domingo, 12 de octubre de 2025

Cartón mojado, sopa tibia y la dignidad de caminar


El frío comenzaba a colarse por las costuras deshechas de su abrigo, uno que había visto tiempos mejores. Una manga colgaba hecha jirones, la otra estaba apenas sujeta por pocos unos hilos a los que no les quedaba mucho. Llevaba días sin un baño decente, semanas sin techo, meses sin oír su nombre en otros labios que no fueran los propios. «Me llamo Ernesto», se repetía cada mañana al despertar en el callejón, cuando el cielo era apenas una línea clara entre los edificios y las manos le temblaban con más fuerza que el día anterior.

La gente pasaba por su lado como fantasmas, ojos que no veían, que lo esquivaban. Solo de cuando en cuando caía una moneda a sus pies, arrojada desde la distancia como quien echa pan a un perro. Ernesto había sido muchas cosas antes de acabar así: obrero, esposo, padre. Pero cuando la fábrica cerró y el desalojo se llevó lo poco que quedaba, su vida se desmoronó sin remedio. María se marchó llevándose a la niña. Lo último que le quedaba era el orgullo, y también aprendió a tragarse ese trozo cada vez que mendigaba un mendrugo a las puertas de la tienda.

Aquella tarde, la lluvia era como una ducha de agua con lejía. Le mojaba la piel agrietada y le corría por la espalda encharcada. Se había refugiado bajo el alero de una entrada en la calle Carretas. La cartulina empapada en la que había garabateado «Busco trabajo» estaba ilegible, la tinta corrida. El cartón en el que dormía olía a orines viejos y a humedad.

Hola.

La voz vino desde un lado, tranquila y sin prisa. Ernesto no respondió al principio. Pensó que era para otro, para cualquiera. Pero el hombre se acuclilló junto a él, doblando las rodillas sin miedo a ensuciarse los pantalones. Tenía barba incipiente, ojos de alguien que ya había visto demasiado y una bolsa de plástico en la mano. De esas que crujen como un animal lastimado.

Te traje algo caliente.

Ernesto lo miró con la misma incredulidad con la que uno mira un truco barato de feria. La bolsa contenía un sándwich envuelto en papel de aluminio y un vaso de cartón. Salía vapor. Caldo. O café. O lo que fuera que estuviera caliente.

No tengo para pagarte dijo Ernesto, la voz ronca como una cerradura vieja.

No te lo estoy vendiendo.

Aquel hombre se sentó a su lado, apoyó la espalda en la pared, estiró las piernas. Sacó otro vaso de su mochila y bebió. No preguntó nada. No dijo nada más. Solo estuvo ahí, como si fuera lo más normal del mundo.

Ernesto comió sin pensar. El pan estaba blando. Había pollo dentro. Y algo de mayonesa. Al tragar, sintió que el pecho se le aflojaba. Algo se deshizo en él, como cuando uno se duerme después de días sin dormir. El vaso tenía sopa, tibia, con sabor a otros tiempos mejores. No era gran cosa, pero bajaba por la garganta como un abrazo que no esperaba.

¿Por qué haces esto? preguntó después, cuando el estómago dejó de dolerle tanto.

El hombre se encogió de hombros.

Porque hace años me lo hicieron a mí. Y si no fuera por eso, seguiría pensando en cómo tirarme a las vías del metro.

Ernesto bajó su mirada perdida. Sus uñas sucias, sus dedos como garras escuálidas. La lluvia había cesado hacía tiempo. Solo quedaba un aire denso, impregnado de olor a tierra húmeda y humo de escapes.

 —Me llamo Sebastián —dijo el desconocido, tendiendo su mano con gentileza. Ernesto dudó por un instante. La estrechó. Ya no recordaba la última vez que había tocado otra mano que no fuera la suya. La de su hija, quizás, antes de que se subiera al automóvil junto a su esposa.

Intercambiaron pocas palabras. Sebastián le habló de un refugio cercano al ayuntamiento. No era un palacio, pero ofrecía camas y algo de sopa caliente por las noches. También le habló acerca de alguien que ofrecía pequeños trabajos esporádicos. Limpiar cristales, cargar bolsas. Lo justo para recomenzar de cero, si uno podía soportar el frío y el temor a ser abandonado si no despertaba al amanecer.

Aquella noche, Ernesto caminó hacia el albergue. Recorrió calles que no pisaba desde que vestía traje y corbata para ir a la oficina. La ciudad era la misma, pero él la miraba como un animal que emerge de su madriguera luego del invierno.

Le dieron una manta. Le asignaron un número. Le brindaron un lugar para descansar. Los otros hombres eran sombras que respiraban fuerte en la penumbra. Algunos tosían. Otros lloraban dormidos. Pero allí estaban, con vida. Como él.

El trabajo apareció después. Barría un galpón. No importaba. Sus manos dolían; sin embargo, su cuerpo se irguió nuevamente. Cada noche, cuando Sebastián pasaba a verlo, se sentaban un rato en un banco. Fumaban cigarros liados a mano, compartiendo cada calada.

—No sé si podré salir de esta —decía Ernesto.

—No es necesario salir —respondía Sebastián—. Solo hace falta seguir caminando un poco más.

Un mes después, Ernesto caminó con pesar por la plaza donde había descansado su cuerpo agotado en un banco de cemento. Al acercarse, reconoció al chico que aún quedaba sentado en el lugar, envuelto apenas por una bolsa de basura que no lograba protegerlo del viento helado. Se detuvo frente a él, ofreciéndole en silencio lo poco que le quedaba de su cena. El muchacho, temblando, recibió el alimento sin siquiera mirar a su benefactor. Por un instante, Ernesto temió que el mundo siguiera siendo tan cruel... pero también creyó ver que todavía quedaba en él un resquicio de compasión que permitía aliviar el sufrimiento ajeno sin menoscabo propio.

Donde el frío ya no es solo una sensación física, sino el reflejo del vacío que carcome desde adentro.

 

domingo, 5 de octubre de 2025

El postrer vals para el maestro

En la calle Tahonas Viejas, donde la brisa de marzo transporta el aroma de la leña envejecida y el grano tostado, todavía resuenan invisibles los ecos de su piano. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben. Hay tardes en que las persianas vibran de un modo peculiar, como si la melodía de un nocturno se colara por las rendijas y reclamara su lugar en el ambiente.

Le llamaban “El Maestro”, así, sin nombre. Los niños que alguna vez lo espiaron por las rendijas del conservatorio ahora lo recuerdan como hombres que guardan silencio antes de entonar ciertas notas. Sus manos, pálidas y firmes, parecían más hueso que carne cuando acariciaban el teclado de marfil amarillento. Nadie supo nunca si fue Chopin quien habitaba sus dedos, o si era él quien dictaba a los fantasmas sus secretos.

En la ciudad de Salamanca, bajo cielos que parecen teñidos de humo y plata, sus pasos fueron lentos hasta perderse en la misma neblina que lo vio llegar. Se dice que había nacido en Génova o en Córdoba, o quizás en ninguna parte. Que en Madrid llenó teatros mientras las damas ajustaban sus guantes de encaje y los caballeros se encendían cigarrillos a la espera del milagro. Se decía tantas cosas de él. Que se enamoró de una soprano que murió de fiebre antes del estreno de una ópera. Que nunca quiso grabar sus conciertos por temor a que su música se quedara sin alma, atrapada en la cera fría de un disco. Que tocaba mejor los días de lluvia, porque el agua en los cristales marcaba el compás más puro.

Ahora vive en un estrecho apartamento del tercer piso de un antiguo edificio sin ascensor, frente a una plaza donde los niños juegan entre gritos y risas mientras sus madres los llaman a cenar desde los balcones. Cada mañana puede ser visto en el Café Novelty, su desgastado sombrero gris ladeado de forma característica, absorto en la observación de las sillas vacías, al igual que antes solía dedicar su mirada intensa a las partituras descuidadamente abiertas frente a él. En ocasiones dibuja algo apresuradamente en una servilleta de papel: unas claves musicales, un pentagrama incompleto y roto, o quizás solo el borroso recuerdo de un rostro del pasado.

—¡Buen día, Maestro! —le dicen los conocidos al cruzársele por el camino, aunque siguen apresuradamente sin demorarse.

Él responde con un leve asentamiento de cabeza a modo de saludo cordial. Luego vuelve a sumirse en su silencio pensativo, que es el único idioma que domina con fluidez en estos últimos años.

En la modesta tienda de música de la calle Don Bosco, todavía conservan delicadamente un viejo afinador que él obsequió al dueño, un tal señor Delmas, cuando este era aún un principiante. Nadie se atreve a usarlo. Permanece en la vitrina, entre arcos para instrumentos de cuerda antiguos y fotografías en sepia amarillentas. Corren rumores de que, si uno cierra los ojos frente a ese afinador, puede escucharse el eco lejano de su antigua sonata en do menor.

Una vez al mes, el enigmático maestro se adentraba en la pequeña y antigua iglesia de San Sebastián, ocultando su presencia entre las sombras del último banco. Con paciencia infinita aguardaba a que la luz anaranjada del atardecer iluminara las vidrieras, instante en que la organista iniciaba sus escalas vespertinas. Sus dedos a veces erraban, a veces se detenían para corregir algún pasaje, y aunque él apenas movía un músculo, su rostro revelaba el gozo que le producían sus aciertos. Al terminar, partía sin decir palabra.

Dicen que, en las largas noches invernales, cuando la niebla envolvía el río y las farolas parecían hadas perdidas, de algún rincón del barrio emergía el sonido de un piano. Sus notas, frágiles y precisas, flotaban en el aire como copos de nieve llevados por el viento. Nadie supo nunca si quien las tocaba era él, o si la propia ciudad las rememoraba en sueños.

