Cuando la vida te despoja de las inocencias y de las palabras que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas entre los restos del naufragio. Cuatro o cinco ideas, como mucho. Con minúscula. Y un par de lealtades.
El respeto por el valor y la consecuencia -hasta en el error-, que son tal vez las únicas virtudes que no pueden comprarse con dinero. Cuando todo se va al carajo, en mitad del caos en que nos toca vivir, las reglas son lo único que ayuda a mantener la compostura. Convencionales o retorcidas, claras o sombrías, compartidas o personalísimas, son necesarias incluso aunque tú mismo no las practiques. Por lo menos como referencia. Hasta para transgredirlas, llegado el caso.
Nosotros también las bordeamos, también tenemos nuestros remordimientos. Cosas que hicimos o que no hicimos, fantasmas que a veces, aprovechando las noches, vienen a sentarse en el borde de la cama y nos miran en silencio; y, por más vueltas que damos a un lado y a otro, siguen allí hasta que se amanece. Cuando andas por la vida con una mínima lucidez respecto a tus actos, esa compañía es inevitable. A veces son fantasmas sangrientos y vengativos como el espectro del Comendador, y otras son pequeñas punzadas amargas, tironcitos de la memoria que hacen que nos removamos incómodos, manchas de sombra en el recuerdo que sólo pueden explicarse con el egoísmo, el cansancio, la ingenuidad o la indiferencia.
Sabemos que cometimos errores, que hicimos daño, pero... ¿tanto cuesta perdonar?
Post original de: Si te caes siete veces, levántate ocho...
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Sé buena persona y por favor no castigues mis marchitas neuronas con otra escritura que no sea la respetuosa con la puntuación y la ortografía, el censor que llevo dentro te lo recompensará continuando dormido.