudad de México, 2027
Cartografías del conflicto
Mireya Salgado tiene un mapa del mundo incrustado en la
retina. Sus algoritmos predicen migraciones humanas como si fueran tormentas
eléctricas. Se sienta en una sala sin ventanas, rodeada de pantallas donde los
presidentes se convierten en hormigas, los soldados en píxeles.
El conflicto estalla en Kazajistán y se arrastra hasta el
Congo. Los erizos analizan el pasado: correlaciones rígidas, tablas de
causalidad. Los zorros, como Mireya, sospechan que los hilos no van de A a B. A
veces van de A al abismo y de ahí a la música de un niño que juega a las
canicas en un mercado bombardeado.
—No puedes tomar decisiones estratégicas basándote en
intuiciones —le dice su jefe.
—¿Y si la intuición es la única brújula que queda cuando el
mapa arde?
El informe de Mireya presentaba tres soluciones posibles.
Dos acataban el protocolo erizo. La tercera era un paso innovador. Casi nadie
la aprobaba. Pero uno de los jefes la marcó con su sello.
Después, en las llanuras del Sahel, una aldea que debía ser
evacuada seguía en pie.
Los zorros entendían que el destino se movía como el viento
en una ciudad fantasma.
Fragmento V
Gliese 581g, año 2453
El consejo de los últimos animales
El salón es un círculo de huesos y luces líquidas. Diez
figuras humanas debaten en lenguas que mezclan el canto de las ballenas con la
sintaxis de los sueños. Fuera, los océanos de metano se pliegan como
crisálidas.
La cuestión es simple y monstruosa:
¿Sobrevivir como erizos, dentro de un refugio sellado,
esperando el fin o convertirse en zorros y sembrar colonias en mundos
inestables, aceptando la posibilidad del desastre absoluto?
Keira-Hu, descendiente de agricultores marcianos, habla:
—Un erizo se entierra y sobrevive. Un zorro se dispersa y
muta. ¿Qué somos ahora?
El decano de la Estación responde:
—Somos el eco de la Tierra. Un eco no puede elegir su forma.
Pero algunos sí eligen. Y mientras los erizos programan
sistemas cerrados de reciclaje, los zorros abren las compuertas y dejan que el
polvo estelar los transforme.
Epílogo
Ningún tiempo. Ningún lugar.
En el corazón del laberinto, un niño dibuja en la arena. A
un lado, un erizo duerme enrollado. Al otro, un zorro observa su reflejo en el
agua.
El niño pregunta a nadie:
—¿Qué pasa si el zorro y el erizo se encuentran y bailan?
Nadie responde. Pero las estrellas tiemblan, como si
supieran que esa pregunta no tiene respuesta. O quizá la respuesta sea el
propio temblor.