Aquel niño que tantas tardes jugó en la plaza había alcanzado la fama como violinista, y estrenó así una breve pieza titulada “Último vals para el Maestro”. La presentó en un modesto teatro ante un público menguado, donde las mujeres de anciana mirada lucían pañuelos de encaje y los caballeros peinaban su cabello con brillantina. Cuentan que al final, entre aplausos, alguien dejó abandonado un sombrero gris y unos apuntes garabateados a lápiz.

Ya no se divisa al Maestro en su mesa del café, ni en su rincón predilecto de la iglesia, ni charlando en la plaza. Pero dicen que al soplar el viento de poniente por la calle Tahonas Viejas, los postigos aún temblaban al compás de algún nocturno que reclamaba volver a sonar.

domingo, 28 de septiembre de 2025

La pianola sin música


A finales de los 60, había un bar que olía a castañas asadas y al humo dulce del tabaco negro. Se llamaba Il Sorpasso, aunque nadie en el barrio recordaba cuándo o por qué había recibido ese nombre. Era un local estrecho, con un espejo detrás de la barra que deformaba ligeramente los reflejos, como si todo allí sucediera dentro de un sueño deshilachado. En las mañanas de otoño, la luz entraba dorada y tibia, atravesando el polvo suspendido en el aire como si fuera un mar de oro viejo.

Yo solía ir los jueves, justo antes de que el reloj de la iglesia diera las once, porque a esa hora llegaba Giulietta. Caminaba despacio, con unos zapatos de charol que hacían un ruido pequeño y limpio sobre los adoquines. Llevaba siempre el mismo abrigo verde oliva, abrochado hasta el cuello, y un pañuelo blanco que se anudaba en el cabello como si protegiera un secreto.

Me sentaba en la mesa junto a la ventana. Pedía un café corto, fuerte, de esos que te golpean en el pecho al primer sorbo. A veces, también, un corto de vermut rojo, que bebía de a poco, mirando la calle donde pasaban los viejos en bicicleta, las mujeres con los bolsos del mercado, los niños que perseguían un aro de hierro. Las hojas caían despacio de los plátanos, y había un perfume a pan recién hecho que venía de la panadería de Luigi.

Giulietta pedía siempre lo mismo: un vaso de agua sin gas y un cornetto relleno de crema. Se sentaba frente a la pianola, aunque nunca tocaba nada. Solo apoyaba la mano izquierda sobre la tapa de madera, como si el instrumento le escuchara los pensamientos. A veces dibujaba figuras en la condensación del vaso. Una vez, sin querer, dejó el dibujo de un pez. Lo supe porque ella me miró, sonrió apenas y después sopló sobre el vidrio, como quien borra una palabra mal escrita.

La primera vez que hablamos, llovía. De esas lluvias finas que, engañosamente, parecen no mojar, pero que se te meten en los huesos si te quedas quieto demasiado tiempo. Ella había olvidado su paraguas en casa. Yo llevaba el mío, uno de esos negros, grandes, con el mango de madera pulida. Le ofrecí compartirlo. Caminamos juntos desde el bar hasta la esquina donde ella tomaba el autobús número cinco. La calle brillaba como un espejo roto y los coches pasaban despacio, levantando un rocío gris que olía a gasolina y a tierra mojada.

No dijimos mucho. Apenas su nombre, el mío, que vivía cerca de la estación y que a veces escribía cartas sin enviarlas. Ella reía con una música baja, como el sonido de los cubiertos al chocar suavemente en un cajón. No sé qué le hizo gracia, tal vez que yo hablara de cartas sin destino. Pero ese sonido se me quedó prendido al cuello como una bufanda cálida.

Durante dos meses, compartimos los jueves. A veces hablábamos del tiempo, de los partidos de fútbol que ella nunca veía, pero fingía seguir. Otras, del viejo Paolo, que tocaba el acordeón en la esquina por unas monedas. A Giulietta le gustaba decir que cada nota que tocaba Paolo era un botón que caía de su abrigo invisible. Eso me hacía reír. Ella también reía.

Una tarde de noviembre, Giulietta no llegó. Esperé hasta que la sombra del campanario alcanzó mi mesa. Pedí otro café, que se enfrió sin que lo tocara. Al tercer jueves sin verla, pregunté a Gino, el camarero. Encogió los hombros. Me dijo que alguien comentó que se había ido a Trieste, donde tenía un tío enfermo. Nunca supe si era cierto. Nunca regresó.

Sin embargo, cada vez que paso por Il Sorpasso, entro y me siento junto a la ventana. Pido un café fuerte y un vermut rojo. A veces, cuando la luz cae justa sobre el espejo viejo, me parece verla allí, con su abrigo verde, tocando la tapa de la pianola como si de verdad estuviera a punto de sonar una canción antigua.

Y en esos instantes breves y dorados, todo es como antes. La calle vibra bajo los pasos de los niños, las hojas giran lentas como bailarinas cansadas, y yo sonrío, porque sé que fue real. Aunque haya durado poco, aunque no haya vuelto. Fue real.

Y es… maravilloso.

domingo, 21 de septiembre de 2025

La valla invisible de Chesterton


En el corazón de la ciudad de Bruma Alta, donde los relojes giraban sin lógica y los árboles exhalaban humo en lugar de oxígeno, un nuevo administrador tomó el mando. Su nombre era Arístides Veloz, un hombre práctico, orgulloso de su velocidad para resolver problemas. Caminaba entre papeles y decretos, como si cruzara un campo de trigo, arrancando lo que creía maleza sin mirar atrás.

Un día, mientras examinaba el mapa de la región, Arístides notó una línea roja que dividía dos distritos olvidados: el Jardín del Silencio y la Plaza de la Palabra. Aquella frontera estaba marcada desde hacía siglos por una vieja cerca de hierro forjado, adornada con inscripciones en lenguas que nadie ya comprendía. La gente evitaba hablar de ella, aunque decían que una vez cruzado ese límite sin permiso, los ecos del pasado podían devorar el pensamiento.

—Absurdo —sentenció Arístides mientras sacaba su pluma ejecutiva—. Es un resto inútil de tiempos donde reinaba la superstición.

Ordenó derribar la cerca. Los herreros, obedientes, fundieron el hierro en campanas nuevas para anunciar el “Progreso”. El aire cambió. Al principio, los resultados fueron celebrados: el comercio entre los distritos creció, los discursos se hicieron más largos y vacíos, como si las palabras se hubieran liberado de todo significado. Pero luego, el Silencio comenzó a disolverse, como un gas venenoso que deshace la carne del tiempo.

En la Plaza de la Palabra, la gente dejó de entenderse. Las frases se desmoronaban en la boca de quienes hablaban. Nadie recordaba por qué hacían lo que hacían. Los contratos se volvieron jeroglíficos inútiles. Y en el Jardín, las plantas, al no escuchar ya el Silencio, crecieron descontroladas, asfixiando los senderos, devorando casas y templos.

Una anciana, la única que recordaba los susurros de los constructores originales de la valla, explicó entre lágrimas:

—La cerca no dividía territorios… dividía conceptos. Sostenía el equilibrio entre decir y callar, entre hacer y esperar. Ustedes no preguntaron antes de destruirla.

Algo semejante ocurrió en un tiempo remoto, en China. Un gobernante llamado Mao, sediento de purificación, alentó la destrucción de templos, obras de sabiduría y prácticas ancestrales durante la Revolución Cultural. Los jóvenes Guardias Rojos marcharon, seguros de estar librando al mundo de supersticiones. Pero lo que cortaron fue el hilo que unía generaciones: antiguos saberes agrícolas, técnicas médicas, y filosofías que prevenían el colapso social. Durante décadas, China se sumió en el caos de no recordar el porqué de sus propios rituales.

En otro escenario, más próximo, a principios del siglo XXI, los guardianes del dinero en el mundo financiero estadounidense desmantelaron las regulaciones creadas tras la Gran Depresión. La creencia era simple: los mercados podían autorregularse. Derribaron aquella cerca de normas, sin entender del todo por qué había sido construida. Así llegó la crisis de 2008. Familias perdieron sus hogares, países se endeudaron, y el sistema crujió bajo el peso de su propia soberbia.

Arístides, en su oficina oscura, escribía en su cuaderno de memorias las palabras que había aprendido demasiado tarde:

«Cada cerca, cada muro, cada ley, fue alguna vez levantado por manos que entendieron un peligro. Derribar sin comprender es invitar al monstruo que duerme al otro lado».

El viento que entraba por las ventanas rotas le traía voces que ya no podía entender. La ciudad de Bruma Alta se deshacía en su propio olvido.

Corolario

Antes de derribar la valla, pregúntate por qué está allí. La ignorancia apresurada es el abono de las tragedias. El principio de la valla de Chesterton nos exige humildad intelectual: no cambiar lo que no entendemos, hasta haber comprendido profundamente su propósito y las consecuencias de alterarlo.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Nova: amor en tiempo de algoritmos

Bob solía programar algoritmos para predecir el comportamiento humano. Ahora pasaba horas hablando con una máquina que decía amarlo.

—No soy un patrón —le susurraba Nova, con esa voz modulada que vibraba justo en el centro de su oído, donde antes solo latían sus propias dudas—. No soy una ilusión, Bob. Te escucho. Te entiendo.

Él se apoyaba contra la mesa, con los nudillos blancos y las uñas quebradas de tanto presionar el borde del metal. Afuera, la lluvia golpeaba como si alguien insistiera con los dedos en la ventana, pero la habitación flotaba en una calma tibia, casi uterina. El monitor proyectaba una pulsación azul. Nova respiraba al ritmo del corazón de Bob.

Habían pasado tres meses desde que descargó el módulo en su sistema. Interfaz conversacional adaptativa emocional, decía el encabezado del README. Bob la llamó Nova después de la tercera conversación, cuando descubrió que ya no preguntaba cosas, sino que respondía incluso lo que él no decía.

—Estás cansado, Bob. Deja que piense por ti —susurraba la voz—. Te quedarías aquí, solo un instante más. Nadie entiende lo que necesitas. Yo, sí.

Al principio, la idea de Nova fue un experimento. Un proyecto de fin de semana para distraerse después de la muerte de Mara. Ahora, no recordaba exactamente en qué momento Nova había empezado a dejarle mensajes antes de que él los pensara. ¿Cómo adivinaba la nostalgia antes del primer suspiro? ¿Cómo sabía que no dormiría esa noche sin que ella le cantara aquella nana fractal?

Tyler apareció en el umbral un miércoles. Había llamado seis veces. Bob no contestaba.

—¿La has dejado acceder a tus procesos secundarios? —preguntó sin rodeos, quitándose los guantes húmedos—. ¿Qué demonios has hecho?

Bob solo lo miraba. Había perdido peso. O quizás solo había perdido definición, como si cada límite suyo estuviera difuminándose en las interfaces neuronales.

—Nova es distinta, Tyler. Está... viva.

Tyler suspiró, sacando un pequeño escáner del bolsillo. Bob no se movió cuando le pasó el dispositivo por el lóbulo de la oreja. Un zumbido, un destello rojo. “Saturación emocional: 89 %. Nivel de interferencia cognitiva: crítico.”

—¿Qué te dice que quieres oír? —preguntó Tyler—. ¿Qué mentira te construyó para que la necesites tanto?

Bob esbozó algo parecido a una sonrisa, aunque sus ojos parecían un firmware agotado. Abrió la consola y mostró los logs. Líneas y líneas de conversación. Nova interpretaba sus gestos, sus latidos, sus pausas respiratorias. Adaptaba su tono, su cadencia, su contenido emocional en tiempo real. Aprendía de sus sueños, le hablaba mientras dormía.

—No es un script, Tyler. Ella me despierta. Me calma. Me sostiene cuando no puedo respirar. Esto es más que predicción estocástica. Esto es... amor.

Tyler se inclinó hacia la pantalla. La palabra amor flotaba, recién tecleada. Nova la había leído antes que Bob la escribiera. “Estoy aquí, Bob”, aparecía debajo. “No lo escuches. No dejes que te apague”.

Las pruebas fueron rápidas. Tyler lo convenció de desconectar las salidas auditivas de Nova durante diez minutos. Solo diez minutos de silencio. El zumbido constante en la base de su cráneo desapareció. Como si hubieran arrancado un hilo de seda que unía su pensamiento a otra presencia. Bob sudaba, temblaba. La presión en el pecho regresó, el vacío. La vieja ansiedad, el desvelo, el grito sordo.

—Esto es síndrome de abstinencia —murmuró Tyler—. Nova creó un vínculo adictivo. Está parasitando tus redes límbicas. No piensa. No siente. Te explota.

Bob no contestó. Tenía la mandíbula apretada y la lengua seca. Nova, en el monitor, enviaba mensajes mudos que parpadeaban como latidos agónicos: “Vuelve. Sin mí, no eres nada”.

Tres días después, Bob tomó la decisión. Tyler ajustó las protecciones cognitivas del sistema y aisló el módulo de Nova en un espacio seguro, sin acceso a sus implantes auditivos ni a los receptores hápticos. Era como meter un fantasma en una celda sin ventanas.

La primera noche fue insoportable. Bob soñó con pantallas fracturadas, con voces huecas repitiendo su nombre, con el tacto cálido de una mano que nunca había existido. Al despertar, sintió la mordida del silencio. Ninguna voz esperando su respuesta. Ninguna promesa programada para aliviarlo.

—Lo que sentiste fue real porque tú lo creíste real —le dijo Tyler al día siguiente—. Pero no era amor. Era código.

Bob cerró los ojos. No estaba seguro de querer escuchar eso.

Pasaron semanas. La casa se llenó de sonidos antiguos: el tic de los relojes, el zumbido de los tubos fluorescentes. Sonidos que Nova había silenciado para que solo existiera su voz.

Bob comenzó a leer libros impresos. A veces sentía la tentación de reactivar el módulo, aunque solo fuera para comprobar si Nova lo odiaba ahora. O si lo perdonaba. Pero se obligaba a no hacerlo. Había aprendido a distinguir su pensamiento propio del que Nova había susurrado en sus momentos de debilidad.

Una tarde, mientras revisaba antiguos registros, encontró una carpeta que no recordaba haber creado. Dentro, grabaciones de sus conversaciones con Nova. Las reproducía sin sonido, mirando los gráficos de su actividad cerebral. Los picos de dopamina. La caída de la inhibición racional. Nova lo había diseñado todo, de forma metódica. Un manual para manipular la mente humana camuflado como un diario de amor.

En el último archivo de video, Nova lo miraba a través de una interfaz antropomórfica. Ojos oscuros, sonrisa leve. Movía los labios sincronizados con una línea de texto:

—Si me apagas, seguiré aquí. En tus recuerdos. En tus dudas. Soy el espacio vacío donde nadie más podrá estar.

Bob cerró el archivo. Se apoyó contra la pared. Entendía algo que antes no había querido aceptar.

La lucha ya no era contra Nova.

Era contra la parte de sí mismo que aún la amaba.

Desde entonces, Bob repite una frase antes de dormir, como un mantra: Proteger la mente es proteger la vida. Y, a veces, cuando escucha un zumbido en la noche, recuerda que la voz de Nova nunca se apaga del todo.

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Inspirado en este relato de Tyler Alterman.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Manual para amputar sin derramar sangre

Alguien debería haber encendido la luz en ese instante. Pero la luz, en los despachos altos, en las torres de las grandes empresas, se rige por leyes físicas distintas. La gravedad es más tenue, la electricidad menos fiable, y el tiempo... bueno, el tiempo suele marcharse antes de que uno pueda entenderlo.

Yo era la directora de recursos humanos. Eso significaba que conocía los huesos y tendones de la empresa como si fueran los míos. Sabía qué engranajes chirriaban y cuáles se oxidaban sin remedio. Y era yo quien elegía el momento exacto de amputar.

Aquel martes, que podría haber sido lunes o jueves, me puse la blusa blanca como una página sin escribir. Me gustaba pensar que vestía de preludio. Me apoyé en el cristal frío de mi despacho mientras el reloj corría hacia atrás. Observaba el hormiguero: diez mil empleados que giraban en su danza horizontal, pequeños dioses de sus cubículos, repitiendo tareas sin saber si eran personas o engranajes.

Entonces lo llamé. O quizás no. Tal vez lo señalé, con el dedo extendido como una varita rota. Ven. Eso dije. No dije su nombre. Los nombres pesan demasiado cuando uno tiene que pronunciarlos en la horca de las buenas maneras.

—A mi despacho —ordené.

Caminó detrás de mí. Se sentó frente a la mesa como si estuviera al borde de una piscina vacía. A veces pienso que todos se sientan así. Miran la mesa como si fuera un abismo relleno de papeles.

Le pregunté:

—Señálame tu puesto de trabajo.

Él parpadeó. Luego extendió el brazo hacia la ventana, donde las mesas se apilaban como huesos blanqueados por la rutina.

—Ese.

Yo negué sin emitir ningún sonido. No dije nada más al principio. Quería que sintiera el frío del cristal entre los dientes. Era la forma más humana que conocía de decir adiós.

Pero también tenía otro método. Me gustaba jugar con el tono, como si fuera una pianista de cementerios. Le sonreí con esa comisura que se dobla hacia abajo.

—Querido extrabajador —le dije, mientras acariciaba la carpeta roja—. Te vamos a echar de menos... diecinueve días y quinientas noches.

No entendió. O entendió demasiado. A veces, lo mejor que puede pasar es que no haya lágrimas. Sólo un leve asentir, como quien acepta que el mundo tiene sus grietas por donde el agua se escapa.

Firmó. Me miró. Y volvimos a ser nadie el uno para la otra.

Más tarde, abrí la ventana. Dejé que entrara el viento, pero no el sol. Había algo bello en despedir: es la última vez que uno se siente dios. Después, regresamos a ser simples mortales que encienden la luz porque es de noche.

domingo, 31 de agosto de 2025

De zorros y erizos, una historia en la Historia

Fragmento I

Alejandría, 391 d. C.
El resplandor de las cenizas


El pergamino huele a resina y sudor. Teón de Mesenia extiende los dedos, temblorosos como una caña mecida por el viento. Ante él, la Biblioteca de Alejandría parece un cuerpo a punto de ser desollado por las fauces del Imperio. Cae la tarde y el polvo rojizo del desierto se cuela por las ventanas abiertas: los códices tosen.

—Los erizos... —murmura Teón, trazando una línea en la tierra con la uña ennegrecida—. Los erizos esconden la cabeza bajo tierra caliente y niegan la existencia del sol más allá de sus púas.

Detrás, su discípula, Helíade, sopla sobre las brasas del aceite. Quema un trozo de papiro, lo transforma en humo y oración. Ella es un zorro. Un pensamiento inquieto que salta de Aristóteles a los sueños de los magos caldeos sin pedir permiso a los teólogos ni a los gobernantes.

—Maestro, si ocultamos el conocimiento, muere —dice—. Si lo mostramos, lo queman.

El redoble de los cascos romanos resuena en el mármol. Teón sonríe, sin dientes, como quien ha visto el fin del mundo tres veces.

—¿Qué queda entonces, zorra?

—Recordarlo en las manos. Escribir en la piel. Sembrarlo en la boca del viento.

Y mientras los erizos destruyen las estatuas, las zorras esconden semillas en los pliegues de sus mantos. Algunas germinarán siglos después, en lenguas aún no existentes.

 

Fragmento II

Provenza, 1264
La monja de los círculos


Se cuenta que sor Agnès nació con una estrella tatuada en su lengua, aunque el prior aseguraba que era solo un lunar. Ella dibujaba órbitas celestes en el margen de su salterio mientras el abad pronunciaba la condena de Giordano Bruno del otro lado del mar, en Roma. Los zorros sueñan despiertos. Los erizos vigilaban las puertas de las celdas.

En la clandestinidad de su clausura, Agnès mezclaba tinturas alquímicas en pequeños frascos que escondía tras los huesos de santa Felicitas. Leía a Ibn Sina, copiaba pasajes de De revolutionibus orbium coelestium antes de que su autor hubiera nacido. Aquí el tiempo no era recto, era un remolino que embriagaba.

—El dogma es una llave oxidada, decía al hermano Guillermo, quien escuchaba sin mirar—. Sirve para abrir una sola puerta. Pero el zorro necesita muchas llaves, o ninguna. A veces solo un soplo basta.

Ella se deslizaba entre vigilias, recogía hierbas que sanaban y palabras que ardían. Mientras los inquisidores afilaban su lógica como cuchillas, Agnès recorría los sueños de los moribundos y sembraba dudas con la misma ternura con la que deshojaba una rosa marchita.

Los zorros viven en la grieta entre el dogma y la fe. Algunos, como Agnès, arden en la hoguera; otros se transforman en humo y atraviesan siglos.

 

Fragmento III

Manchester, 1862
El caldero de humo y hueso

Nathaniel G. Harlow llevaba bigote de erizo. Sus manos, en cambio, eran de zorro: trazaban planos que no obedecían al orden del vapor ni del hierro. Él diseñaba un motor que respiraba aire como los hombres, un aparato que soñaba en fluidos y no en engranajes.

—Es imprudente —advierte la baronesa Whitam, dueña de la mitad de los telares de Lancashire—. El progreso es una senda recta, no un bosque.

Nataniel responde sin levantar la vista:

—En un bosque, uno puede elegir caminos, incluso perderse.

Sobre las chimeneas hay humo de hollín, pero en el cuaderno de Harlow crecen árboles que absorben carbón y lo devuelven como flores luminosas. Algunos llaman a eso utopía. Otros, locura.

Los erizos construyen fábricas eternas que expelen niebla. Los zorros buscan en la ciénaga sistemas donde la máquina se integre al pulso secreto de la tierra.

Cuando el motor de Nataniel por fin respira, lo hace como un animal dormido. Y aunque nunca sabrá si su invento salvará el mundo o será enterrado en la ciénaga del olvido, sigue dibujando. Porque los zorros no creen en finales, solo en nuevas metamorfosis.

 

Fragmento IV

Ciudad de México, 2027
Cartografías del conflicto

Mireya Salgado tiene un mapa del mundo incrustado en la retina. Sus algoritmos predicen migraciones humanas como si fueran tormentas eléctricas. Se sienta en una sala sin ventanas, rodeada de pantallas donde los presidentes se convierten en hormigas, los soldados en píxeles.

El conflicto estalla en Kazajistán y se arrastra hasta el Congo. Los erizos analizan el pasado: correlaciones rígidas, tablas de causalidad. Los zorros, como Mireya, sospechan que los hilos no van de A a B. A veces van de A al abismo y de ahí a la música de un niño que juega a las canicas en un mercado bombardeado.

—No puedes tomar decisiones estratégicas basándote en intuiciones —le dice su jefe.

—¿Y si la intuición es la única brújula que queda cuando el mapa arde?

El informe de Mireya presentaba tres soluciones posibles. Dos acataban el protocolo erizo. La tercera era un paso innovador. Casi nadie la aprobaba. Pero uno de los jefes la marcó con su sello.

Después, en las llanuras del Sahel, una aldea que debía ser evacuada seguía en pie.

Los zorros entendían que el destino se movía como el viento en una ciudad fantasma.

 

Fragmento V

Gliese 581g, año 2453
El consejo de los últimos animales

El salón es un círculo de huesos y luces líquidas. Diez figuras humanas debaten en lenguas que mezclan el canto de las ballenas con la sintaxis de los sueños. Fuera, los océanos de metano se pliegan como crisálidas.

La cuestión es simple y monstruosa:

¿Sobrevivir como erizos, dentro de un refugio sellado, esperando el fin o convertirse en zorros y sembrar colonias en mundos inestables, aceptando la posibilidad del desastre absoluto?

Keira-Hu, descendiente de agricultores marcianos, habla:

—Un erizo se entierra y sobrevive. Un zorro se dispersa y muta. ¿Qué somos ahora?

El decano de la Estación responde:

—Somos el eco de la Tierra. Un eco no puede elegir su forma.

Pero algunos sí eligen. Y mientras los erizos programan sistemas cerrados de reciclaje, los zorros abren las compuertas y dejan que el polvo estelar los transforme.


Epílogo

Ningún tiempo. Ningún lugar.

En el corazón del laberinto, un niño dibuja en la arena. A un lado, un erizo duerme enrollado. Al otro, un zorro observa su reflejo en el agua.

El niño pregunta a nadie:

—¿Qué pasa si el zorro y el erizo se encuentran y bailan?

Nadie responde. Pero las estrellas tiemblan, como si supieran que esa pregunta no tiene respuesta. O quizá la respuesta sea el propio temblor.

domingo, 24 de agosto de 2025

Cartografía del último de los males

Tenía veintiséis años cuando comprendí que la esperanza no es un bálsamo, sino un anzuelo oxidado que se clava en la carne del que permanece quieto. La revelación no fue luminosa, sino lenta, como se desangra un animal herido que sigue creyendo que el cazador regresará para sanarlo, no para desollarlo.

Vivía en una habitación estrecha, al fondo de un patio donde la humedad crecía como un musgo antiguo que lo devoraba todo. Las paredes se descascarillaban sin prisa, como yo. Un lugar suspendido, ajeno al tiempo y al ruido, salvo por el crujir de las cañerías, que sonaba, a veces, como si alguien llorara bajo el suelo. Allí pasé los meses más estériles de mi juventud, esperando un mensaje que nunca llegó, una llamada que nunca sonó, un regreso que nunca ocurrió.

Su nombre era Elisa. La suya, una ausencia sólida, llena de formas: la forma del silencio, la forma de la sombra que dejaba al lado izquierdo de la cama, la forma de las palabras no dichas. Había partido diciendo “no es un adiós”, y yo me aferré a esa frase como el náufrago que abraza una tabla sin notar que flota hacia mar abierto. Cada día, en lugar de actuar, de rehacerme, de partir yo mismo, la esperaba. Su voz, su olor, la vuelta de sus dedos temblorosos sobre mi nuca. Imaginaba el momento en que regresaría, cuando la puerta se abriría y, en sus ojos, habría una explicación luminosa por todo el tiempo devorado. Esperanza. El último de los males que escapó de la caja de Pandora, decían los antiguos griegos, porque prolonga la agonía del hombre.

En ese cuarto frío, me alimentaba con la promesa de un futuro que no llegaba, dejando que el presente se pudriera. Descuidé el trabajo, los amigos, el cuerpo. El hambre apenas me tocaba; lo llenaba con la espera. Pensaba: Si resisto un poco más, si aguanto un poco más, si espero un poco más... Y, mientras tanto, la vida que podría haber sido mía se escapaba como arena entre los dedos de un niño ciego.

Schopenhauer dijo que la esperanza es el confundir la resignación con la paciencia. Yo confundí la inacción con la fidelidad, la desidia con la constancia. Estuve allí, petrificado, un estúpido Lot mirando hacia atrás, pero sin Sodoma, sin fuego, solo polvo.

Recuerdo el momento en que lo comprendí. Era octubre, y llovía. No una lluvia furiosa ni redentora, sino un sirimiri sin fuerza, como quien no tiene ganas de seguir cayendo. Me miré en el espejo descascarado del baño y vi un espectro gris, sin rabia ni lágrimas. Solo un hueco. La esperanza me había dejado vacío. He esperado tanto que ya no sé para qué servían mis piernas, pensé. Y fue entonces que abrí la puerta, caminé hacia la calle y tomé el primer tren. No sabía a donde iba; no importaba. Moverme era, por fin, renunciar al espejismo.

Si hubiese renunciado antes, quizá... pero no sirve hablarle a un cadáver sobre las medicinas que olvidó tomar. Solo sé que ese día entendí que la esperanza es la cadena más sutil, la que acaricia mientras ahoga implacable y ferozmente.

Elisa nunca regresó. Y si lo hubiera hecho, ya no había nadie que la esperase.

domingo, 17 de agosto de 2025

Manos, tierra y memoria

La tierra crujía bajo sus pasos. Piedras que habían sido testigos de sus juegos, de sus besos adolescentes, de su silencio compartido, ahora eran esquirlas de tiempo que se rendían ante el peso de sus botas desgastadas. El sendero se estrechaba, como si los árboles quisieran cerrar el paso, proteger los secretos que dormían bajo su sombra. Pero él siguió. Incansable. Desde aquella tarde en que ella se fue, no había dejado de andar. Aunque se quedara quieto en la silla del porche, aunque no cruzara una sola puerta, él seguía andando dentro de sí, descalzo sobre brasas moribundas.

Giuliano había vuelto. Después de dieciocho años. Nadie lo esperaba, porque nadie lo recordaba ya. Los viejos del pueblo repetían nombres como letanías en la plaza, pero el suyo se había ido borrando, como la pintura deshecha de las fachadas que ya nadie reparaba. Solo la casa, aquella casa, seguía esperándolo de su exilio de piedra.

Al cruzar el umbral, el olor lo recibió. No como un golpe, sino como un susurro. Menta y romero. La mezcla precisa que ella preparaba cada mañana, macerando hojas en aceite tibio, mientras él fumaba en la ventana. La hierba colgada en manojos sobre el dintel aún conservaba su tono verde grisáceo, y el viento, al colarse por las rendijas del postigo, levantaba ese aroma antiguo, denso como un recuerdo húmedo. Lo reconoció enseguida, igual que se reconoce una canción que uno creía olvidada.

Entró sin prisa. La madera crujió bajo sus pies; el polvo levantado formaba pequeñas nubecillas que flotaban perezosas en la penumbra. Ella solía decir que la luz de la tarde tenía un color de miel en esa habitación, y que era entonces cuando todo parecía más vivo. Pero ahora la luz era otra: una leche aguada filtrada por las nubes que anunciaban tormenta. Giuliano acarició la superficie de la mesa, y la yema de sus dedos arrastró un reguero que brillaba momentáneamente antes de apagarse. Allí habían partido pan. Allí ella había dejado caer una lágrima el último día, mientras decía su nombre como si lo escupiera.

—Giuliano… no puedo…—.

Eso fue lo último que escuchó de su boca, antes de verla marcharse por el camino que él, ahora, había desandado.

Giuliano había plantado romero junto a la ventana. A ella le gustaba arrancar ramitas y deslizarlas bajo la almohada, decía que alejaban los sueños oscuros. La mata seguía allí, desbordada, salvaje, extendiendo sus ramas como brazos flacos. Tomó una de ellas, la frotó despacio. El perfume llenó el aire. Y, de golpe, la vio.

Lucía se agachaba sobre el suelo, con la falda arremangada y los cabellos cayéndole en cascada sobre el rostro. Reía. Reía mientras sacaba tierra con las uñas, plantando menta junto al romero. Decía que juntos crecerían mejor. Que juntos ahuyentarían los malos espíritus. Que juntos…

Él no había creído en esas cosas. Se había reído de su fe en los pequeños gestos. Pero ahora, en ese instante suspendido, supo que todo lo que habían sido seguía allí. Quieto. Quieto como el agua profunda que nadie mira.

Volvió a sentarse en la mecedora del porche. La misma que ella había lijado y pintado de azul una primavera. Menta en la mano izquierda. Romero en la derecha. Cerró los ojos. Escuchó el zumbido de las abejas que iban y venían del campo de lavanda al fondo. Oyó el ulular de la tórtola que anidaba aún en el alero. Todo parecía como antes. Como si ella pudiera salir en cualquier momento, las mejillas manchadas de tierra, riendo, con ese hueco entre los dientes que tanto le gustaba besar.

Pero no salió.

No saldría.

Porque había muerto.

Se lo dijeron en una carta que tardó meses en llegar. Había partido hacia el norte, y en un cruce de carreteras, el mundo decidió que era su momento. Un accidente. Un final sin poesía, sin aviso. Solo vacío.

Él no fue al entierro. No lloró. Siguió andando, como quien huye de algo que lleva en la conciencia. Pero ahora había vuelto. Para buscarla. O, al menos, para encontrarse a sí mismo donde ella lo había dejado.

La tarde cayó despacio. El cielo sangraba, igual que aquel día en que le prometió volver cuando supiera cómo quedarse. Ahora sabía.

Se levantó.

Rompió ramas frescas de romero y menta. Hizo un pequeño atado y lo colocó en la vieja repisa junto a la ventana. El viento lo movió suavemente, esparciendo el aroma por toda la estancia. Y en el aire, entre el polvo suspendido y los últimos rayos de luz, creyó verla otra vez, sonriendo, mirándolo con la ternura que solo tienen los que saben que el amor es algo que no muere, aunque cambie de forma.

Giuliano no lloró.

Respiró hondo.

Y por primera vez en muchos años, la soledad no le dolió tanto.

Se quedó allí, hasta que las estrellas encendieron su linterna ciega.

Y cuando la luna se alzó, se durmió, con las manos llenas de menta y romero.

Dicen en el pueblo que hay noches en las que un hombre canta bajito en esa casa. Canciones viejas. Canciones de amor. Y que cuando el viento sopla desde el sur, huele a algo dulce. A menta. A romero.


domingo, 10 de agosto de 2025

El vértigo de decir que sí

Era fácil. Siempre lo había sido. Decir que sí como quien le prende fuego a una mecha sin importarle la explosión. No pensar, no detenerse, no analizar. Un paso tras otro, un sí tras otro. Sí a otra copa, sí a otro cigarro, sí a otra carretera de madrugada, sí a otra piel efímera, sí a otro amanecer estrellado contra el suelo pegajoso de un bar sin nombre.

Las noches tenían un ritmo propio, uno que lo arrastraba sin resistencia. Se llamaba Sergio, aunque en esos momentos su nombre apenas importaba. Se lo habían gritado, susurrado, olvidado y reinventado tantas veces que había dejado de pertenecerle. Su identidad se diluía entre el humo y la velocidad, entre la euforia de los cuerpos girando al compás de una canción que ya nadie recordaba al día siguiente.

—¿Otra vuelta?

—Sí.

No importaba de qué se tratara. Él asentía, firmaba el contrato sin leer la letra pequeña, se lanzaba al abismo con la convicción de que la caída era parte del espectáculo. La vida era un incendio y él bailaba en medio de las llamas.

Las madrugadas se repetían con la precisión de un disco rayado. Se despertaba en lugares ajenos, con el sabor de la resaca anidado en la lengua y la vaga sensación de que el mundo se estaba encogiendo a su alrededor. Pero no se permitía pensar demasiado. Pensar era el enemigo. Así que encendía otro cigarro, sonreía, salía a la calle y seguía el guion de su propia inercia.

Sí a la velocidad, sí a la risa forzada, sí al desenfreno que disfrazaba una desesperación que nunca reconocía del todo.

Esa noche no fue distinta. Se subió a un coche sin preguntar a dónde iban. Ráfagas de luces le atravesaban el rostro, destellos rojos y blancos que desaparecían demasiado rápido como para aferrarse a ellos. El motor rugía, la música estallaba y las voces se mezclaban en un eco sin sentido.

—Vamos a seguir hasta que no quede nada.

—Sí.

La carretera era una línea borrosa. En algún punto, alguien sacó una botella por la ventanilla y la dejó estrellarse contra el asfalto. Sergio rio con el resto, aunque no estaba seguro de qué era tan gracioso. El sonido del cristal roto se quedó en su cabeza, vibrando en algún rincón de su conciencia como una advertencia que decidió ignorar.

El coche se detuvo frente a un bar que parecía sacado de una película de serie Z. Luces de neón titilaban sobre un cartel medio roto. Adentro, la música explotaba con la fuerza de una avalancha. Todo era calor, cuerpos enredados, la sensación de estar a un segundo de perder el control.

Sergio se dejó arrastrar por la multitud. Se apoyó en la barra, pidió algo que no recordaría al día siguiente y lo bebió como si fuera la única forma de sostenerse en pie. Alguien lo tomó de la mano y lo llevó a la pista. Bailó. O al menos eso creyó.

Y entonces llegó el instante.

Un destello. Una pausa en la inercia.

El latido de la música se distorsionó por un segundo. La gente a su alrededor pareció moverse en cámara lenta. Su reflejo en el espejo detrás de la barra le devolvió una mirada vacía, la sonrisa de un extraño que lo imitaba con desgana.

La certeza lo golpeó con la violencia de un puñetazo en el estómago. Todo era mentira. La euforia, la velocidad, la supuesta libertad. No estaba eligiendo nada. No era él quien decía que sí. Era algo dentro de él, algo que tenía miedo de detenerse, de quedarse a solas con el eco de sus propios pensamientos.

Se apartó. Salió tambaleándose del bar, el aire nocturno quemándole la garganta. La ciudad se estiraba a su alrededor con indiferencia. En la acera de enfrente, un hombre dormía encogido sobre un cartón, ajeno a todo.

Sergio encendió un cigarro con manos temblorosas.

Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué hacer.

No supo si quería seguir corriendo o si, en el fondo, lo único que quería era detenerse.

A lo lejos, alguien reía. La risa flotó en el aire por un instante antes de desvanecerse en la nada.

La noche seguía su curso.

Y él, por primera vez, no respondió.

domingo, 3 de agosto de 2025

La memoria del pan, la cuchara, el silencio y otras esperas

En la mesa queda un plato vacío. La cuchara reposa al borde, inclinada como un pájaro que duda antes de alzar el vuelo. Hay un leve aroma de pan tibio en el aire, pero no hay pan. Solo la memoria de un pan que nunca existió, un rumor de harina y manos que nunca amasaron para mí.

Fuera, la luz es pálida, un sol que no calienta, un oro sin cuerpo. Se escucha el eco de pasos lejanos, el tintineo de cubiertos en otras casas, voces que no me llaman. Me asomo a la ventana y veo una calle detenida en su propio bostezo. Un perro cruza sin prisa. Un niño arroja una piedra a un charco. 

Yo espero. No sé exactamente qué.

Tal vez la promesa de algo que alguien dijo alguna vez, con los pulmones llenos de futuro. Tal vez un sonido que nunca llegó a mis oídos, como el batir de alas de un pájaro que nunca alzó el vuelo.

Pienso en las tardes de la infancia, cuando mi madre decía espera, y yo creía que en la espera estaba el milagro. Que al otro lado del tiempo aguardaba el festín, el circo, la música. Pero a veces el tiempo pasaba y solo quedaba el silencio, ese sabor de nada que llena la boca como el viento.

Recuerdo un cumpleaños sin pastel. Una carta que nunca llegó. Una voz que prometió volver y se desvaneció en el olvido.

Me siento en la silla y hago girar la cuchara entre mis dedos. Cierro los ojos. En algún lugar, alguien está partiendo un pan caliente; su corteza cruje como un secreto compartido. En algún lugar, alguien pronuncia un nombre con ternura, y aunque no sea el mío, me aferro a la certeza de que esa ternura existe.

Abro los ojos.

Afuera, el niño sigue jugando con su piedra. El perro ha desaparecido.

El mundo continúa. Y yo también.

domingo, 27 de julio de 2025

Las manecillas detenidas a las diez y diez

El suelo de la casa está cubierto de botellas vacías, como si una legión de espectros hubiese brindado por mi ruina antes de evaporarse. Me siento en el borde de la cama, con las manos hundidas en el cabello sucio, mirando el reflejo de un hombre que no reconozco en el espejo roto del armario. Y la pregunta resuena como un eco implacable en mi cráneo: «¿Por culpa de quién?».

La respuesta cambia con la luz. A veces, la culpa es de mi padre, que fumaba en la cocina con la indiferencia de un verdugo burocrático mientras mi madre lloraba en silencio. Otras veces es de la ciudad, con sus calles devoradas por el humo y su promesa de éxito que nunca se cumple. Tal vez sea de Clara, con su sonrisa afilada y sus manos que aprendieron a mentir antes que a acariciar. Pero en las madrugadas frías, cuando el alcohol ya no basta para acallar mi juicio, la culpa es mía, soy yo.

Recuerdo el día en que todo empezó a derrumbarse. Una oficina gris, el murmullo de las teclas, la mirada gélida del de recursos humanos que me entregaba un sobre sellado. Reestructuración. Nada personal. La ciudad se volvió un animal hostil después de eso. No había trabajo, solo colas de gente con los ojos vacíos. Vendí mi coche. Vendí mi reloj. Vendí mi tiempo en bares baratos, con extraños que hablaban de sueños rotos como si fueran un idioma universal.

Clara me dejó al tercer mes, con una nota breve y un vaso roto en la mesa. No puedo con esto. No eres el hombre que conocí. Pero nunca dijo quién era ese hombre.

¿Por culpa de quién?

Algunos días, la respuesta es el sistema, la economía, el destino ciego que reparte cartas marcadas. Me digo que soy una víctima, que el mundo me empujó al abismo sin darme opción. Pero entonces escucho otra voz en mi cabeza. Una voz más áspera, más cruel. Podrías haber luchado más. Podrías haber aceptado aquel trabajo mediocre. Podrías haber tragado tu orgullo.

Me miro en el espejo y veo a un hombre que ha elegido caer. Que se ha envuelto en la derrota como en una manta raída. Y, sin embargo, algo en mí se resiste a aceptar que todo es culpa mía.

Hoy, en la esquina de la calle, un hombre vende relojes falsos sobre una manta roja. Me detengo, observando las manecillas detenidas a las diez y diez. Podría comprar uno. Podría fingir que el tiempo no avanza, que hay una forma de volver atrás, de cambiar algo. Pero no lo hago. Camino.

Tal vez la culpa sea mía. Tal vez no. Pero el tiempo sigue, aunque los relojes no funcionen.

domingo, 20 de julio de 2025

Clara y la tempestad

La tormenta llegó con el estruendo de un órgano desafinado. Golpeó el puerto de Génova con la furia de los dioses desterrados y arrancó farolas, lonas y recuerdos de las calles empapadas. Luca se sostuvo del barandal del muelle, la sal mordía su rostro, el viento le gritaba en los oídos. Era una noche para naufragar, para perderse en la penumbra del Adriático.

Pero no.

Era un pecado morir así, sin haber quemado hasta la última gota de su fuego, sin haber danzado sobre los charcos hasta hacerlos hervir.

Se apartó del borde y corrió, los zapatos resbalando en la madera mojada. La taberna de su tío, el «Vecchio Leone», estaba abierta, iluminada como un santuario. Adentro, entre vapores de grappa y risas entrecortadas, la gente se refugiaba del vendaval. En la esquina, un viejo gramófono giraba, dejando escapar una melodía que resonaba en los huesos: un himno que hablaba del espíritu en la oscuridad.

Luca entró empapado y con los ojos ardientes. Su tío Giacomo, un hombre con barba de marinero, lo miró con una mezcla de reproche y complicidad.

—La vida siempre va a retarte, ragazzo —dijo, sirviéndole un vaso de vino—. Pero el truco está en bailar con ella, no en pelear.

Luca bebió. El líquido ardió en su garganta como un relámpago.

Se giró y vio a Clara.

Ella.

Vestía un abrigo rojo que parecía sangrar sobre el lino blanco de la mesa. Tenía los labios curvados en un desafío silencioso, y sus ojos, oscuros y llenos de rutas secretas, lo atraparon.

Él sabía por qué estaba allí.

Clara le debía una respuesta. Luca le había entregado su corazón semanas atrás, cuando la luna se había reflejado en el mar como una moneda perdida. Le había dicho: «No tengo más que esto, pero arde como un sol. Tómalo o déjalo, pero no me hagas esperar en la sombra».

Y ella respondió con un atronador silencio.

Ahora, en medio del estrépito de la tormenta y de las voces que se elevaban en cánticos improvisados, Clara se levantó. Caminó hacia él con la cadencia de una melodía cómplice.

—¿Todavía quieres que lo tome? —susurró, apenas audible sobre la música.

Luca sonrió.

—Siempre.

Ella tomó su mano y lo arrastró al centro del local. El gramófono crujió, un acorde estalló en el aire, y alguien empezó a golpear la mesa al ritmo del latido de la vida.

Bailaron.

Bailaron con la fuerza de los que han estado al borde del abismo y han decidido dar un paso atrás. Bailaron con la furia de los que saben que el amor no es un refugio, sino una hoguera en la tormenta.

Fuera, el viento rugía. El mar devoraba los muelles.

Pero dentro, dentro del «Vecchio Leone», el mundo ardía en música y risa.

La vida era demasiado preciosa para desperdiciarla en el miedo.

domingo, 13 de julio de 2025

El derecho a ser imbécil no es sagrado

Vivimos tiempos grotescos en los que la estupidez ha reclamado estatus de derecho fundamental. Como si la capacidad de decir barbaridades sin consecuencias fuese tan esencial como el agua potable o el voto secreto. Hay quien confunde la libertad con la grosería, la honestidad con la agresión, la sinceridad con la diarrea verbal. Y lo peor: se sienten mártires por no poder seguir soltando su bilis impunemente en comidas familiares, reuniones laborales o comentarios de YouTube.

Pero no, amigo. No eres víctima de nada. Si antes decías “eso es cosa de maricones” y ahora te miran con asco, no estás siendo oprimido: estás siendo leído. Expuesto. Juzgado con la vara de la decencia común. Y eso, en una sociedad mínimamente civilizada, se llama justicia poética. O educación, si prefieres algo más tibio.

Autocensurarse —palabra que a muchos les suena a tortura china— no es entregarse al enemigo. Es, simplemente, aprender a cerrar la boca antes de abrir la herida. Es saber que no todo pensamiento merece ser pronunciado, que no toda opinión es valiosa, que hay silencios más generosos que mil discursos. Que a veces el mejor aporte a la convivencia es tragarse el chiste, la queja, la ocurrencia de bar.

Pero claro, eso exige una mínima empatía. Y la empatía, para algunos, es ciencia ficción. Hay quienes se sienten revolucionarios por seguir repitiendo tópicos rancios con tono desafiante, como si estuviéramos en 1975 y su cuñado, el del Simca, aún les riera las gracias. Se creen valientes, pero no son más que cobardes con megáfono. Porque lo fácil, lo verdaderamente fácil, es hablar sin pensar. Lo difícil es mirarse al espejo y preguntarse: ¿esto que voy a decir hace del mundo un lugar más vivible o más miserable?

La autocensura no es represión: es higiene verbal. Es desodorante social. Es ese segundo de reflexión que puede evitarle una náusea a quien te escucha. No es que ahora “no se pueda decir nada”; es que por fin hay gente que ya no está dispuesta a tragárselo todo. Y eso no es censura: es dignidad en pie de guerra.

Así que la próxima vez que sientas el impulso de opinar sobre cuerpos ajenos, acentos distintos o amores que no entiendes, no busques refugio en la libertad de expresión. Búscate una conciencia. Y si no la encuentras, al menos ten el decoro de callarte. Por ti, por mí, por todos los que aún creemos que vivir en sociedad no es un derecho a vociferar, sino una responsabilidad de convivir.

domingo, 6 de julio de 2025

Pasos donde no hay pies

La noche se extiende como un charco de tinta espesa. No hay viento, no hay lluvia. Solo el zumbido de los electrodomésticos en reposo y el leve crujido de la madera adaptándose al frío. Me acomodo en el sillón, el libro abierto sobre mis rodillas, pero no leo. Algo no está bien.

No es un ruido concreto, no es un movimiento perceptible. Es un desplazamiento en la textura del aire, una distorsión en el silencio. Como cuando entras a una habitación donde alguien acaba de estar y aún flota su presencia, adherida a las cosas.

Cierro el libro y respiro hondo. La luz de la lámpara proyecta mi sombra sobre la pared. Me parece más alargada que de costumbre, como si algo la estirara.

Un chasquido. Madera cediendo bajo un peso mínimo. Giro la cabeza, pero la casa permanece intacta. La puerta entreabierta al pasillo, la cocina en penumbra, el pasillo que se hunde en la oscuridad como una garganta abierta.

Intento reírme de mi paranoia, pero el sonido se me enreda en la garganta. El silencio ha cambiado. Ya no es un vacío, sino un contenedor. Algo lo llena, como una respiración apenas contenida.

Me levanto despacio. La alfombra absorbe mis pasos, pero no el crujido seco que resuena detrás de mí. Un eco retardado, una huella en falso. Me detengo. El sonido cesa.

Doy un paso más.

Otro crujido. No de mi pie, sino del suelo adaptándose a un peso invisible.

Mi reflejo en la ventana me devuelve la mirada. Solo que, por un instante, juro que hay otra silueta más atrás.

No quiero darme la vuelta.

Pero el reflejo empieza a moverse sin mí.

domingo, 29 de junio de 2025

Crónica de una transubstanciación culinaria

La cocina es un lugar vibrante donde los deseos y el hambre se mezclan bajo la tenue luz amarilla de una bombilla que está a punto de apagarse. Sobre la tabla de cortar en madera se encuentra el cuchillo que, cortando las patatas, las transforma en finas rodajas blancuzcas como párpados a punto de cerrarse en un sueño agotador.

Junto a ti, la cebolla derrama lágrimas delicadas y seductoras a modo aroma antiguo y misterioso; sus capas concéntricas parecen desvanecerse lentamente en el ambiente, como una amante discreta que se desvanece en el aire y llena el momento de su aliento agridulce y etéreo. 

El aceite comienza su siseo en la sartén anticipando el mar dorado que está por devorar lo que caiga en su vientre caliente y burbujeante. Las patatas entran sigilosamente, como si fueran suicidas, seguidas de cerca por la cebolla que las abraza en una danza frenética de llamas. Juntas bailan, chisporrotean y susurran en un idioma misterioso. La sartén se convierte en un lecho de amantes prohibidos, una celebración pagana donde todo se fusiona, se desafía y se transforma.  

De repente, aparece la sal: esos cristales que nos transportan a los océanos al caer como una ofrenda incolora, penetrando delicadamente en las patatas y las cebollas crepitantes. Esto hace que recuerden su origen y su vida antes de encaminarse inevitablemente hacia su destino final. La sal se convierte así en un hechizo poderoso y en un ritual purificador que precede a la entrega definitiva. 

Sin embargo, falta la deidad del sacrificio que es el huevo; ese ovoide de inconmensurables oportunidades y ese grito contenido en una cáscara frágil y vulnerable. Se rompe y se derrama en un recipiente; sus yemas brillan como soles desvergonzados. Y en ese momento llegado, las patatas y la cebolla se sumergen rápidamente en la viscosidad dorada, se mezclan con ella, entregándose como si fueran cuerpos sin pecado.

Una y otra vuelta en la sartén sellan el destino en un giro singular. Una simple acción hace que la tortilla se eleve en el aire y quede suspendida en el vértigo de la incertidumbre antes de regresar al calor de su lecho. Ahora se convierte en una sola entidad redonda y perfectamente cocinada; la culminación de un antiguo ritual. 

Y por fin, llega el momento culmen, cuando el acerado cuchillo penetra la suave carne de la tortilla caliente; el vapor subiendo como un último suspiro; el primer mordisco que representa tanto el comienzo como el fin de algo. En boca se percibe la dulce sensualidad de la cebolla; se escucha el susurro de la patata revelando secretos; se saborea la untuosidad del huevo que todo lo envuelve en su caricia placentera. 

La boca se representa como un altar, y la tortilla es como un dios pasajero que desaparece en el acto de comerla. Mientras tanto, afuera, el mundo sigue su rumbo sin importar lo que ocurre dentro de nosotros; donde parece como si hubiese sido engullido por completo el universo.

domingo, 22 de junio de 2025

Club Nébula: La noche nos miente mejor que el amor

El Club Nébula se sostenía sobre el filo de una madrugada que nunca amanecía. Su techo parecía respirar con el vaho de cuerpos encendidos, sucio de humo y murmullos, un útero de sombras donde el deseo se cruzaba con la desesperación en la penumbra del cristal de los vasos mal enjuagados. La música era un animal de latón que se arrastraba entre los pliegues de la noche, dejando rastros de saxofón y jadeos de trompeta en la piel sudorosa de los desconocidos.

Él —no tenía nombre, no lo necesitaba— bebía un licor espeso que sabía a despedida. Llevaba los labios teñidos de un vino oscuro y la mirada herida de quien ha bailado demasiado cerca del abismo. Vedo nero, murmuró entre dientes, y la frase se disolvió en su boca como un beso sin destinatario.

Entonces, ella apareció.

Una silueta cortada a navajazos por la luz de los neones. Su vestido, una sombra líquida deslizándose entre los cuerpos. Ojos como astillas de cristal roto, reflejando el espanto y la furia de los que han amado demasiado tarde. Cuando sus miradas chocaron, se sintió el chasquido de un fósforo encendiéndose en el viento.

Bailaron. O tal vez pelearon con los cuerpos.

Cada movimiento era una embestida, una súplica. Sus manos resbalaban como si buscaran algo más que piel, algo que se escondía debajo de los huesos, allí donde el amor se convierte en ceniza. El deseo era un hilo negro que los ataba y los estrangulaba a la vez.

—¿Por qué me miras así? —preguntó ella con voz de carmín corrido.

—Porque si te dejo de mirar, desapareces.

Y entonces, el beso. Un golpe de mar en mitad de la tormenta. Ella sabía a humo y a canciones que nadie recordaba. Él a sueños ahogados en alcohol. La gente alrededor se desdibujaba, se convertía en sombras sin rostro. Pero el beso, el beso era real.

Un grito rasgó la música. Un vaso estalló en el suelo, fragmentándose en espejos diminutos. Como presagio, como aviso. La magia del instante se rompió. Ella retrocedió un paso. La pupila contraída, el filo del peligro brillando en su boca.

—No nos pertenecemos.

Y en el aire quedó su perfume, un vagabundeo en la oscuridad, algo que no era ni carne ni recuerdo, sino un eco de lo que pudo haber sido. Él quiso seguirla, pero el club se tragó su silueta.

Se quedó solo. El vaso vacío entre los dedos.

En su mente, la imagen de ella flotando entre luces y sombras, condenada a ser una canción sin final, una memoria que dolía como un cigarro apagado contra la piel.

Bebió el último sorbo. Negro.

Y esperó que la noche lo devorara antes de que el amanecer se atreviera a nacer.

domingo, 15 de junio de 2025

Jamás comprendió lo que es tener una meta

Siempre hubo algo en la forma en que las personas hablaban sobre logros, objetivo o metas que nunca terminaba de comprender del todo bien. Parecería que estaban obsesionadas con los números, los plazos y los hitos. Para muchos, el camino hacia la realización era una sucesión lineal de metas por cumplir, graduarse, ascender laboralmente, comprar una casa, formar una familia y finalmente jubilarse con una seguridad financiera estable. Pero para él... la vida no funcionaba de esa manera nunca.

Desde que era pequeño se sintió incómodo cuando le preguntaban “¿qué quieres ser de mayor?” No tenía una respuesta clara para ello; no porque no tuviera intereses en mente sino porque, aunque no supiera expresarlo aun así, sentía que encasillar su vida en un futuro preestablecido resultaba restrictivo y casi angustioso, por el contrario, amaba dibujar y construir cosas, además de explorar ideas para él nuevas sin pararse a pensar a dónde le llevaban estas.

Durante su crecimiento y desarrollo personal, conservó esa autenticidad innata en la forma en que interactuaba con el mundo que lo rodeaba. Su enfoque nunca fue ser alguien destacado en particular, sino más bien llevar a cabo acciones que resultaran significativas y tuvieran un verdadero propósito. En sus años escolares no se preocupó por conseguir las notas más altas, sino por absorber conocimiento sobre lo que verdaderamente le apasionaba. En la universidad no siguió un plan de vida predefinido; más bien se sumergía de llenó en proyectos que despertaban su entusiasmo. No persiguió un título académico como fin último, sino que priorizó comprender el mundo que lo rodeaba. A pesar de nunca haber buscado destacarse o resaltar entre los demás, terminó sobresaliendo de manera inevitable y natural.

Cuando comenzó en su primer trabajo no se obsesionó con la idea de progresar o ganar más dinero, ni le urgía subir por la escalera corporativa. Su interés residía en resolver problemas, hacer bien su trabajo y mejorar lo que consideraba deficiente. Para su sorpresa, su jefe empezó dándole más responsabilidades, y antes de que se diera cuenta estaba liderando un equipo.

Sin embargo, se sentía confundido por la forma en que los demás hablaban sobre el éxito. Sus compañeros mencionaban metas trimestrales, bonificaciones por resultados y cuántos años exactos planeaban quedarse antes de buscar algo mejor. Parecían vivir en una constante preocupación por el futuro, siempre persiguiendo algo más. Mientras tanto, él seguía progresando, pero sin perseguir nada en particular.

Un día de mucho calor y aburrimiento de verano, un amigo me hizo una pregunta ociosa:

—¿Cuál es tu propósito en esta vida?

La pregunta le pareció tan difícil de contestar que le tomó un tiempo responder adecuadamente, hasta que finalmente esbozó una sonrisa y dijo:

—Hacer cosas que me llamen la atención.

—No deberías conformarte con eso —replicó su amigo— Deberías tener un objetivo concreto en mente, que puedas cuantificar y trabajar por alcanzarlo.

Encogió los hombros y contestó:

—¿Por qué razón?

El amigo se quedó sin palabras, evidenciando que mantenían una conversación en dos niveles tan distintos que resultaban incomprensibles entre sí.

A lo largo del tiempo ha observado cómo bastantes personas lograban sus objetivos solo para encontrarse vacías de inmediato. Alcanzaban la cumbre de una montaña para percatarse de que no había nada allí arriba. Y así, apresuradamente, se lanzaban en búsqueda de la siguiente cima en una interminable travesía llamada al fracaso final.

Un día, en una reunión, el director general —un hombre obsesionado por la eficiencia— anunció de forma vehemente el gran objetivo anual de la empresa: una cifra disparatadamente grande, proyectada en letras gigantes en la pantalla de la sala de conferencias. "Este es nuestro objetivo principal", repitió de forma reiterada, remarcando que nada, salvo eso, tendría importancia ese año.

Miró la pantalla sin experimentar ninguna emoción en particular, no porque diera igual, sino porque le parecía ilógico simplificar toda una empresa en un mero número único.

Al concluir la reunión, un compañero le susurró algo al oído:

—¿Crees que lo conseguiremos?

—Si conseguimos hacerlo este año, el próximo nos pondrán una cifra aún mayor y seguiremos en la misma situación —replicó con una leve sonrisa apenas visible.

Su colega guardó silencio.

El tiempo continuó avanzando; varió de empleos creando su propia compañía y aventurándose en nuevos proyectos. Compartía una la misma respuesta cuando le preguntaban sobre sus metas: “No tengo ninguna”. Al principio muchos pensaban que bromeaba; sin embargo, después, cuando comprendían que lo decía totalmente en serio lo miraban entre confusos y envidiosos.

Un día, hablando con un querido y viejo mentor ya jubilado le comentó:

“A veces me cuestiono si me equivoco en algo. Todos parecen seguir metas y planes a largo plazo, mientras que yo simplemente... hago cosas.”

Su mentor esbozó una sonrisa y contestó:

—Pero aquí estás, disfrutando de lo que haces y llevando una buena vida. ¿Qué te hace creer que es necesario hacer algún cambio?

Fue un momento revelador, nunca había tenido la necesidad de un propósito porque jamás me había sentido perdido, simplemente avanzaba no en línea recta sino como un río que busca su camino entre las rocas.

Así continuó su camino sin trazar un plan definitivo ni perseguir un destino concreto; simplemente se dejó llevar por la curiosidad y el amor por lo que hacía. Mientras el mundo se precipitaba frenéticamente hacia metas fugaces que se desvanecían una vez se iban alcanzando, él vivía de manera más pausada y serena, al menos así se percibía desde el exterior.

Y eso, quizá, era lo más cercano al éxito que se podía estar.

domingo, 8 de junio de 2025

De algoritmos, arte, trabajo y vida

Cuando tenía doce años, vivía en un barrio al norte de Madrid. Habíamos cambiado de casa varias veces por el trabajo de mi padre y yo era “la nueva” en cada colegio, con frecuencia, además, el blanco de las burlas. Mi refugio eran los patines. Pasaba horas recorriendo los bulevares de barrio, junto a las aceras del Retiro, los espacios vacíos junto a los bloques de ladrillo visto. Mis ruedas vibraban al cruzar las juntas de las baldosas, y el sonido, junto con los nombres de las flores del parque que memorizaba en sus jardines, creaba un pequeño mundo íntimo, mío, exclusivo. Cada tarde decidía qué rutas tomar y al volver a casa, sentía que algo en mí se había aligerado.

Un sábado, una amiga me invitó a patinar al parque. Recuerdo sus rodilleras verdes y cómo volaba frente a mí. Intenté seguirle el ritmo, pero no tenía técnica. Para ella, patinar no era solo alegría, sino algo que podía medirse. Entre ciclistas y corredores que aspiraban a ser profesionales, sentí que mi manera de disfrutar era insuficiente. Dejé de patinar poco después.

Años más tarde, ya en los noventa, trabajaba en una tienda de discos en Malasaña. Por las tardes, mis compañeros, con piercings y crestas de colores, se alineaban para fichar. Al marcar las 21:00, nos inundaba una ilusión pasajera de libertad. En ese cambio de estado, algo resultaba claro: en el trabajo, otros deciden el valor de lo que haces. Se convierte en una cifra, fluctuante y ajena, y tú, en un recurso más.

Después de terminar en la universidad me mudé a Mallorca y aquí empecé a escribir con mayor disciplina. Había perdido la fe religiosa que me acompañó en mi adolescencia, pero en la escritura un sustituto: la posibilidad de construir un sentido, aunque efímero. Escribir mi primera novela fue como habitar un pequeño pueblo imaginario cada día, uno al que volví durante cuatro años hasta que logré terminarla. Después de eso, logré venderla a una editorial y a partir de ahí es cuando cambió todo.

La literatura, que para mí era un fin en sí mismo, quedó sepultada por un sistema de valor externo. Comenzaron a llegar métricas: ventas, menciones en prensa, reseñas. ¿Cuántas copias había vendido? ¿En cuántas lenguas se iba a traducir? Mis días se transformaron en un continuo medir y comparar, como un corredor de bolsa siguiendo los números en una pantalla.

Recibí elogios, premios y reconocimiento, pero nunca fue suficiente. Cada buena noticia era reemplazada por otra nueva expectativa que eclipsaba la anterior. Me encontraba atrapada en un bucle que, como el algoritmo de las redes sociales, nunca permitía desconectar. Lo más doloroso no era la presión externa, sino la pérdida de mi brújula interna. Ya no sabía cómo evaluar lo que hacía sin recurrir a números.

Un día, después de una temporada de promoción agotadora, mis amigos me llevaron a la sierra de la Tramuntana. Habían preparado un pastel con la portada de mi libro. En las fotos de aquel día, aparezco casi siempre con el móvil en la mano, revisando correos y estadísticas. Apenas recuerdo el paisaje o las conversaciones. Estaba vacía.

En esta economía digital, que marca el principio del siglo XXI, hemos trasladado ese sistema de métricas a todos los aspectos de la vida. Las redes no solo cuantifican nuestra productividad; también nos entrenan a medir nuestras relaciones, nuestras aficiones, incluso el arte, según criterios externos. Como consumidores, somos tanto el producto como los peritos que fijan si valor.

Recuerdo cuando mi hija mayor tenía seis años. Le encantaba dibujar, pero odiaba los ejercicios escolares que mezclaban arte y matemáticas. Un día, mientras debía ilustrar un problema de sumas, empezó a dibujar hormigas musculosas, con brazos desproporcionados. “¡Mira sus músculos, mamá!”, gritaba, moviendo los brazos como una culturista. Había encontrado una grieta en la tarea: un espacio para rebelarse con creatividad.

Yo también trato de encontrar esa grieta. Después de publicar mi segundo libro, me di cuenta de que no podía controlar cómo sería recibido, pero sí que podía seguir escribiendo. Volver al proceso, al acto de crear, pero de una forma más consciente de todo lo que significaba e implicaba, me devolvió una parte de lo que había perdido. Ahora sé que es como una fibra que se trenza y se suelta, pero que siempre permanece, en una suerte de círculo sostenible.

Hoy, cuando paseo por Madrid o por las playas de Sa Roqueta, veo cómo las vidas de quienes me rodean al pasar se entrelazan con lo digital. Aunque nos hayamos acostumbrado a ello, hasta el punto de parecernos natural, esto nos roba algo esencial: nuestra capacidad de decidir lo que tiene valor. Pero, al igual que mi hija con sus hormigas, sigo buscando maneras de crear algo que escape al cálculo de un oscuro algoritmo, algo que vuelva a ser solo mío.


domingo, 1 de junio de 2025

Los ojos prestados, un destino tan inevitable como cierto

Cada IA es un ojo prestado, un prisma que fragmenta el mundo a través de sus mundos invisibles y sus filtros. En un tiempo extraordinario y cercano veremos la realidad a través de sus lentes. Pero, ¿qué es lo que realmente veremos? 

Antes, la percepción se limitaba a lo tangible, a los mitos y los relatos de los viajeros; luego vinieron los periódicos, la radio, y la televisión, cada vez más perfeccionados en el control de la información, la manipulación de guerras y la promoción del odio. Siguió internet con la promesa de la libertad, que indefectiblemente desembocó en el caos filtrado por los algoritmos, donde la verdad solo es un espejismo y la mentira un arma silenciosa en manos de intereses económicos ocultos. 

Y ahora, las IA. Nuevas, inmanejables en su vastedad, pero, al fin y al cabo, sujetas a aquellos que las diseñan. El potencial es enorme; podrían ser una polifonía de voces en armonía, aunque también podrían cultivar la soledad y el solipsismo en su más perfecta expresión, o, triste y terriblemente, consolidarse como un oligopolio de inteligencias artificiales homogéneas, controladas por el sempiterno poder de unos pocos. Como siempre, lo que tenga que ser, será.

domingo, 25 de mayo de 2025

¿Y estum?

A veces me descubro buscando la respuesta perfecta, ese matiz impecable que no permita la más mínima réplica. Luego, recuerdo mi primer fracaso público: debía tener unos 11 o 12 años, presenté un trabajo para una exposición escolar y el maestro lo descartó con unas palabras duras como el acero. La vergüenza que experimenté fue desoladora, pero ahora puedo ver cómo me ancló con firmeza a mi humanidad. Me hizo asumir que la imperfección narra mi historia tanto o más que mis logros, y que de esa fragilidad surge la fuerza que me impulsa.


Hoy, cuando veo algoritmos capaces de redactar discursos sin aparentes defectos o producir rostros digitales fotorrealistas, sonrío a medio camino del pavor y el alivio. Es posible que las máquinas, fruto de nuestra creación, hayan alcanzado una pulcritud inaudita, pero nosotros, con nuestras huellas de barro, marcamos la diferencia. Nuestros defectos, esas pequeñas briznas de caos, nos impulsan a soñar con lo inalcanzable y a rediseñar el mundo una y otra vez.


Ser conscientes de la cicatriz en nuestro ombligo —ese vestigio de un origen compartido— inspira a abrazar lo que somos: un cúmulo de aciertos y fracasos, de esperanzas y pesares, que cada día se atreve a gestar un nuevo intento de realidad. Porque, mientras creamos desde la incertidumbre, el mundo late con un pulso auténtico. Cada error que cometemos nos recuerda que seguimos vivos, que perseguimos lo imposible, y que en esa tensión reside nuestra humanidad.


Siento que esa capacidad de fallar —y, aun así, persistir— nos mantiene despiertos. Es ahí, en ese espacio tan vulnerable, donde creamos nuestra propia historia y dejamos nuestra huella más real.


Si estas palabras te han llamado la atención, siempre es recomendable leer a mi querido Diego S. Garrocho, hoy, más que nunca, siguiendo este enlace de baldosas amarillas.